domingo, 3 de marzo de 2013

La Catedral Metafísica



La Catedral Metafísica
   




 …infinite notes on an infinite scale,
each one uniquely divine,
the oak, the lily, the whale…
…the supreme art of creation,
in its oneness,
the most sublime of all melodies,
in the grandest symphony…
…Love…
God!”

Introducción

Este ensayo tiene como propósito la creación de una construcción metafísica que responda, o por lo menos ofrezca una alternativa a tres de las grandes preguntas filosóficas:
-¿Qué es el hombre?
-¿Qué puedo conocer?
-¿Cómo debo actuar?
El hombre, en su cualidad de ser libre y consciente, tiene la oportunidad de decidir en qué mundo vivir, de crear su propia realidad y de actuar en consecuencia con ella. Las ideas que aquí serán expuestas no intentan convencer a nadie, sino simplemente ofrecer la posibilidad de creer en algo, en lo que aunque solo sea por bello, valga la pena creer.
Vivimos en un mundo dominado por la información, en el que tenemos acceso a ella de forma gratuita y casi inmediata. Ya no es solo que el conocimiento precedente esté, en una imagen muy platónica, inscrito en una tablilla de cera en nuestra alma, sino que podemos refrescarlo a placer. Por lo tanto, adoptando una actitud filosófica puramente ecléctica, pasaremos por, en orden cronológico: los atomistas, Socrates, Platón, Descartes, Spinoza y Kant. La razón de adoptar esta actitud es la certeza de que nunca nadie tiene toda la razón, y a veces todos la tienen, por lo que suele ser sabía decisión escuchar a todos, e incorporar todo aquello que a uno pueda interesar o inspirar en una construcción que pretende utilizar diferentes ingredientes para poder así alcanzar el sabor deseado.
Por contentar a todos, se buscará responder a las cuestiones desde un punto de vista empírico así como desde un punto de vista racional. Intentando hacer uso de todas las herramientas posibles que el ser humano ha diseñado con vistas a intentar acercarse a la verdad. No cabe duda de que a lo largo del texto pudieran filtrarse las preferencias del autor. Sin embargo, existe por parte de éste, una clara intención de utilizar todo lenguaje filosófico posible para poder así captar la atención tanto del escéptico como del dogmático, y de todos aquellos que se encuentren en algún punto intermedio.
Así pues, con los ingredientes extendidos en la mesa, el cuchillo afilado, la olla preparada, el fuego encendido y el delantal bien atado; procedamos a cocinar este nuestro puchero metafísico que una vez concluido, esperemos sea del agrado de aquél que lo pruebe.

El átomo

En griego antiguo la palabra átomo quiere decir indivisible. El universo está compuesto de un número infinito de átomos y de vacío. Estos son la unidad indivisible más pequeña a la que tiene acceso la capacidad cognoscitiva del hombre. Así lo expresaron los atomistas en la Grecia antigua. Citando a Demócrito:
“Principios de todas las cosas son los átomos y el vacio; todas las otras cosas son opiniones. Las cualidades son por convención, pero por naturaleza sólo hay átomos y vacio”.
Gracias a los avances sobre todo en los instrumentos, hemos aprendido mucho acerca del átomo en los últimos siglos. A día de hoy, sería cuestionable denominarlos unidad, ya que se sabe que están formados por más de un elemento. También sería, cuanto menos cuestionable, decir que son indivisibles, ya que la fisura nuclear se ha llevado a cabo con nefastas consecuencias para la humanidad. Sin embargo, y dada la naturaleza destructiva de la fisura del núcleo de un átomo, para nuestra construcción metafísica partiremos de la base de que los átomos son indivisibles.
Como humanos, aprendemos que no debemos poner la mano en el fuego porque este nos quema. A menudo en la existencia, la naturaleza nos enseña de tal forma. La enorme y desproporcionada capacidad destructiva de la fisura nuclear es una clara indicación de que no debiera realizarse. Cierto es, que esta energía puede ser usada para fines no destructivos, sin embargo la creación de basura tóxica, más que nociva para el medio ambiente, servirá como indicación de que no deberíamos llevarla a cabo ni tan siquiera por fines creativos. Por lo tanto, seguiremos refiriéndonos al átomo como la unidad indivisible más pequeña a la que tiene acceso la capacidad cognoscitiva del hombre.
Pasemos ahora a describir, de forma breve y clara, al átomo, tal y como lo conocemos en el s.XXI. El átomo está compuesto de un núcleo en el que se hallan los neutrones y los protones; y de un número limitado de electrones que orbitan al núcleo. Los neutrones como su nombre bien indica son neutros, los protones tienen carga positiva y los electrones negativa. Todo átomo tiende al equilibrio, es decir, todo átomo es o busca ser neutro. En caso de no serlo interactúa de forma electromagnética compartiendo sus electrones con átomos circundantes, formando así las diferentes moléculas que darán lugar a las diferentes materias.
Está búsqueda de neutralidad la vamos a llamar equilibrio. En el universo hay un sinfín de dualidades; el frio y el calor, el día y la noche, la alegría y el sufrimiento, el bien y el mal… La filosofía oriental tiene claro que todo necesita de su opuesto para existir. No sería posible la concepción del día sin la noche. Entienden la existencia como una continua búsqueda de equilibrio entre opuestos, de ahí la teoría del karma. Por lo tanto, si concebimos el universo como armónico, y hasta los más fervientes creyentes en la teoría del caos así lo hacen, lo es debido al equilibrio que reina entre todas estas dualidades. Por eso es tan sugerente el hecho de que las diferentes materias, las diferentes moléculas; surjan como producto de la búsqueda de la neutralidad, la búsqueda del equilibrio; algo natural en el átomo.  
El átomo es también la fuente de la energía, el principio de vida, la substancia única que a través de la asociación con sus semejantes forma las diferentes materias, expresiones todas ellas de una misma cosa, de una misma esencia.
Ya en la antigua Grecia, Heráclito de Éfeso dijo:
“Este cosmos [el mismo de todos] no lo hizo ningún dios ni ningún hombre, sino que siempre fue, es y será fuego eterno, que se enciende según medida y se extingue según medida.”
Deducimos, y partiremos de la base, que de la nada, nada puede surgir. Que la energía no puede ser creada sino que tan sólo puede ser transferida de A, a B. La energía de los átomos es eterna, siempre ha sido y siempre será. Simplemente se asocia de manera que adquiere formas dispares: de átomos a moléculas, de moléculas a materia, de materia a las diferentes y maravillosas expresiones de lo mismo. Esta energía única, que se expresa de diferentes maneras y que abarca el total del universo, el todo, es lo que denominaremos la Creación; Dios.
Llegados a este punto, se podrá criticar el uso de la palabra Creación tras establecer que el universo no fue creado, sino que es eterno. Se trata simplemente de una licencia literaria que el autor se ha permitido, ya que el adoptar un tono académico en el discurso, cree éste, no tiene por que excluir a la belleza en la forma. El uso de la palabra Creación a lo largo del texto siempre será sinónimo del todo, de Dios.

Substancia, atributo y modo

Descartes describió la substancia como aquello que existe de tal modo que no precisa de ninguna otra cosa para existir. Cree que solo Dios es verdaderamente substancia; no necesita real y verdaderamente nada más que existir, ya que su esencia implica su existencia. Pero son también substancias finitas la substancia extensa y la substancia pensante, las cuales reciben de Dios la causa última de su existencia. La substancia pensante es el hombre. Partiendo de la evidencia de que piensa luego existe, Descartes describe al hombre como un sujeto pensante. La substancia extensa es el universo. Descartes lo describe como un reloj, un mecanismo perfecto creado por Dios que funciona por sí solo. La substancia infinita es Dios, la única que es verdaderamente substancia.
Después distingue entre substancia, atributo y modo. La substancia ya la hemos definido. El atributo es la cualidad esencial de la substancia, aquello por lo que se define y se diferencia del resto. El modo es la condición circunstancial de los objetos, determinaciones accidentales expuestas al cambio, la forma más inmediata en que se nos presentan.
Utiliza para explicarlo su metáfora de la cera, la cual es muy bonita y sugerente. Coge un trozo de cera, lo toca, lo huele, lo ve, lo siente, lo golpea y escucha el sonido que produce; a raíz de todo ello saca una serie de conclusiones sobre qué es ese trozo de cera. A continuación expone el trozo de cera al fuego, la cera se derrite, pierde todas las cualidades sensitivas que habían ayudado a Descartes a llegar a las conclusiones que la definían como objeto. De repente, tiene un tacto distinto, se torna liquida, no hace ruido al ser golpeada, huele diferente, tiene un aspecto diferente. ¿Sigue siendo cera, la misma cera? Sí, responde Descartes, ya que lo que cambia es el modo, pero no el atributo.
En una esquematización cartesiana ese trozo de cera sería:
-Substancia extensa; parte del universo extenso, mecánico, creado por Dios.
-Atributo, la cera; aquello por lo que se define y se diferencia del resto de la substancia extensa.
-Modo, liquida o solida; su condición circunstancial, determinada accidentalmente por el calor aplicado, o no, a la cera.

El panteísmo, Baruch Spinoza

Deus sive natura”

Spinoza se educó en la tradición racionalista cartesiana. Sin embargo, introdujo algunos cambios en su construcción metafísica que alegraron mucho al autor desta, al ser leídos y escuchados por primera vez, ya que son muy afines al fundamento de la construcción que aquí se está desarrollando. Redujo las tres substancias diferenciadas por la tradición cartesiana a una sola, la substancia divina infinita. Esta ha sido identificada bien con Dios, bien con la naturaleza, aunque Spinoza no reparó en esta diferencia ya que para él eran una misma cosa.
Por lo tanto la Creación es para Spinoza, equivalente a Dios; es Dios. Es causa de sí misma y a la vez de todas las cosas. Existe por sí misma y es productora de toda la realidad. La substancia extensa desciende en la jerarquía cartesiana a atributo y las cosas a su vez descienden a modo. La substancia pensante se convierte en el atributo pensamiento, y las ideas se convierten en modos de Dios contenidas en el atributo pensamiento. Las cosas o modos son naturaleza naturada, mientras que la única substancia o Dios es naturaleza naturante. Las cosas o modos son finitas, mientras que Dios es de naturaleza infinita y existencia necesaria y eterna.
Sus detractores pueden achacar sus a ideas una simplificación excesiva para superar los problemas en el ámbito de la teoría del conocimiento que presenta el racionalismo cartesiano. Sin embargo, la intención deste ensayo es la de no caer en el cinismo, por lo que achacaremos las ideas de Spinoza a su religión judía, la cual le permitió mayor libertad de pensamiento, y ¿por qué no?, a un momento de lucidez y brillantez derivado de su implicación e integridad para con la filosofía.
Surgirán a lo largo del camino numerosas ocasiones en las que entraremos en conflicto con algunas de las ideas y construcciones del judío holandés, sobre todo en cuanto a lo que su determinismo y su monismo se refieren. Sin embargo, y dada la actitud ecléctica adoptada, no tiene por qué afectar la coherencia de este nuestro discurso.

Dios, el fundamento de la Catedral

Recreémonos ahora en un ejercicio retrospectivo. Hemos argumentado el panteísmo a través de dos vías muy diferenciadas, se podría decir que opuestas. La vía empírica, a través del atomismo; y la vía racional, a través de Spinoza.
El que quiera tildar al autor de promiscuo ideológico, adelante, ahora es el momento. Se ha buscado contentar al máximo número de personas de que la posibilidad de que Dios es todo, supone, como mínimo, un argumento factible y lícito. Descartes construyó su edificio metafísico sobre la evidencia de Dios, un Dios que deriva de la idea de la perfección. Nosotros construimos nuestra catedral metafísica sobre el fundamento de que Dios todo lo abarca, de que no existe sino Dios, en diferentes atributos o formas pero de una misma esencia divina. Si alguien busca paralizar esta construcción, solo tiene que refutar esta idea, y esta nuestra catedral se derrumbará inmediatamente ante sus ojos. Nihilistas, escépticos, cínicos, ateos y agnósticos, adelante; no será el autor quien os lo impida. Es una cualidad del hombre, cuanto menos curiosa, la de disfrutar casi más de la destrucción que de la creación. Por lo tanto si fuere a servir este ensayo para el disfrute destructivo de alguien, bienvenido sea.


La regeneración de las células y el genio maligno

Estudios científicos demuestran que en un espacio de siete años, todas las células del cuerpo, exceptuando las neuronas, se mueren y se regeneran. Esto quiere decir que algo que  creemos conocemos tan bien como nuestro cuerpo físico, es otro completamente diferente al que conocimos hace siete años. Por lo tanto, cuando vemos a una persona que hace más de siete años que no vemos, vemos a una persona totalmente diferente. ¿O no? Desde una visión empirista, solo podemos conocer a través de los sentidos; la sensibilidad es el límite y el origen del conocimiento. Toda idea que no se corresponda con la experiencia es superflua, luego la persona que conocimos hace siete años es otra totalmente distinta a la que conocemos hoy. Cuán engañados hemos vivido todo este tiempo al creer que nuestras madres son las mismas que nos dieron a luz. Siguiendo este razonamiento, el autor ya va por su cuarta madre, ¡menos mal que decían que madre no hay más que una!
Desde un punto de vista estrictamente racionalista, nos daría exactamente igual, ya que solo conocemos a las personas a través de la razón, intelectualmente. El cuerpo de nuestra madre no es más que una representación de la idea della. Una representación de la que no debemos fiarnos, ya que los sentidos nos juegan malas pasadas. No conocemos a nuestra madre, conocemos la idea della. Ese vientre que nos vio nacer y crecer para luego expulsarnos al mundo puede que no sea más que una ilusión, un engaño de algún genio maligno que pulula por ahí.
¡No señores, no! En esta nuestra Catedral, reina la tolerancia. Por lo que no vamos a despreciar la experiencia, ni tampoco haremos lo propio con la razón. Ponderaremos ambas y buscaremos valorarlas en su justa medida. Inspirados por la Creación buscaremos el equilibrio. Ese equilibrio que es capaz de crear nuevas materias de una misma y única esencia, ese equilibrio que nos permite disfrutar de la puesta del sol y de la salida de la luna simultáneamente en los días en que esta última aparece llena, en plenitud.
Eso sí, crearemos un jerarquía de prioridades en cuanto a lo que la búsqueda del conocimiento y la Verdad se refiere. Intentaremos llegar a las ideas universales, las imperecederas, aquellas que teniendo en cuenta los límites del conocimiento humano, más se acerquen a explicar los intrincados misterios de la Creación. 

Platón y el mundo de las ideas

“- Me parece que si hay algo bello distinto de lo bello en sí, no será bello por ninguna otra causa, sino porque participa de aquella belleza. Y lo mismo digo de todo lo demás. ¿Admites este tipo de causa? - Lo admito - contestó.
- Por tanto - prosiguió - ya no admito ni puedo reconocer las otras causas, esas tan sabias. Luego, si alguien afirma que cualquier cosa es bella, o porque tiene un color atractivo o una forma o cualquier cosa de ese estilo, mando a paseo todas las explicaciones - pues me confundo con todas las demás - y me atengo sencilla, simple y, quizás, ingenuamente a mi parecer: que no la hace bella ninguna otra cosa sino la presencia o comunidad o cualquier modo de producirse de aquella belleza. Esto ya no lo aseguro con firmeza, pero sí que todas las cosas bellas lo son por la belleza.”

PLATÓN, Fedón, 100c-d

Las ideas deben ser universales, imperecederas, incorruptibles. En el mundo físico solo podemos encontrar representaciones imperfectas de las mismas, por lo tanto debemos elevarnos a ese mundo inteligible del que tanto habla Platón, para así poder verlas, conocerlas. Ese es el deber del filósofo, intentar acercarse a la Verdad eterna. La realidad visual, física, solo debe servirnos de estimulo para poder elevar nuestras almas al mundo de las ideas. No nos servirá pues el describir aquello que es cambiante y perecedero, sino que buscaremos la idea inteligible de la cual las cosas participan. Para describir los fenómenos físicos de forma empírica ya está la ciencia, con sus muchas diversificaciones. Nosotros no buscamos la verdad empírica sino la construcción metafísica.
El problema con los métodos, tanto el inductivo, como el deductivo, que tan de moda están a día de hoy, y que parecen monopolizar el conocimiento legítimo; es que solo son ciertos hasta que se demuestre lo contrario. Es decir, uno observa un fenómeno y de eso saca una conclusión, método inductivo; o yo planteo una hipótesis y la refuto con la experiencia, método deductivo. El problema es que las “verdades” obtenidas a través de este método, lo son solo hasta que la hipótesis es refutada. Para los fenómenos del mundo físico parecen funcionar bien, ya que el universo parece estar regido por una serie de leyes físicas. De todas formas, aunque cueste de creer, el método científico empírico ofrece dudas también.
Para cualquier fenómeno observado por un científico, éste puede crear una serie muy numerosa de hipótesis que tras ser refutadas con la experiencia, son válidas. Por lo tanto, ¿cuál debe escoger el científico? La más bella, dice Einstein; la más simple, dicen otros. Parece ser que el método científico empírico no es tan riguroso como algunos quieren creer.
El método que usaremos pues en busca de nuestras Verdades metafísicas será el de intentar encontrar las ideas puras, aquellas de las que las cosas participan en el mundo visible. No diremos pues que una mujer es bella por tener tal o cual atributo. O porque hayamos hecho una encuesta y el 93% de los encuestados así lo piensen, sino porque participa de una idea inteligible que es la belleza. Utilizaremos la mayéutica socrática, es decir, ir esculpiendo de las cosas todo aquello que es superfluo, para así llegar a la esencia, redescubrir la verdad. En nuestra catedral buscaremos ascender al mundo de las ideas, las observaremos y conoceremos, para luego descender y aplicar lo aprendido a nuestra realidad imperfecta.

La dualidad cuerpo-alma

“El cuerpo es una prisión para el alma” – Sócrates

Hemos establecido, utilizando esa palabra que tanto gusta en nuestra Catedral, un equilibrio entre lo físico y lo metafísico. Todo aquello que es físico no es más que una expresión de lo metafísico y viceversa, ya que están irremediablemente unidos y es todo parte de esa única, substancia divina infinita. No obstante, lo metafísico es imperecedero, universal y eterno, mientras que lo físico es cambiante, particular y mortal. Por lo tanto, nos centraremos más en el alma que en el cuerpo.
El alma es aquello no material que delimita al yo, separándolo así del resto de la Creación. Es aquello que captura la substancia divina infinita y la separa, de forma ilusoria, creando una dualidad, dándole al individuo consciencia, identidad y personalidad. Tras la muerte el alma se diluye de nuevo en Dios. Es el alma, mortal y finita, sin embargo en una preciosa paradoja, está formada por substancia divina y eterna. En el alma hallamos todo aquello que es inmaterial y trascendente, que pertenece al hombre de forma individual y personal, pero que a la vez tiene la capacidad de ser común a todos ellos. El conocimiento, el amor, la sabiduría, la belleza, la compasión, el dolor… son todos ellos atributos de Dios que se encuentran en el alma en su versión pura, y que sólo pueden ser encontrados en el mundo físico de manera imperfecta.
El cuerpo es un instrumento del alma, o una cárcel, visto desde un punto de vista socrático. Socrates defendía que el cuerpo y el alma procedían de orígenes diferentes, el alma tenía un origen divino y el cuerpo terrenal. Nuestro panteísmo no nos permite hacer tal distinción, ya que todo son expresiones de una misma cosa. Nosotros diremos que el cuerpo es la expresión física y terrenal de lo divino. Por ser terrenal, es en el cuerpo donde hallaremos los deseos carnales, aquellos que Sócrates creía que enturbiaban al alma. El cuerpo tiene hambre de comida, el alma lo tiene de sabiduría; el cuerpo tiene sexo, el alma hace el amor; el cuerpo ve, el alma conoce.
La expresión física de Dios, el cuerpo o la naturaleza, es de una forma determinada. Funciona bajo una serie de leyes físicas, es cambiante y perecedero. Las posibilidades para el cambio son limitadas y están relativamente fuera de nuestro control. La expresión metafísica de Dios, el alma, el cosmos, son mucho más flexibles, están llenos de posibilidades, son amorfos, no están delimitados de forma alguna. Toda creación humana no introspectiva,  se expresa con mayor o menor exactitud de forma física. Ni tan siquiera el más virtuoso de todos los artistas puede representarla a la perfección. Los hay que se acercan tanto que lo rozan, pero solo la Creación pude ser una expresión perfecta de lo divino. El arte de Dios es la naturaleza. El hombre en su limitación, puede acercarse a Dios a través del arte, pero nunca podrá su creación ser tan bella, ni tan terrible, ni tan mágica. Sin embargo, el alma tiene la posibilidad no solo de tocar a Dios, sino de verlo, amarlo, y de convertirse en él. Tal es el poder del alma humana.

Sobre la NO inmortalidad del Individuo

El alma es principio de vida. Una vez muerto, el cuerpo tarda tiempo en desintegrarse, y el pelo aún crece, sin embargo la vida está ausente. Por lo tanto, es razonable pensar que el principio de vida está en el alma, que el cuerpo puede ser sin alma pero tan solo muerto. Tras la muerte el alma se funde en el todo, cesa de existir el Yo, nuestra identidad sobrevive tan solo en la memoria de aquellos que nos hayan conocido, pero está irremediablemente condenada al olvido, más tarde o más temprano. Aquel que busque la eternidad del Yo que busque en otra parte, ya que en esta Catedral no la encontrará. El hombre, en su cualidad de atributo de Dios es eterno, pero solo puede serlo en vida; nunca tras la muerte.
“Se nos ofrece la posibilidad de ser eternos durante la vida, pero nunca tras la muerte”. El  asesor de marketing de nuestro proyecto, ruega al autor que destierre esta idea de la catedral. -“No la comprarán”, dice. Dejen, al autor explicarse, y luego emitan sus juicios. La vida del hombre es un chispazo en la eternidad – “No va usted por buen camino, acaso no tiene ni la más mínima noción de publicidad”, se le oye gritar encolerizado. Por no sufrir más interrupciones mandaremos al asesor de marketing a por café, con la esperanza de que no encuentre el camino de vuelta.
Prosigamos. Decía que la vida del hombre es un chispazo en la eternidad, de hecho, si el universo es eterno, no puede tener concepción del tiempo. El hombre es caduco, por lo que ha aprendido a medirlo, y vive en una realidad delimitada por el espacio y el tiempo. Si comparamos la vida del hombre con la del planeta Tierra, haciendo uso de un referente caduco, la existencia humana es un chispazo.
Sin embargo es un chispazo que da para mucho, ya que es un chispazo consciente. Se nos ofrece la posibilidad, dentro de nuestras limitaciones, de entender y alcanzar la sabiduría. Uno de los conceptos más poderosos que puede alcanzar nuestra alma es el de algo que llamaremos pertenecencia, del inglés “belonging”, ser parte de.
La ola, al chocar con la orilla puede pensar que es una, individual, separada del océano. Nosotros al contemplarlo somos conscientes de que esa ola pertenece a una entidad mayor que es su océano; es tan solo una expresión del movimiento de las mareas, pero no puede existir más que en él siendo; luego no es individual, forma parte dél. Si las células pensasen, quién sabe, tal vez lo hagan; una célula de nuestra uña podría pensar que es un ente individual e independiente. Sin embargo nosotros sabemos que no es más que una célula que forma parte de nuestra uña, ésta a su vez forma parte de nuestro dedo, éste de nuestra mano y nuestra mano de nuestro cuerpo.
Lo mismo exactamente pasa con el hombre y la Creación. De ahí que utilizase el término ilusorio al referirme a cómo el alma nos separa del resto della. Por lo tanto, si pertenecemos a la Creación, que es eterna, eternos somos nosotros también. Este sentimiento de pertenecencia es uno de los sentimientos más embriagadores, maravillosos y poderosos a los que tiene acceso el alma del hombre. Pertenecer, es ser Dios.
Por lo tanto, el hombre puede ser eterno en vida pero nunca tras la muerte. En esta catedral se valora lo que el yo puede hacer por el todo, pero el yo no es más que un experimento divino, ha habido muchos yos, y habrá muchos más. El hecho de que solo podamos ser eternos en vida, da mucho más peso a la misma y eleva el concepto de eternidad. En definitiva, aquello que es la substancia del alma es eterno, aquello a lo que pertenecemos es eterno, el yo que nos separa de la única y verdadera realidad, el yo que crea una dualidad ilusoria entre Dios y el individuo, el yo que se alimenta de nuestra identidad, ese, es efímero, necesariamente caduco; mortal.

Teoría del Conocimiento

Hemos establecido con anterioridad que el hombre es un ser consciente, es decir, tiene la capacidad de conocer y entender. Es más, la lucha por alcanzar la sabiduría es la más elevada batalla que podemos y debemos librar. Nuestra capacidad cognoscitiva es necesariamente limitada, si no lo fuese no dedicaría el autor tanto empeño en aburrir al lector con tan barrocas construcciones como lo está haciendo. He aquí la esencia y razón de ser de la filosofía. He aquí una más de las limitaciones humanas que dotan de peso a la existencia.
Platón decía que nuestra alma eterna ya había sido testigo de la sabiduría, mas tras el proceso de metempsicosis la olvidaba, para luego redescubrirla. Solo podíamos conocer a través del alma, los sentidos servían como estimulo para elevar a ésta a la sabiduría. El conocimiento no se adquiría, se recordaba. Si algo tenía el ateniense, era la habilidad de convertir su filosofía en hermosa poesía.
La sabiduría no se adquiere, se descubre. A través de una serie de procesos vamos abriendo puertas en nuestra alma que encierran tras de sí conceptos, realidades e ideas. La capacidad de conocer es innata al hombre; solo podemos conocer como hombres. Se podría comparar al alma con un disco duro que va almacenando impresiones, percepciones, pero la capacidad de convertirlas en ideas universales e imperecederas, la capacidad de transformarlas en sabiduría, es un proceso interno y al que uno debe enfrentarse solo.
Como en todo otro aspecto de la Creación, la teoría del conocimiento se desarrolla en base a una serie de dualidades enfrentadas, y como en todo lo demás, en esta nuestra Catedral, el equilibrio será la base sobre la cual construiremos nuestra teoría propia. Entre estas dualidades las más destacadas son:
-¿Conocemos a través de los sentidos o lo hacemos a través de la razón?

-¿Cómo se nos presenta la realidad, tenemos acceso a ella tal y como es?

En este campo el trabajo de Kant fue de incalculable valor. Su giro copernicano, demostró un grado de madurez filosófica sin precedentes en la filosofía de la época moderna y la ilustración. Fue ésta una época de grandes filósofos, de florecimiento en la búsqueda de la sabiduría. Sin embargo, muchos de ellos se aferraron a sus teorías de manera casi fanática, como queriendo demostrar algo; que tenían razón, es de suponer. Así cuando sus construcciones cojeaban las apañaban como bien podían, llegando a exponer verdaderos disparates que rayaban en lo absurdo. Véase la glándula pineal  cartesiana, o la desconfianza de Hume en toda abstracción cuando él necesariamente debía hacerlo para poder desarrollar su empirismo exacerbado. Sobre la cualidad de sirviente, casi esclavo, a la que sometió Malebrauche a Dios en su ocasionalismo, mejor ni hablar.
Kant consiguió conjugar estás dos corrientes tan enfrentadas, el racionalismo y el empirismo. Y, por si esto fuera poco, luego le dio un giro copernicano al asunto que cambio el devenir de toda la filosofía moderna. Distinguió entre el noúmeno y el fenómeno. El noúmeno es la realidad tal y como es, las cosas en sí mismas, a las que dado la naturaleza de nuestra capacidad cognoscitiva, no tenemos acceso. A lo que el hombre sí tiene acceso, lo llamó el fenómeno. Hasta entonces en la actividad cognoscitiva, el sujeto cognoscente era pasivo, y el objeto conocido  influía en él y producía una representación exacta.
Kant propone darle la vuelta a la relación y aceptar que en la experiencia cognoscitiva el sujeto cognoscente es activo, que en el acto de conocimiento el sujeto cognoscente modifica la realidad conocida. Solo a través del sujeto podemos conocer al objeto. El entendimiento no es una facultad pasiva, que se limite a recoger los datos procedentes de los objetos, sino que es pura actividad, configuradora de la realidad. Por la sensibilidad recibimos los objetos, por el entendimiento los pensamos.

"Los objetos nos vienen, pues, dados mediante la sensibilidad y ella es la única que nos suministra intuiciones. Por medio del entendimiento, los objetos son, en cambio, pensados y de él proceden los conceptos."
“Critica de la razón pura”, Emmanuel Kant

Establecido el cómo podemos conocer, el siguiente dilema sería, ¿qué podemos conocer?, ¿dónde se encuentra el límite de nuestro conocimiento? Sobre este tema, Kant, influenciado por su contexto histórico, legitima el conocimiento científico, esto es, la sensibilidad y el entendimiento. Es ahí donde traza la línea, dejando a la metafísica fuera. Es decir, tenemos acceso al fenómeno, lo entendemos, de la dialéctica entre estos dos surge el conocimiento científico, sin embrago ningún concepto metafísico puede ser demostrado de forma empírica, por lo que el conocimiento científico y el metafísico son de distinta naturaleza. He aquí el límite del conocimiento humano.
Con anterioridad hemos expresado nuestras dudas sobre el conocimiento científico, sobre el monopolio al que está sometido el conocimiento humano legítimo y sobre el método empírico deductivo. No obstante, esta delimitación nos viene como anillo al dedo para la construcción de esta nuestra catedral. Teniendo en perspectiva la premisa socrática de que “yo solo sé que no sé nada” y “que es el más ignorante aquel que ignora su propia ignorancia”, le cederemos al conocimiento científico toda legitimidad, ante todo por contentar a nuestro asesor de marketing, quien en su desesperación se ha arrancado todos los pelos de la barba, tal vez así evitemos que haga lo propio con los de su cabellera.
El autor se da perfecta cuenta de que aceptando está premisa, los ladrillos de su catedral se convierten en aire. Será tarea del lector, la capacidad de creer, de convertir el aire en sólidos ladrillos, y de hacer esto a través de la fe. El autor se ofrece a dar la mano y acompañar a todo aquel que desee recorrer este camino, mas no puede recorrerlo por él. El camino hacia la verdad es un camino que debe recorrer cada persona de forma independiente e individual, animado y empujado por todo aquello que le pueda inspirar.
La capacidad cognoscitiva del hombre es perfecta tal y como lo son las demás expresiones de Dios en la naturaleza. La fe, es decir, la capacidad de creer en algo sin tener posibilidad de demostrarlo ni de sentirlo a través de los sentidos, es poderosa; “mueve montañas”. Si tuviésemos acceso directo a la sabiduría, si todo lo pudiésemos demostrar, dejaríamos de ser hombres; no habría necesidad de filosofía. El límite en la capacidad cognoscitiva del hombre es un factor determinante en la definición de su naturaleza. No se nos ofrecen respuestas irrefutables, no se nos otorga la sabiduría por decreto, simplemente se nos da la capacidad de creer, de tener fe, de crear nuestra única y personal construcción metafísica del mundo. Los límites del conocimiento humano son sinónimo de libertad.

Sobre Ética y la religión

Toda filosofía, irremediablemente, surge o deriva de la ética. En nuestro caso deriva. Hemos planteado una forma de entender al ser humano, al universo, a Dios. Habiendo argumentado todas nuestras teorías de forma, esperamos que coherente, ahora no más queda preguntarse: ¿Cómo debo actuar en relación con todo lo expuesto? ¿Sobre qué reglas morales debemos basar nuestra dialéctica con la vida?
Si el fundamento de nuestra Catedral es Dios, el del desarrollo de nuestra teoría ética es la libertad del hombre. El hombre es necesariamente libre, la libertad del hombre da consistencia y coherencia a la razón. Nuestra cualidad de seres conscientes adquiere un peso mucho mayor cuando es conjugada con la libertad. En el camino de la vida, a diario, arribamos a cruces, y debemos nosotros escoger el camino y ser coherentes con las consecuencias. Tenemos la oportunidad de afectar a la Creación, y nuestra libertad nos ofrece la oportunidad de hacerlo de forma positiva o negativa, además de todos los puntos intermedios situados entre estos dos opuestos.
Por una vez, no buscaremos el equilibrio, en nuestra Catedral animaremos al ser humano para que busque tener siempre un impacto positivo en la Creación. Animaremos al hombre a ser ambicioso y a buscar su desarrollo personal para poder sacar lo mejor de uno mismo. Buscaremos la reciprocidad con la Creación que tan bella se nos presenta, y haremos de nuestra existencia, de nuestro efímero chispazo, algo digno; digno de Dios.
El concepto de pertenecencia, sumado a la idea de ser un atributo de Dios es determinante al hora de definir nuestro modo de existir, nuestra dialéctica con la Creación. No vienen estas construcciones de forma alienada e independiente, sino que tienen consecuencias éticas de mucho peso. Es nuestra responsabilidad el llevar una existencia consciente y el hacer della algo digno. También lo es el convertir la vida en un proceso continuo de crecimiento personal para poder así dar lo mejor de nosotros mismos. Explicado de forma aristotélica, al nacer solo somos potencia, nuestra existencia consciente debe convertir a esa potencia en acto.
No es esta una filosofía para gente que busque una existencia ligera, tampoco para gente que busque la inmortalidad del yo, ni para gente que busque disfrutar de la Creación y de la vida sin sentir la necesidad de devolver algo. Es esta la filosofía de la gente consciente, integra, implicada, que conciba la existencia como una oportunidad inmejorable de tener un impacto positivo en la Creación. El combustible que ha ayudado a levantar la Catedral es el amor, el amor por la vida, por la Creación, por Dios.
Primero debes aprender a amar a Dios, una vez lo ames con todo tu ser, tu calidad de atributo de él te empujará y motivará para hacer de tu experiencia algo elevado, bello, coherente, consciente y definitivamente positivo.
Para el filósofo la religión no es más que una práctica espiritual, no cabe en la condición de libre pensador el aceptar dogmas. No obstante, la humanidad necesita de todo tipo de personas. No todo el mundo es filósofo, si lo fuesen el mundo sería disfuncional. Se necesitan artesanos, letrados, obreros, soldados, poetas, químicos, panaderos, barrenderos, profesores, sacerdotes, madres, gobernantes… Para todas esas personas que no desean o tienen tiempo para plantearse estas cuestiones en relación con la existencia y la naturaleza del hombre, la religión deja de ser meramente una práctica espiritual y se convierte además en filosofía.
En nuestra Catedral aceptamos todas las religiones. Entendemos el importantísimo rol que desempeñan a la hora de intentar explicar a Dios a la sociedad. Las religiones han marcado una serie de pautas éticas y morales sobre las cuales se ha desarrollado la civilización. De todas ellas, la semilla siempre ha sido un hombre sabio que entendió la naturaleza divina, la explico, y sobre esas bases sus descendientes lucharon con mayor o menor acierto por convertir tan elevada y bella percepción en una realidad.
En contra de de la opinión más común y generalizada, en nuestra Catedral valoramos el esfuerzo hecho a lo largo de los siglos por parte de la religión de acercar al hombre a Dios. De convertir la experiencia humana en algo trascendente y bello. De transmitir esperanza al hombre y de educarlo en unos valores buenos facilitando así la convivencia. En su calidad humana, la religión necesariamente se ha equivocado, pervertido, embriagado de poder y polucionado. Sin embargo, pesa mucho más todo lo bueno que ha hecho. La tendencia general es obviar lo bueno y centrarse en lo malo. A nadie le gusta que le saquen sus defectos, pero a día de hoy es legítimo centrarse en todo lo malo del mundo, de la religión, y concebirla como solo eso, una suma de todos los errores humanos cometidos a lo largo de su historia.
¡No señores no! No en nuestra Catedral. Aquí, utilizando una idea muy cristiana, haremos con los demás lo que nos gustaría que hiciesen con nosotros, nos centraremos en todo lo bueno concerniente a la parte divina de la religión y en todo lo bueno creado por el hombre en nombre desta, que por otro lado es mucho mayor, solo que por su naturaleza no sensacionalista no vende periódicos, ni habita en las tertulias, ni le gusta a mi asesor de marketing.
No quiere decir esto que vayamos a obviar todo lo malo que se ha hecho en nombre de la religión. Igual que buscaremos sacar lo mejor de nosotros mismos, igual que nos exigiremos ser tan buenos como podamos llegar a ser, igualmente le exigiremos a la religión.
Por culpa de aquellos que en nombre de la religión hicieron el mal, la palabra Dios se ha ensuciado. En el mundo actual se ha convertido en una palabra tabú, cargada de connotaciones negativas. En una síntesis entre la tradición latina y la griega diremos como dijo Homero que las palabras tienen alas, y diremos como Ovidio que las palabras tienen peso. En nuestra Catedral devolveremos a las palabras a su debido lugar, las volveremos a dotar de importancia, de peso; y las utilizaremos para liberar nuestras almas. Si existiese una jerarquía entre las palabras, la palabra Dios estaría en lo más alto. Por lo que una de las batallas conscientes a la que nos dedicaremos será la limpieza desta palabra, que es un templo en sí misma. La pronunciaremos con amor, con respeto, con firmeza, con asiduidad, con orgullo, tantas veces como haga falta, hasta que la liberemos de todos los lastres a los que el hombre la ha sometido.

Conclusión

El filósofo debe enfrentarse de frente a la vida, mirarle a los ojos, ir siempre de cara. Sin miedo, sin necesidad de recompensa alguna, más que la de hacer lo correcto y coherente para con su condición de atributo de Dios. Todos tenemos está responsabilidad. Es nuestra responsabilidad la de hacer de la experiencia humana algo bello y equilibrado, algo trascendental. Acercarnos, a pesar de nuestras limitaciones, a la magnitud de la Creación; a Dios.
 Somos parte de la Creación pero no toda ella. La naturaleza no humana es equilibrada y funciona. Ella debe ser nuestro espejo y fuente de inspiración para guiar nuestra existencia. Es nuestra cualidad de seres conscientes y libres, la que alberga la necesidad de que seamos ambiciosos y nos embarquemos en una búsqueda por elevarnos tan alto como nuestra naturaleza nos permita.
La existencia es como una partida de ajedrez; hay una serie  de reglas. Tan solo podemos mover cada pieza de una forma determinada. Aquel que cae en victimismos y pierde el tiempo en quejarse della, es como aquel que al jugar al ajedrez, se queja porque su caballo no puede saltar tres adelante y cuatro hacia el lado para comer a la reina del contrincante. Nuestro deber es el de asimilar las reglas para poder así desplegar las mejores jugadas, aprender a leer los movimientos del contrincante, para poder así adelantarse a ellos; y ganar la partida. 
Si en el ajedrez pudieses mover las piezas a gusto, toda partida no duraría más que una jugada. Es la limitación humana lo que nos define como hombres, lo que da peso y sentido a la existencia. Los límites en las diferentes ramas del conocimiento, la libertad, el problema del mal, la muerte; son todas ellas reglas del movimiento de las piezas del ajedrez metafísico. Estas reglas, estas limitaciones, surgen de la esencia del hombre, y son causantes directas de la complejidad y magia de la naturaleza de nuestra existencia.
Gracias a las limitaciones humanas, el fin es el camino y no la meta. Si Dios es eterno, si el universo es eterno, qué importancia tiene la meta. El universo se crea constantemente, a cada instante, cada momento, cada segundo. No es la búsqueda de la finalidad lo que nos tiene que preocupar, dado que no cabe la concepción de una finalidad en un universo eterno, sino que mejor haríamos en concentrarnos en  el camino que recorremos en nuestro chispazo de existencia.
Cada una de nuestras acciones tiene consecuencias eternas, afectan al todo, a la Creación, a Dios. Todos y cada uno de nosotros somos responsables del devenir del experimento humano, en mayor o menor medida. El artista debe comprometerse con su arte de forma que perdure, elevando así a la humanidad y embelleciendo la realidad humana. El filósofo debe comprometerse con la filosofía de manera que guíe al hombre en su búsqueda de la sabiduría. El político debe comprometerse con la política de manera que facilite la cohesión y el buen funcionamiento social. Todo individuo, en definitiva, debe buscar su oficio, su papel, y desempeñarlo de forma comprometida para hacer algo trascendental, bello y elevado de la experiencia humana.
En nuestra jerarquía personal de las palabras, la que ocupa el segundo lugar, con tan solo Dios por encima es el Amor. El Amor debe ser el combustible de todas nuestras acciones. De hecho, es el Amor una palabra, una idea, tan poderosa que a menudo se funde con Dios y no es posible diferenciar a la una de la otra.
Fue el Amor divino el que concibió la Creación, no puede ser de otra manera. Cuando observamos la mirada de aquel al que amamos, cuando vemos al Himalaya elevarse hasta rozar el cielo, cuando vemos un cerezo florecer, cuando nos sorprende el alba y tiñe el mundo de color, cuando besamos a una mujer hermosa, cuando vemos la sonrisa de un niño, cuando el arte hace brotar a las lagrimas, cuando un perro nos demuestra su lealtad incondicional, cuando observamos al águila volar, cuando vemos la capacidad de superación del hombre, cuando la luz plateada de la luna llena ilumina un valle, cuando en lo alto de un risco nos observa orgulloso un rebeco, cuando una madre amamanta a su hijo, cuando el otoño nos deleita con su particular oda al color, cuando la nieve pinta el mundo de blanco, cuando la primavera se apodera de nuestras alamas y cuando a la noche de verano se le cae una estrella fugaz, entendemos que la Creación es puro Amor. Por lo tanto, si aspiramos a ser expresiones dignas de Dios, a, en un nuestra capacidad creadora, acercarnos a Él, debemos hacerlo a través del Amor.
No es ningún accidente fortuito el título de este ensayo. Convirtamos nuestra existencia en un templo, en una Catedral. Hagamos de nuestras vidas una celebración de Dios, en cada instante, en cada acción, en cada poesía, en cada Creación.

A.M.B.

Abril de 2011


   



   







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