La Primavera
De nuevo en Florencia. De nuevo en la ciudad
de los Medici. No creo que me canse nunca de volver a la Capital Toscana. Esa
que fue cuna del Renacimiento, la misma que redescubrió a Platón, aquella
dividida por el rio Arno, repleta de encantadoras y magníficas plazas; Santo Croce, La Signoría, Santo Spiritu, la
del Duomo… Desde la primera vez que la vi, supe que inevitablemente sería una
parte de mi vida.
Cuando la carretera es tu vida, tu hogar se
divide en muchos trozos y se esparce por el mundo. En ningún sitio estás
verdaderamente en casa pero te sientes en casa en muchos. En mi caso Florencia
era una de estas, con Berlín, Calcuta, Damasco, El Cairo, Estambul, Praga,
Buenos Aires... En todas ellas conozco a gente, me quedo siempre en el mismo
lugar, y sobretodo tengo planes que siempre repito al llegar, sin importarme
cuan corta sea mi estancia. En el caso de Florencia, son dos; ir a comer a la “Trattoria
della Spada” e ir a ver “La Primavera” al Ufizi.
La “Trattoria della Spada” se encuentra en la
Via della Spada, entre anticuarios. La cocina italiana me parece malísima,
cierto que utilizan la mejor materia prima y que ponen amor en todos sus
platos. Sin embargo, es repetitiva hasta la saciedad, uno acaba cansadísimo de
la combinación pizza-pasta, pasta-pizza. Probablemente los italianos tengan el
mejor marketing posible, ya que en el mundo entero la gente relaciona la comida
italiana con comer bien. Incluso el prosciutto tiene mucho más renombre
internacional que el jamón. Lo único que le echo en cara a la “Bella Italia” es su gastronomía. Es por
eso que al llegar a Firenze ya tengo mesa reservada en la Trattoria della Spada
para ir a comer ribollita.
La ribollita es la versión fiorentina del
minestrone. Un plato absolutamente campechano y de origen humilde. Una de esas
sopas que como la sopa de tomate andaluza, no parecen sopa. Lleva verduras,
legumbres y pan. El mencionado restaurante ha ganado el premio a la mejor
ribollita de Italia cada año la última década. El secreto; cada mañana viene la
madre del dueño, “la nona”, a
prepararla. Hay cierto tipo de plato que siempre está mejor guisado por una “nona” que por el mejor de los chefs,
este es uno de ellos. En la Trattoria ya me conocen y al llegar me reciben con
sonoros:
-Paco,
benvenutti, ribollita come sempre?
A lo que yo respondo como por inercia:
-E che
altro poteva mangiare, Luigi?
La ribollita representa para mí un oasis en el
desierto gastronómico italiano.
Comprendo que ir a la galería Ufizi no es
siempre una experiencia agradable. Las colas se hacen larguísimas y llegan a
eternizarse cuando te toca entre jóvenes y ruidosos americanos con comentarios
como:
-Oooh my gawd! Have you tried the gelato
here? It’s so expensive but worth it, specially the chocolate one. Can’t say
the same about pizza, it just ain’t as good as the pies in Jersey, it’s the
crust you see, it ain’t thick enough.
-Oooh my gawd, totally! And what about the
topping? They never use enough cheese…
Francamente, uno se plantea si vale la pena.
Sin embargo, más sabe el diablo por viejo que por sabio, y yo tengo mi truco.
El Ufizi cierra a las 19.30, a partir de las 17.00 ya no hay colas, y hay mucha
menos gente. Por lo que si vas por la tarde, aunque sea en temporada alta, te
ahorras las colas y puedes disfrutar de los cuadros en relativa calma. En mi
caso del cuadro.
Puede parecer extraño el ir a uno de los
museos más importantes del mundo a ver tan solo un cuadro, pero el resto ya los
he visto y con La Primavera de Botticelli tengo una relación especial. Si
pudiese tener cualquiera de las grandes obras del arte internacional en mi
casa, tendría está.
Para aquellos que no hayan visto el cuadro, se
trata de un Jardín en plena efervescencia de la primavera, se han reconocido
hasta 190 especies de flores diferentes en él. En el centro, dominando la
imagen se encuentra Venus, la Diosa del amor, de la belleza y la fertilidad,
todas ellas cualidades que parecen ser el combustible de la primavera. Si la
primavera tuviese venas, serían estas tres cualidades las que corriesen por
ellas.
A su izquierda se encuentra Céfiro, el Dios
viento, que persigue encelado a la ninfa Clorís, quien exhala flores por la
boca. Cuenta la leyenda que la poseyó por la fuerza. Después sintiéndose
culpable le regalo un jardín hermoso en el que siempre reina la primavera, y la
convirtió en Flora, la Diosa de las flores, los jardines y la primavera. A la
derecha de ambos, encontramos a esta última, con porte digno y ataviada de un
vestido floral que deja entrever que está esperando. Así consigue Botticelli
desarrollar la historia en un mismo cuadro, Clorís toca a Flora con la mano,
como si supiese de su destino.
Directamente encima de Venus se encuentra al
travieso Cupido, dios del amor carnal, del deseo. Está con su arco tensado,
apuntando a las tres gracias que se encuentran a la derecha de Venus. Estas
parecen no querer nada con él ya que le dan la espalda y se las puede observar
como ensimismadas en el baile, casi flotando, cogidas de la mano.
Por último, a la izquierda de todo se
encuentra Mercurio, el mensajero, dando constancia a los Dioses de la escena
que está teniendo lugar.
Todas y cada una de las figuras tiene un aire
melancólico, son altas, bellas y esbeltas. El horizonte está demasiado alto por
lo que crea una perspectiva no creíble y produce la sensación de que flotan los
personajes, dotando a la escena de un aire divino. Dicen que Botticelli, en su
búsqueda de la Belleza olvido premeditadamente algunas de las reglas pictóricas
que trabajaban sus contemporáneos; sacrifica la perspectiva en pro de la
belleza.
La magia del arte está en que nos eleva y nos
hace sentir emociones que en algunos casos serían inaccesibles de cualquier
otra forma, o en otros, sentimos hace mucho tiempo. En mi caso, con “La
Primavera”, vuelvo a sentir todo lo que sentí en el tiempo que compartí con
María.
María nació muerta.
El parto se complicó, y su madre estuvo cerca
de morir también. Su padre un indio cristiano de Bombay, al ver las
complicaciones del parto pregunto por la capilla del Hospital. Al llegar a ella
se encontró con una imagen de la Virgen, a la que rogo por la vida de su mujer
y de la hija que estaba por llegar. Rezo con fervor. Mientras, en el quirófano,
María vio la luz, o mejor dicho, no la vio. La enfermera colocó el cadáver de
la niña en una mesa ya que ésta no respiraba, y fue a atender a la madre. De repente
la madre, se estabilizó. Cuando la enfermera se giró a ver a la niña muerta la
encontró con los ojos abiertos, respirando, y sin llorar. De ahí que su padre
la llamase María.
Recuerdo perfectamente la primera vez que la
vi, fue en Goa, a mediados de Septiembre, cuando las lluvias del monzón son
todavía frecuentes y ahuyentan a los turistas. Yo estaba en un restaurante de
la playa, llovía. De repente me di la vuelta y ella entró por la puerta.
Llevaba sari. Era alta y esbelta, como la Venus del cuadro. Su negro pelo, que
le llegaba hasta la cintura, lo llevaba en una trenza, cada una de esas gruesas
hebras rebosaba vida, como solo lo hacen las hebras del pelo de las indias.
Tenía una figura de ensueño, sus pechos eran generosos sin caer en la
vulgaridad y sus piernas largas. Su vientre era plano y tenso. Tenía la boca
grande, enmarcada por unos labios carnosos que me sonreían, y los dientes
blancos y perfectos, como parecen serlo todos en el sub-continente. Su piel era
morena y aterciopelada, del color del caramelo. Tenía los hombros anchos,
elegantes, gráciles.
Sin embargo fueron sus ojos los que me
cautivaron. Aún lo hace el recuerdo de ellos. Eran grandes y de forma almendrada.
Del color de la miel. Profundos y a la vez penetrantes. Mágicos. Había momentos
en los que al mirarlos sentía que eran una espiral que me atrapaba. Me perdía
en ellos y cada tanto me preguntaba si sería capaz de encontrar la salida; no me
importaba, yo era feliz ahí. Otras veces, al mirarlos, sentía que eran ellos
los que me miraban a mí. Se colaban en mi alma y paseaban a placer por ella,
sabía que no había nada que pudiera esconder de ellos; no era posible tener
secretos con María.
Se sentó a mi lado y me dijo:
-I knew
we was gonna meet today – en un marcado acento cockney de lo más
sorprendente. Casi me sorprendió más el acento que la afirmación.
Fue el primer y último día que la vi vestida
de sari, así lo quiso el destino. Oír un acento del sur de Londres salir de tan
india boca me dejo descolocado. Me explicó que su padre era indio y su madre
inglesa, que había crecido en Londres y está era su segunda visita a la India.
Llevaba once meses, yo siete.
Durante la siguiente semana no nos separamos
ni un instante. Hasta que un día por la mañana desperté para encontrarla en la
puerta de la habitación, vestida y con el macuto preparado.
-I’m off – me dijo – we’ll meet again soon,
don’t worry.
-But where? Now? Why? – le respondí.
-Too many people, I need nature. Don’t worry
we shall be reunited soon enough.
Se metió conmigo en la cama, me abrazó, me besó
la mejilla y se marchó. Yo me quede soñoliento, confundido y contrariado en la
cama. No sé muy bien por qué, pero la creí. Tenía la certeza de que la vería de
nuevo. Daba igual que en la India hubiesen mil cien millones de personas, o que
el sub-continente fuese del tamaño de casi toda Europa, sabía que la volvería a
ver.
En toda esta semana no me había separado de
ella. Hablamos y hablamos, nos abrazamos, dormimos juntos, nos miramos a los
ojos ratos eternos; pero nunca pasó nada sexual entre nosotros. Me sorprendió
mucho, ya que por aquel entonces para mí la vida era sexo, drogas y
rock&roll. También leía, escribía y pensaba, pero mis tres gracias
personales siempre andaban danzando a mi alrededor. En toda esa semana con
María nunca había pensado en sexo. ¿Por qué? Me preguntaba sintiendo la soledad
de su ausencia.
Ya empezaban a llegar turistas, abrían bares
cada noche y se paseaban niñas en minifalda. Tras siete meses en la India me
chocó mucho tal panorama occidentalizado. Como era mi primera vez en Goa decidí
quedarme y vivir “the goa experience”.
Dos noches después se celebraba una “full
moon party”, y yo me la quería pegar. Fui a la fiesta y tomé una gota de
LSD. En algún lugar de los muchos que recorrí en mi travesía psicodélica,
conocí a una hippie francesa muy guapa, de origen árabe. Creo recordar que se
llamaba Zaida. Acabamos en la cama y no salimos en dos días. Al amanecer del
tercero me sentí asqueado por la “goa
experience”. Ya he estado en una “full
moon party”, ya he tomado ácido en Goa, y ya me he acostado con una chica.
No había venido a India a llevar esta vida, me vestí, reuní mis cosas, y me
despedí de Zaida sin falsas promesas:
-Hey, we had a great time, free love. See you
around, if Fortune decides it be so. – Le dije. No creo que le importase demasiado. Ya
llegarían más viajeros libertinos, caraduras y con rastas; con los que podría
ligar. Goa está llena de tales personajes.
Así pues, de nuevo estábamos solos, mi dedo
pulgar y yo. Me encanta hacer dedo porque nunca sabes dónde vas a terminar, es
como la vida. Hacer dedo en la India es maravilloso, y muy lento también.
Tardan muy poco en cogerte, los indios son de naturaleza curiosa y cuando ven a
un hombre enorme, con pintas raras, pelo de sadhu,
y cara más blanca de lo habitual, su reacción inmediata es parar e invitarte a
subir.
Paran sobretodo los camiones, los Tata, que
son lo que más abunda en la carretera india. Son preciosos, llenos de colorido,
dibujos de pajaritos, y representaciones de los Dioses. Por la noche se
iluminan con luces multicolor, no solo por delante y por detrás, sino todo ellos.
Hasta sus bocinas son divertidas, emiten las melodías de las canciones de
Bollybood que más de moda están en el momento. Su velocidad máxima es de 45
km/h y cuando van cuesta arriba los más veloces rozan los 10 km/h. A este
ritmo, haces de media en un día 200 km. A mí no me importaba, ya que las
cabinas eran cómodas, tenían hasta una cama, que los indios siempre te ceden
haciendo alarde de su hospitalidad. Nunca faltaba chai.
Me habían hablado de Gokarna, un pueblo
brahmán, entre la desembocadura de dos ríos rodeado por playas bonitas y aún
vírgenes. Estaba en Karnataka, al sur de Goa. Tras tres días, 8 Tatas y un
Honda pequeñito que tenía hasta DVD instalado, llegué. Era de noche. El cielo
estaba estrellado y al levantar la mirada vi una estrella fugaz que caía hacia
el sur. Pregunte a la primera persona que encontré si había playas en esa
dirección:
-Om
Beach – me dijo en un encantador acento indio - I take you with my tuc-tuc. No problem, only 25 rupees.
-No thanks, I’ll walk.
-Now very dangerous, night time no good for
walking around, many chita around here. Better I take you, 20 rupees, ok.
-I’ll take my chances, but thanks. Namaste bai.
No estaba dispuesto a pagar ahora después de
haberme pegado tres días haciendo dedo. Así que entre temeroso, y orgulloso, me
lancé al camino. La noche era oscura. Tras la luna llena, la luna siempre sale
tarde por lo que me cubría un manto de estrellas pero no veía nada. Saliendo
del pueblo encontré a un niño que de nuevo me recordó el peligro de las chitas.
Me dijo que a Om beach había por lo menos cuarenta minutos y que siguiese el
camino.
Por fin llegue, anduve por la playa que tenía
forma de Om, de ahí el nombre. Era bastante larga. Al llegar a la punta del Om
vi una figura que me observaba desde la oscuridad:
-I told you we would meet soon enough, didn’t I? I was waiting for you.
Magia.
En aquel entonces no me sorprendió, si algo
tiene la India es magia. Nos abrazamos, y durante un rato no hablamos. Esa
noche dormimos bajo las estrellas, y al despertar decidimos marchar a otra
playa, una que llamaban “Paradise beach”. Era aún más remota y nos habían dicho
que ahí no había nada construido. Se nos unieron un alemán muy salado llamado
Christoff, y un inglés llamado Rohan que hablaba como un lord Victoriano. Era
divertidísimo el contraste entre el acento de María con sus “init’s” y los “jolly good’s” de Rohan. Éramos un grupo de lo más variado y
variopinto.
Christoff andaba metido en una terapia de
baile que consistía en expresarlo todo a través del baile. En cualquier momento
del día se arrancaba a bailar, y lo hacía de una forma totalmente estrambótica.
Rohan era un gourmet. A pesar de vivir en una playa aislada y cocinar con fuego
de hoguera, cada día nos deleitaba con platos exquisitos. Una vez por semana
iba al pueblo y compraba provisiones. Cada día al despertarse decidía que iba a
cocinar. Cocinaba de miedo. Yo me ocupaba de la leña y escribía poesía. Y
María… María nos inspiraba a todos, embellecía el campamento, nos deleitaba con
su simple presencia. Se dedicaba a encontrar tesoros de la naturaleza y a
decorar nuestro hogar, era la feminidad necesaria, nuestra madre y nuestra
amante, la madre tierra personificada.
Durante un mes y medio, vivimos así; felices. Los
días pasaban y nosotros los pasábamos desnudos, charlando, tocando música,
escribiendo, cocinando, volando. De vez en cuando llegaba algún intrépido
mochilero de paseo. Casi siempre se asustaban, ninguno se quiso quedar. Nos
creíamos niños perdidos en el país de Nunca jamás.
Cada noche dormía con María, apartado del
resto. Estaba profundamente enamorado de ella. Sin embargo era un amor
diferente a cualquiera que hubiera conocido antes. Nunca tuvimos ningún tipo de
interacción sexual. Me sorprendía dormirme abrazado a ella y no sentir ningún
ápice de deseo carnal. Muchas veces pensaba en ello, de forma racional. No
entendía por qué no hacíamos el amor, ni por qué no tenía
erecciones cuando dormíamos juntos. Nunca lo hablamos, se daba por hecho. Me
daba cuenta de que toda la energía que hubiera destinado a ello se volcaba
ahora en mi poesía. Escribía más y mejor que nunca hasta entonces.
Así, poco a poco, María me enseñó a amar. No
era el amor algo posesivo, no era el amor algo carnal. El amor es el encuentro
de dos almas en un lugar elevado, se miran a los ojos, y bailan al ritmo de las
melodías de la flauta de Krishna. Crecen juntos, se ayudan
a desarrollarse como personas, se dan y no esperan nada a cambio.
Existen muchos tipos de amor, y hasta entonces
yo lo relacionaba tan sólo con el embriagador amor carnal, con el amor del
tipo: “te quiero porque me haces muy feliz”, “me completas, eres mi media
naranja”, “estaba perdido hasta que te encontré”, “no puedo vivir sin ti”… y
demás tópicos utilizados en las canciones de amor para quinceañeras.
Se trataba de crear algo juntos. De unirse
pero mantenerse separados. De crecer juntos pero también individualmente. Del
encuentro entre dos personas fuertes e independientes cuyo amor, como el amor
de Venus, hace que crezcan las flores. Es el amor fuente de creación, no de
posesión, ni de dependencia. Como dijo el poeta:
“(…) Amaos el uno
al otro pero no hagáis del amor una traba:
Que sea más bien
un mar bullente entre vuestras almas.
Llenaos las copas
el uno al otro, pero no bebáis de una sola copa.
Compartid vuestro
pan, pero no comáis de la misma rebanada.
Bailad y cantad
juntos y sed alegres; pero permaneced cada uno solo al igual que las cuerdas de
laúd están separadas y, sin embargo vibran con la misma armonía.
Dad vuestro
corazón pero no lo entreguéis en custodia.
Ya que solo la
mano de la Vida puede guardar vuestros corazones.
Vivid juntos,
pero tampoco demasiado próximos; ya que los pilares del templo se erigen a
distancia, y el roble y el ciprés no crecen a la sombra uno del otro.”
Al no descender al mundo físico, el amor
mantenía su pureza, no se vulgarizaba. No concediéndome aquello que yo ansiaba,
María consiguió hacerme ver que el amor era algo divino, no terrenal. Esto no
quería decir que no pudiese expresarse físicamente pero entonces yo necesitaba
esta lección. Necesitaba ver la idea universal, imperecedera, incorruptible,
perfecta del amor; en su total pureza.
Me costó mucho entenderlo, a pesar de que mi
corazón sentía que era lo correcto, mi cabeza discrepaba. Sentía mi virilidad
amenazada, como si tuviese que demostrar mi masculinidad ante ella, ante el
mundo. María era, sin lugar a duda, la mujer más hermosa que había conocido. Me
encantaba hacer el amor. ¿Por qué entonces había el destino metido una mujer así
en mi cama para luego no dejarme gozar de ella?
Recuerdo claramente el momento en que lo
entendí. Fue una mañana en que durmiendo, soñé un verso. Despertándome, se
completo la poesía:
“Duermo,
un verso me despierta;
…¿y qué importa que mis besos no aniden en tu
boca?
Abro los ojos,
te veo;
si al despertarme tus largas pestañas casi me
tocan.
Eres muchas cosas
pero en mi ilusión,
eres poesía pura.”
A.M.B.
Abril de 2011
he disfrutado mucho. un abrazo <3
ResponderEliminarGracias a ti Alehop. Lo escribí hace tiempo y estaba aún más verde que ahora, pero es honesto, que es lo más importante.
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