domingo, 3 de marzo de 2013

La Primavera



La Primavera




De nuevo en Florencia. De nuevo en la ciudad de los Medici. No creo que me canse nunca de volver a la Capital Toscana. Esa que fue cuna del Renacimiento, la misma que redescubrió a Platón, aquella dividida por el rio Arno, repleta de encantadoras y magníficas plazas;  Santo Croce, La Signoría, Santo Spiritu, la del Duomo… Desde la primera vez que la vi, supe que inevitablemente sería una parte de mi vida.
Cuando la carretera es tu vida, tu hogar se divide en muchos trozos y se esparce por el mundo. En ningún sitio estás verdaderamente en casa pero te sientes en casa en muchos. En mi caso Florencia era una de estas, con Berlín, Calcuta, Damasco, El Cairo, Estambul, Praga, Buenos Aires... En todas ellas conozco a gente, me quedo siempre en el mismo lugar, y sobretodo tengo planes que siempre repito al llegar, sin importarme cuan corta sea mi estancia. En el caso de Florencia, son dos; ir a comer a la “Trattoria della Spada” e ir a ver “La Primavera” al Ufizi.
La “Trattoria della Spada” se encuentra en la Via della Spada, entre anticuarios. La cocina italiana me parece malísima, cierto que utilizan la mejor materia prima y que ponen amor en todos sus platos. Sin embargo, es repetitiva hasta la saciedad, uno acaba cansadísimo de la combinación pizza-pasta, pasta-pizza. Probablemente los italianos tengan el mejor marketing posible, ya que en el mundo entero la gente relaciona la comida italiana con comer bien. Incluso el prosciutto tiene mucho más renombre internacional que el jamón. Lo único que le echo en cara a la “Bella Italia” es su gastronomía. Es por eso que al llegar a Firenze ya tengo mesa reservada en la Trattoria della Spada para ir a comer ribollita.
La ribollita es la versión fiorentina del minestrone. Un plato absolutamente campechano y de origen humilde. Una de esas sopas que como la sopa de tomate andaluza, no parecen sopa. Lleva verduras, legumbres y pan. El mencionado restaurante ha ganado el premio a la mejor ribollita de Italia cada año la última década. El secreto; cada mañana viene la madre del dueño, “la nona”, a prepararla. Hay cierto tipo de plato que siempre está mejor guisado por una “nona” que por el mejor de los chefs, este es uno de ellos. En la Trattoria ya me conocen y al llegar me reciben con sonoros: 
 -Paco, benvenutti, ribollita come sempre?
A lo que yo respondo como por inercia:
-E che altro poteva mangiare, Luigi?
La ribollita representa para mí un oasis en el desierto gastronómico italiano.
Comprendo que ir a la galería Ufizi no es siempre una experiencia agradable. Las colas se hacen larguísimas y llegan a eternizarse cuando te toca entre jóvenes y ruidosos americanos con comentarios como:
-Oooh my gawd! Have you tried the gelato here? It’s so expensive but worth it, specially the chocolate one. Can’t say the same about pizza, it just ain’t as good as the pies in Jersey, it’s the crust you see, it ain’t thick enough.
-Oooh my gawd, totally! And what about the topping? They never use enough cheese…
Francamente, uno se plantea si vale la pena. Sin embargo, más sabe el diablo por viejo que por sabio, y yo tengo mi truco. El Ufizi cierra a las 19.30, a partir de las 17.00 ya no hay colas, y hay mucha menos gente. Por lo que si vas por la tarde, aunque sea en temporada alta, te ahorras las colas y puedes disfrutar de los cuadros en relativa calma. En mi caso del cuadro.
Puede parecer extraño el ir a uno de los museos más importantes del mundo a ver tan solo un cuadro, pero el resto ya los he visto y con La Primavera de Botticelli tengo una relación especial. Si pudiese tener cualquiera de las grandes obras del arte internacional en mi casa, tendría está.
Para aquellos que no hayan visto el cuadro, se trata de un Jardín en plena efervescencia de la primavera, se han reconocido hasta 190 especies de flores diferentes en él. En el centro, dominando la imagen se encuentra Venus, la Diosa del amor, de la belleza y la fertilidad, todas ellas cualidades que parecen ser el combustible de la primavera. Si la primavera tuviese venas, serían estas tres cualidades las que corriesen por ellas.
A su izquierda se encuentra Céfiro, el Dios viento, que persigue encelado a la ninfa Clorís, quien exhala flores por la boca. Cuenta la leyenda que la poseyó por la fuerza. Después sintiéndose culpable le regalo un jardín hermoso en el que siempre reina la primavera, y la convirtió en Flora, la Diosa de las flores, los jardines y la primavera. A la derecha de ambos, encontramos a esta última, con porte digno y ataviada de un vestido floral que deja entrever que está esperando. Así consigue Botticelli desarrollar la historia en un mismo cuadro, Clorís toca a Flora con la mano, como si supiese de su destino.
Directamente encima de Venus se encuentra al travieso Cupido, dios del amor carnal, del deseo. Está con su arco tensado, apuntando a las tres gracias que se encuentran a la derecha de Venus. Estas parecen no querer nada con él ya que le dan la espalda y se las puede observar como ensimismadas en el baile, casi flotando, cogidas de la mano.
Por último, a la izquierda de todo se encuentra Mercurio, el mensajero, dando constancia a los Dioses de la escena que está teniendo lugar.
Todas y cada una de las figuras tiene un aire melancólico, son altas, bellas y esbeltas. El horizonte está demasiado alto por lo que crea una perspectiva no creíble y produce la sensación de que flotan los personajes, dotando a la escena de un aire divino. Dicen que Botticelli, en su búsqueda de la Belleza olvido premeditadamente algunas de las reglas pictóricas que trabajaban sus contemporáneos; sacrifica la perspectiva en pro de la belleza.
La magia del arte está en que nos eleva y nos hace sentir emociones que en algunos casos serían inaccesibles de cualquier otra forma, o en otros, sentimos hace mucho tiempo. En mi caso, con “La Primavera”, vuelvo a sentir todo lo que sentí en el tiempo que compartí con María.
María nació muerta.
El parto se complicó, y su madre estuvo cerca de morir también. Su padre un indio cristiano de Bombay, al ver las complicaciones del parto pregunto por la capilla del Hospital. Al llegar a ella se encontró con una imagen de la Virgen, a la que rogo por la vida de su mujer y de la hija que estaba por llegar. Rezo con fervor. Mientras, en el quirófano, María vio la luz, o mejor dicho, no la vio. La enfermera colocó el cadáver de la niña en una mesa ya que ésta no respiraba, y fue a atender a la madre. De repente la madre, se estabilizó. Cuando la enfermera se giró a ver a la niña muerta la encontró con los ojos abiertos, respirando, y sin llorar. De ahí que su padre la llamase María.
Recuerdo perfectamente la primera vez que la vi, fue en Goa, a mediados de Septiembre, cuando las lluvias del monzón son todavía frecuentes y ahuyentan a los turistas. Yo estaba en un restaurante de la playa, llovía. De repente me di la vuelta y ella entró por la puerta. Llevaba sari. Era alta y esbelta, como la Venus del cuadro. Su negro pelo, que le llegaba hasta la cintura, lo llevaba en una trenza, cada una de esas gruesas hebras rebosaba vida, como solo lo hacen las hebras del pelo de las indias. Tenía una figura de ensueño, sus pechos eran generosos sin caer en la vulgaridad y sus piernas largas. Su vientre era plano y tenso. Tenía la boca grande, enmarcada por unos labios carnosos que me sonreían, y los dientes blancos y perfectos, como parecen serlo todos en el sub-continente. Su piel era morena y aterciopelada, del color del caramelo. Tenía los hombros anchos, elegantes, gráciles.
Sin embargo fueron sus ojos los que me cautivaron. Aún lo hace el recuerdo de ellos. Eran grandes y de forma almendrada. Del color de la miel. Profundos y a la vez penetrantes. Mágicos. Había momentos en los que al mirarlos sentía que eran una espiral que me atrapaba. Me perdía en ellos y cada tanto me preguntaba si sería capaz de encontrar la salida; no me importaba, yo era feliz ahí. Otras veces, al mirarlos, sentía que eran ellos los que me miraban a mí. Se colaban en mi alma y paseaban a placer por ella, sabía que no había nada que pudiera esconder de ellos; no era posible tener secretos con María.
Se sentó a mi lado y me dijo:
-I knew we was gonna meet today – en un marcado acento cockney de lo más sorprendente. Casi me sorprendió más el acento que la afirmación.
Fue el primer y último día que la vi vestida de sari, así lo quiso el destino. Oír un acento del sur de Londres salir de tan india boca me dejo descolocado. Me explicó que su padre era indio y su madre inglesa, que había crecido en Londres y está era su segunda visita a la India. Llevaba once meses, yo siete.
Durante la siguiente semana no nos separamos ni un instante. Hasta que un día por la mañana desperté para encontrarla en la puerta de la habitación, vestida y con el macuto preparado.
-I’m off – me dijo – we’ll meet again soon, don’t worry.
-But where? Now? Why? – le respondí.
-Too many people, I need nature. Don’t worry we shall be reunited soon enough.
Se metió conmigo en la cama, me abrazó, me besó la mejilla y se marchó. Yo me quede soñoliento, confundido y contrariado en la cama. No sé muy bien por qué, pero la creí. Tenía la certeza de que la vería de nuevo. Daba igual que en la India hubiesen mil cien millones de personas, o que el sub-continente fuese del tamaño de casi toda Europa, sabía que la volvería a ver.
En toda esta semana no me había separado de ella. Hablamos y hablamos, nos abrazamos, dormimos juntos, nos miramos a los ojos ratos eternos; pero nunca pasó nada sexual entre nosotros. Me sorprendió mucho, ya que por aquel entonces para mí la vida era sexo, drogas y rock&roll. También leía, escribía y pensaba, pero mis tres gracias personales siempre andaban danzando a mi alrededor. En toda esa semana con María nunca había pensado en sexo. ¿Por qué? Me preguntaba sintiendo la soledad de su ausencia.
Ya empezaban a llegar turistas, abrían bares cada noche y se paseaban niñas en minifalda. Tras siete meses en la India me chocó mucho tal panorama occidentalizado. Como era mi primera vez en Goa decidí quedarme y vivir “the goa experience”. Dos noches después se celebraba una “full moon party”, y yo me la quería pegar. Fui a la fiesta y tomé una gota de LSD. En algún lugar de los muchos que recorrí en mi travesía psicodélica, conocí a una hippie francesa muy guapa, de origen árabe. Creo recordar que se llamaba Zaida. Acabamos en la cama y no salimos en dos días. Al amanecer del tercero me sentí asqueado por la “goa experience”. Ya he estado en una “full moon party”, ya he tomado ácido en Goa, y ya me he acostado con una chica. No había venido a India a llevar esta vida, me vestí, reuní mis cosas, y me despedí de Zaida sin falsas promesas:
-Hey, we had a great time, free love. See you around, if Fortune decides it be so. – Le dije. No creo que le importase demasiado. Ya llegarían más viajeros libertinos, caraduras y con rastas; con los que podría ligar. Goa está llena de tales personajes.
Así pues, de nuevo estábamos solos, mi dedo pulgar y yo. Me encanta hacer dedo porque nunca sabes dónde vas a terminar, es como la vida. Hacer dedo en la India es maravilloso, y muy lento también. Tardan muy poco en cogerte, los indios son de naturaleza curiosa y cuando ven a un hombre enorme, con pintas raras, pelo de sadhu, y cara más blanca de lo habitual, su reacción inmediata es parar e invitarte a subir.
Paran sobretodo los camiones, los Tata, que son lo que más abunda en la carretera india. Son preciosos, llenos de colorido, dibujos de pajaritos, y representaciones de los Dioses. Por la noche se iluminan con luces multicolor, no solo por delante y por detrás, sino todo ellos. Hasta sus bocinas son divertidas, emiten las melodías de las canciones de Bollybood que más de moda están en el momento. Su velocidad máxima es de 45 km/h y cuando van cuesta arriba los más veloces rozan los 10 km/h. A este ritmo, haces de media en un día 200 km. A mí no me importaba, ya que las cabinas eran cómodas, tenían hasta una cama, que los indios siempre te ceden haciendo alarde de su hospitalidad. Nunca faltaba chai.
Me habían hablado de Gokarna, un pueblo brahmán, entre la desembocadura de dos ríos rodeado por playas bonitas y aún vírgenes. Estaba en Karnataka, al sur de Goa. Tras tres días, 8 Tatas y un Honda pequeñito que tenía hasta DVD instalado, llegué. Era de noche. El cielo estaba estrellado y al levantar la mirada vi una estrella fugaz que caía hacia el sur. Pregunte a la primera persona que encontré si había playas en esa dirección:
-Om Beach – me dijo en un encantador acento indio - I take you with my tuc-tuc. No problem, only 25 rupees.
-No thanks, I’ll walk.
-Now very dangerous, night time no good for walking around, many chita around here. Better I take you, 20 rupees, ok.
-I’ll take my chances, but thanks. Namaste bai.
No estaba dispuesto a pagar ahora después de haberme pegado tres días haciendo dedo. Así que entre temeroso, y orgulloso, me lancé al camino. La noche era oscura. Tras la luna llena, la luna siempre sale tarde por lo que me cubría un manto de estrellas pero no veía nada. Saliendo del pueblo encontré a un niño que de nuevo me recordó el peligro de las chitas. Me dijo que a Om beach había por lo menos cuarenta minutos y que siguiese el camino.
Por fin llegue, anduve por la playa que tenía forma de Om, de ahí el nombre. Era bastante larga. Al llegar a la punta del Om vi una figura que me observaba desde la oscuridad:
-I told you we would meet soon enough, didn’t I? I was waiting for you.
Magia.
En aquel entonces no me sorprendió, si algo tiene la India es magia. Nos abrazamos, y durante un rato no hablamos. Esa noche dormimos bajo las estrellas, y al despertar decidimos marchar a otra playa, una que llamaban “Paradise beach”. Era aún más remota y nos habían dicho que ahí no había nada construido. Se nos unieron un alemán muy salado llamado Christoff, y un inglés llamado Rohan que hablaba como un lord Victoriano. Era divertidísimo el contraste entre el acento de María con sus “init’s” y los “jolly good’s” de Rohan. Éramos un grupo de lo más variado y variopinto.
Christoff andaba metido en una terapia de baile que consistía en expresarlo todo a través del baile. En cualquier momento del día se arrancaba a bailar, y lo hacía de una forma totalmente estrambótica. Rohan era un gourmet. A pesar de vivir en una playa aislada y cocinar con fuego de hoguera, cada día nos deleitaba con platos exquisitos. Una vez por semana iba al pueblo y compraba provisiones. Cada día al despertarse decidía que iba a cocinar. Cocinaba de miedo. Yo me ocupaba de la leña y escribía poesía. Y María… María nos inspiraba a todos, embellecía el campamento, nos deleitaba con su simple presencia. Se dedicaba a encontrar tesoros de la naturaleza y a decorar nuestro hogar, era la feminidad necesaria, nuestra madre y nuestra amante, la madre tierra personificada.
Durante un mes y medio, vivimos así; felices. Los días pasaban y nosotros los pasábamos desnudos, charlando, tocando música, escribiendo, cocinando, volando. De vez en cuando llegaba algún intrépido mochilero de paseo. Casi siempre se asustaban, ninguno se quiso quedar. Nos creíamos niños perdidos en el país de Nunca jamás.
Cada noche dormía con María, apartado del resto. Estaba profundamente enamorado de ella. Sin embargo era un amor diferente a cualquiera que hubiera conocido antes. Nunca tuvimos ningún tipo de interacción sexual. Me sorprendía dormirme abrazado a ella y no sentir ningún ápice de deseo carnal. Muchas veces pensaba en ello, de forma racional. No entendía por qué no hacíamos el amor, ni por qué no tenía erecciones cuando dormíamos juntos. Nunca lo hablamos, se daba por hecho. Me daba cuenta de que toda la energía que hubiera destinado a ello se volcaba ahora en mi poesía. Escribía más y mejor que nunca hasta entonces.
Así, poco a poco, María me enseñó a amar. No era el amor algo posesivo, no era el amor algo carnal. El amor es el encuentro de dos almas en un lugar elevado, se miran a los ojos, y bailan al ritmo de las melodías de la flauta de Krishna. Crecen juntos, se ayudan a desarrollarse como personas, se dan y no esperan nada a cambio.
Existen muchos tipos de amor, y hasta entonces yo lo relacionaba tan sólo con el embriagador amor carnal, con el amor del tipo: “te quiero porque me haces muy feliz”, “me completas, eres mi media naranja”, “estaba perdido hasta que te encontré”, “no puedo vivir sin ti”… y demás tópicos utilizados en las canciones de amor para quinceañeras.
Se trataba de crear algo juntos. De unirse pero mantenerse separados. De crecer juntos pero también individualmente. Del encuentro entre dos personas fuertes e independientes cuyo amor, como el amor de Venus, hace que crezcan las flores. Es el amor fuente de creación, no de posesión, ni de dependencia. Como dijo el poeta:
“(…) Amaos el uno al otro pero no hagáis del amor una traba:
Que sea más bien un mar bullente entre vuestras almas.
Llenaos las copas el uno al otro, pero no bebáis de una sola copa.
Compartid vuestro pan, pero no comáis de la misma rebanada.
Bailad y cantad juntos y sed alegres; pero permaneced cada uno solo al igual que las cuerdas de laúd están separadas y, sin embargo vibran con la misma armonía.
Dad vuestro corazón pero no lo entreguéis en custodia.
Ya que solo la mano de la Vida puede guardar vuestros corazones.
Vivid juntos, pero tampoco demasiado próximos; ya que los pilares del templo se erigen a distancia, y el roble y el ciprés no crecen a la sombra uno del otro.”
Al no descender al mundo físico, el amor mantenía su pureza, no se vulgarizaba. No concediéndome aquello que yo ansiaba, María consiguió hacerme ver que el amor era algo divino, no terrenal. Esto no quería decir que no pudiese expresarse físicamente pero entonces yo necesitaba esta lección. Necesitaba ver la idea universal, imperecedera, incorruptible, perfecta del amor; en su total pureza.
Me costó mucho entenderlo, a pesar de que mi corazón sentía que era lo correcto, mi cabeza discrepaba. Sentía mi virilidad amenazada, como si tuviese que demostrar mi masculinidad ante ella, ante el mundo. María era, sin lugar a duda, la mujer más hermosa que había conocido. Me encantaba hacer el amor. ¿Por qué entonces había el destino metido una mujer así en mi cama para luego no dejarme gozar de ella?
Recuerdo claramente el momento en que lo entendí. Fue una mañana en que durmiendo, soñé un verso. Despertándome, se completo la poesía:
“Duermo,
un verso me despierta;
…¿y qué importa que mis besos no aniden en tu boca?
Abro los ojos,
te veo;
si al despertarme tus largas pestañas casi me tocan.
Eres muchas cosas
pero en mi ilusión,
eres poesía pura.”





A.M.B.

Abril de 2011






2 comentarios:

  1. he disfrutado mucho. un abrazo <3

    ResponderEliminar
  2. Gracias a ti Alehop. Lo escribí hace tiempo y estaba aún más verde que ahora, pero es honesto, que es lo más importante.

    ResponderEliminar