Apolo
y Dafne
Gian
Lorenzo Bernini
Con todo quien
persigue, ayudado por las alas del amor
es más rápido, no
da tregua, acosa la espalda de la fugitiva,
echa su aliento
por los cabellos derramados por el cuello.(…)”[1]
Apolo envalentonado y crecido tras
derrotar a Pitón, peca de soberbia ante Cupido. El niño dios, travieso e
impredecible, le da una lección. Lanza dos flechas, una dorada y otra de plomo;
la una atrae el amor la otra lo ahuyenta. La una atraviesa a Apolo la otra a Dafne.
Es Dafne hija de Peneo, dios río. Está
huye del amor, y su padre, priorizando los deseos de su hija por encima de los
propios, accede a dejarla permanecer virgen, renunciando a su propia
descendencia. El padre no duda, tal es el amor de un padre por su hija.
Mas tanta belleza, no pasa
inadvertida ante Apolo que pasea por ahí enfermo de amor. Ella huye, con su
determinación de permanecer virgen fortalecida, aún más si cabe, por la flecha
de plomo de Cupido. Él, igual que un pavo real que abre la cola, enumera sus
cualidades; su alta alcurnia, su valía, su soberanía sobre la poesía y la
medicina. Su vanidoso despliegue no surge el efecto esperado.
Empieza a correr la ninfa, a
los ojos de Apolo se torna aún más bella, el viento que sopla en contra suyo la
desnuda, el vestido se ciñe a su cuerpo y sus cabellos bailan en su dirección:
invitándole, cautivándole. Arde en su interior el fuego de la pasión con aún
más fuerza. La persigue como el galgo que persigue a la liebre, la roza con su
hocico, ella logra escapar, pero por fin agotada es apresada por Apolo. En un
clamor desesperado ruega a su padre que la ayude, liberándola de su forma, que
es objeto de deseo. Entonces su pelo se transforma en hojas, sus brazos en
ramas, su piel en corteza y sus pies en pesadas raíces.
"(...) Aún así la ama Febo,
y colocando su diestra en el tronco
siente todavía temblar su pecho debajo de la nueva corteza,(...)"[2]
siente todavía temblar su pecho debajo de la nueva corteza,(...)"[2]
Tampoco así se deja querer
Penea, ya transformada en Dafne, y Apolo admitiendo su frustración, con la miel
en los labios, decide adornar su cabellera, su cítara y su aljaba, con las
hojas de ésta. Rindiéndole homenaje eterno a aquella que le deniega su flor.
Sería la primera de las muchas frustraciones amorosas de Apolo.
El momento que decide plasmar
Gian Lorenzo Bernini para su escultura es muy representativo por varias
razones. En primer lugar por tratarse del momento álgido de la historia, el
éxtasis. A Bernini la historia le ha erigido como uno de los padres del barroco,
fue él uno de los primeros en ensalzar la teatralidad en su obra, en buscar la
emoción en todo aquel que se exponga a ella. No sirven ya los momentos previos,
ni los posteriores. Pierden los personajes sus miradas perdidas y serenas,
típicas del renacimiento, para dar paso a personajes mucho más expresivos, que
no inducen al pensamiento sino que a la emoción. No esconden ideas; sino
pasiones, tristezas, alegrías, dolor. El heredero de Miguel Ángel consigue así
superar al maestro, reencarnándose en él el verdadero espíritu del Laocoonte.
Queda atrás el Manierismo, empieza el Barroco.
La segunda razón por la que
escoge ese momento del relato es clara indicación de la absoluta genialidad de
Bernini. La escultura, como expresión artística, trata de convertir la piedra
inanimada, en materia animada. Se busca que la quietud del mármol exprese una
acción. En este caso, en una sublime paradoja, la acción representada en el
mármol es la de una ninfa que se torna en árbol. Un ser animado en movimiento,
en el preciso instante en que en su determinación por mantener su promesa de
virginidad; se transforma en un ente quieto, sin principio de movimiento, al
que solo pueden mover ya los elementos.
Poesía.
También merece el virtuosismo
de Bernini con el cincel, todo elogio al que alcance la palabra; que anda
siempre limitando al sentimiento. Las sandalias de Apolo. Los cuerpos de ambos,
tan reales que uno siente el impulso de abrazar a Dafne, y consolarla hasta que
se le pase el susto; entendiendo a la vez que hacerlo derivaría en un estado
paralelo al que sufre Apolo. El rizado pelo del uno, y la suelta melena de la
otra, que ya luce hojas de laurel; ambos en movimiento. La tela que cubre la
desnudez del uno, y la corteza que avanza haciendo lo propio con la de la otra.
El uno presenta una expresión de deseo y desenfreno en los ojos, embriaguez que
le impide ver, la mirada perdida y cegada por las llamas de la pasión. Los ojos
de la otra hablan de miedo y desesperación; entornados claman al cielo. La
ligera sonrisa de Apolo, el grito ahogado en la boca de Dafne. La mano que
llega instantes tarde, encontrando corteza donde ansiaba encontrar carne.
Desde cada ángulo que se
observa, el momento es narrado de forma diferente aunque siempre con maestría.
Expandiendo así la escultura y su capacidad de impacto. Asegurándose llegar a
cualquier persona que se postre ante ella. Se compone con dos diagonales en
curva, próximas entre sí pero que jamás llegarán a unirse, ni a cruzarse.
El virtuosismo y la devoción
religiosa de Bernini, le convirtieron en principal artista de la Roma de los
Papas. Por aquel entonces todavía no había nacido Murphy, y el destino colocó a
la persona adecuada, en el sitio adecuado y en el momento adecuado. Es así de
generosa y magnánima a veces la historia con nosotros. Urbano VIII le declaro
“Arquitecto de Dios”, ni más ni menos. Y recayó sobre sus hombros la
responsabilidad de representar el triunfo de la Iglesia, de la contrarreforma,
en proyectos que no escatimaban recurso alguno. Roma se convirtió entonces en
el bloque de mármol de Bernini, en su papel en blanco, en su lienzo.
La obra de Bernini representaba
a la perfección los valores de la contrarreforma. Su uso de la luz como
metáfora de lo divino elevaba sus creaciones ahí donde las quería el Papado; a
la vez que ensalzaba el dramatismo de sus obras. Su arte era fiel reflejo y
celebración del amor de Dios por los hombres, del triunfo del bien. ¿Quién
podía dudar de una Iglesia que promoviese tan sublimes expresiones de lo
divino? Expresiones que conseguían capturar la misma esencia del amor de Dios
por los hombres, de la creación.
Algo pasó en el Barroco.
En el Renacimiento el Arte
vuelve a nacer tras siglos de ausencia. Si dibujásemos un paralelismo entre la
vida del arte moderno y la de un hombre, el Renacimiento sería la etapa de la
infancia. El Arte era sublime, pero tierno, niño, idealista. Como los brotes de
una encina en primavera, de un color más claro y aún por consolidarse. Se
empezaba a definir como persona pero no había alcanzado la plenitud de la
madurez.
Sería el Barroco entonces el
momento de juventud, el paso de la adolescencia a la madurez. El Barroco rebosa
vigor, energía, creatividad. En todas las artes el Barroco supone un salto
cualitativo. Se abre el capullo y da paso a la flor. Surge un interés general
por las artes, antes mucho más excluidas a ciertas esferas. Surgen más y más
artistas. Esto crea una sana competencia. Todo artista busca ser excelso,
potenciar su virtuosismo, sacar a relucir su ingenio; destacar. El arte
redescubrió muchas cosas en el Renacimiento, en el barroco las desarrolla.
Esta competencia entre
artistas, deriva muchas veces en obras recargadas, se pierde el equilibrio a la
hora de componer, el silencio. Algo muy propio en los jóvenes. El equivalente
en la cultura contemporánea musical sería el célebre: “We want the world and we want it now” - de Jim Morrison.
No obstante, en aquellos
artistas que realmente habían sido tocados por la varita, aquellos rayos
eternos que iluminaron a la humanidad y que lo seguirán haciendo siempre, en
ellos, el Barroco fue la tierra más fértil en la que pudo crecer su obra.
A.M.B.
Mayo de 2011
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