jueves, 23 de enero de 2014

Poeta de nacimiento, romántico por maldición







Poeta de nacimiento, romántico por maldición

         La vida del gran poeta italiano romántico, Giacomo Leopardi, bien podría haber estado escrita previamente por su contemporáneo alemán Ludwig von Tieck, y es que sigue minuciosamente la trama argumental de las novelle románticas que se escribieron en Alemania por ese grupo de jóvenes que perseguían a Göethe y Schiller allá donde fueran.
         Leopardi nace en el seno de una familia aristocrática rural, en la pequeña localidad de Recanati, perteneciente a la provincia, bañada por las aguas del adriático, de Macerata. Su familia era culta y conservadora, ofreciéndole una magnífica educación pero no permitiéndole nunca salir de los paradigmas establecidos para la nobleza rural. Así el joven Giacomo creció encerrado en la completísima biblioteca de su padre, con la nariz enterrada en la literatura clásica grecolatina: Cicerón, Virgilio, Ovidio, Horacio, Safo, fueron sus maestros.
         También lo fueron, como no podía ser de otra manera, los clásicos italianos medievales, Dante y Petrarca. La influencia de Petrarca, el gran re-descubridor de la cultura clásica, exhuma de sus primeros versos, y está absolutamente presente en su etapa de juventud. Y es que, como buen romántico, Leopardi es también nacionalista, y busca enraizar su linaje en la fracturada Italia, se siente parte de ese sueño unificador que viene cobrando fuerza desde Maquiavelo y se gesta a lo largo del siglo diecinueve. “Haz, oh cielo, que mi sangre/ sea fuego en los pechos itálicos.” Escribe el poeta en su poema “A Italia”, llorando la pérdida de su grandeza de antaño. Sumergido en el esplendoroso pasado, sueña una Italia unificada y grande de nuevo, en que sus compatriotas se sientan orgullosos y agradecidos de haber nacido en la más bella de las tierras.
         Desde muy joven es condenado a la soledad. Vive entregado a sus estudios, traduciendo a su amado italiano a los mejores maestros que le guían desde la antigüedad. Aislado del mundo y sometido a la voluntad de su familia, que si bien es culta, vive bajo el yugo de los típicos complejos conservadores propios de la aristocracia de provincias. Giacomo pasea solitario por las noches de luna clara, y como no podía ser de otra manera, nuestro romántico por maldición se enamora de ella. A la Luna le dedica no pocos versos, y toda su estética: “Y tú te alzabas sobre el bosque aquel/ como ahora, que toda lo iluminas.”- escribe en su poema “A la luna”.
         En sus paseos nocturnos, por la campiña de Marcas, en la costa de la estrecha península apenina por la que nace el sol, supero sus soledades enamorándose del todo, fundiéndose con el infinito. Navega a la deriva por un mar inmenso que carece de límites, e inmerso en su silencio ve como la eternidad se le escapa entre los dedos, como si de fina arena se tratase. Ahí queda su poema al infinito:

“Siempre querido me fue este yermo cerro
y este cerco que tanta parte
a la mirada excluye del último horizonte.
Mas, sentado y mirando interminables
espacios de allá lejos, sobrehumanos
silencios y su hondísima quietud,
me quedo ensimismado hasta que casi
el corazón no teme. Y como el viento
cuyo tráfago escucho entre las hojas, a este
silencio sin fin esta voz
voy comparando, y pienso en lo eterno
y en las muertas estaciones y en la viva presente,
y sus sonidos. Así a través de esta
inmensidad se anega el pensamiento mío;
y naufragar en este mar me es dulce.

         Su ansia por viajar y conocer, por abandonar la casa paterna y encontrar gente con quien compartir inquietudes, le corroe por dentro. Se siente atrapado en un ámbito rural que a pesar de ser el seno en el que descansan sus sueños panteístas, no logra apaciguar su creciente curiosidad. Así por fin consigue salir y viajar a Roma, y comienza una serie de viajes que serían constantes el resto de su vida. Conoce la Toscana, la Lacio, Umbría, Bolonia y Milán. Por fin termina su vida en Nápoles, protegido por Antonio Ranieri, un caballero local. Entonces entra en contacto con diversos humanistas y filólogos, con poetas y filósofos, con los que a partir de entonces cultivará una copiosa correspondencia.
La salida de la casa paterna conlleva, como no podía ser de otra manera, un alejamiento del preceptismo neoclásico que planeaba sobre su poesía de juventud. El poeta encuentra su propia voz, o más bien ésta, liberada, brota nítida y clara. Renuncia a sus influencias y madura su lírica.
         Nuestro romántico por maldición no pudo salirse nunca del papel que le había sido encomendado. No deja de ser curioso que a pesar de no existir en Italia un fuerte movimiento romántico, como sí lo hubiera en centro Europa, Leopardi se vista de una estética vital y poética que parece cortada por el sastre de moda de la ciudad de Jena.  Tal vez sea debido al momento histórico. Tal vez, la evolución del ser humano se exprese artísticamente trazando paralelismos entre distantes puntos geográficos, aún en un mundo en el que las distancias se medían en leguas cabalgadas. Lo cierto es que Leopardi sufrió lo que debe sufrir todo buen romántico, sublimando el dolor unas veces, sucumbiendo ante él otras, pero siempre en constante batalla. A su mala salud se unió la angustia del amor no correspondido, y conforme avanza su obra, se va impregnando de honda amargura. Su dialéctica de corte schubertiano se expresa nítidamente en su extenso poema “Amor y muerte”:

Cuando de nuevo
 nace en lo profundo del pecho
 un amoroso afecto,
 al mismo tiempo, un lánguido, extenuado
 deseo de morir se experimenta:
 cómo, no sé; mas éste
 es de amor verdadero el primer síntoma.”  

         El poeta, además erudito, va recogiendo en un cuaderno sus pensamientos. Meditaciones en prosa que le son dictadas por la lírica. Finamente hiladas, y frecuentemente terribles, son publicadas póstumamente por Ranieri. Ciento once de ellas, su hermano reclama que había escrito más de seiscientas. Así queda plasmado, parte del pensamiento de un honesto hombre, fiel amante de las letras, sabio al estilo presocrático, más por poesía que por filosofía. El más digno de los herederos de Petrarca.
         Por fin, en 1836, a la joven edad de 38 años, la muerte le libera de sus sufrimientos, acogiéndole en su pecho, amamantándolo de esa eternidad que llevaba toda una vida persiguiendo. Muere un hombre de singular genio, una voz única e irrepetible que expresa todos los conflictos de su época. La luna, su fiel amante, destierra al astro, iluminando al carretero en el camino, quedando la vida abandonada, oscura.

“Il Tramonto della Luna”
Quale in notte solinga,
Sovra campagne inargentate ed acque,
Là ‘ve zefiro aleggia,
E mille vaghi aspetti
E ingannevoli obbietti
Fingon l’ombre lontane
Infra l’onde tranquille
E rami e siepi e collinette e ville;
Giunta al confin del cielo,
Dietro Apennino od Alpe, o del Tirreno
Nell’infinito seno
Scende la luna; e si scolora il mondo;
Spariscon l’ombre, ed una
Oscurità la valle e il monte imbruna;
Orba la notte resta,
E cantando, con mesta melodia,
L’estremo albor della fuggente luce,
Che dianzi gli fu duce,
Saluta il carrettier dalla sua via;
Tal si dilegua, e tale
Lascia l’età mortale
La giovinezza. In fuga
Van l’ombre e le sembianze
Dei dilettosi inganni; e vengon meno
Le lontane speranze,
Ove s’appoggia la mortal natura.
Abbandonata, oscura
Resta la vita. In lei porgendo il guardo,
Cerca il confuso viatore invano
Del cammin lungo che avanzar si sente
Meta o ragione; e vede
Che a sé l’umana sede,
Esso a lei veramente è fatto estrano.
Troppo felice e lieta
Nostra misera sorte
Parve lassù, se il giovanile stato,
Dove ogni ben di mille pene è frutto,
Durasse tutto della vita il corso.
Troppo mite decreto
Quel che sentenzia ogni animale a morte,
S’anco mezza la via
Lor non si desse in pria
Della terribil morte assai più dura.
D’intelletti immortali
Degno trovato, estremo
Di tutti i mali, ritrovàr gli eterni
La vecchiezza, ove fosse
Incolume il desio, la speme estinta,
Secche le fonti del piacer, le pene
Maggiori sempre, e non più dato il bene.
Voi, collinette e piagge,
Caduto lo splendor che all’occidente
Inargentava della notte il velo,
Orfane ancor gran tempo
Non resterete; che dall’altra parte
Tosto vedrete il cielo
Imbiancar novamente, e sorger l’alba:
Alla qual poscia seguitando il sole,
E folgorando intorno
Con sue fiamme possenti,
Di lucidi torrenti
Inonderà con voi gli eterei campi.
Ma la vita mortal, poi che la bella
Giovinezza sparì, non si colora
D’altra luce giammai, né d’altra aurora.
Vedova è insino al fine; ed alla notte
Che l’altre etadi oscura,
Segno poser gli Dei la sepoltura.




A.M.B.
Enero de 2014

        

martes, 21 de enero de 2014

La duda shakesperiana en Othello






La duda Shakesperiana en Othello

         Othello es el hombre más virtuoso de Venecia. Todos sus contemporáneos lo reconocen así, incluyendo el Dux y los senadores. Ha demostrado su valía en la guerra y en la paz, en el campo de batalla y en la escena política. Incluso Desdémona, la más pura representación de la virtud, se enamora de él. El único sentimiento virulento que despierta es la envidia, y lo hace en aquellos que se saben menores a él. Sin embargo duda. ¿Por qué duda Othello?
         La tragedia de Shakespeare sorprende por su intensidad y potencia, por su perfecta estructuración y por su temple. La historia se desarrolla con ligero compás, como si de una sinfonía se tratase, en ritmo ascendente, comenzando por un adagio y desenvolviéndose progresivamente hasta derivar en el inevitable presto en el que brota la tragedia, que lleva cuatro actos gestándose. El inglés es absolutamente genial en todos y cada uno de los aspectos de la obra teatral. Desde su construcción hasta la profundidad del mensaje.
         Othello, el moro, el diferente, el de la piel morena, representa a aquel, que a pesar de tenerlo todo en contra, evadiendo las estructuras sociales consigue un alto y merecido puesto en la sociedad. Othello representa la meritocracia. Es la personificación de las nuevas posibilidades sociales que se abren en la Edad Moderna. Dicen algunos expertos que el renacimiento llegó a Inglaterra de la mano de Shakespeare, y que tal vez sea éste su único representante. Lo que parece claro es que la voz del de Stratford upon Avon es, junto a la de Cervantes, la voz de la modernidad, en su momento de gestación en el viejo continente. Atrás quedan las leyendas artúricas, Santo Tomás y la escolástica. El Quijote sale en busca de la Edad Dorada, ya perdida, y en busca del hombre. Un hombre con rostro y voz propia, como lo tenían los condenados a galeras en el vigésimo segundo capítulo del primer libro. El hidalgo encuentra a ese hombre que escribe su propia historia, ¿cómo va a haber terminado su libro Ginés de Carbajal si aún le queda vida por vivir?  
         Shakespeare y Cervantes representan las dos reacciones a los límites del hombre más comunes, la comedia y la tragedia. A su manera. Uno recuperando un género que llevaba casi veinte siglos esperándole. El otro inventando un nuevo género que se adapta a la perfección a las nuevas inquietudes.
         El mundo ha cambiado, ya no es plano, ya no tiene fin, se ha descubierto el nuevo mundo. La tierra deja de ser el centro del universo. La verdad ya no se revela, es el hombre el que debe llegar a ella. La navaja de Ockham ya ha separado la teología de la filosofía. El saber humano busca superar el escepticismo a través de los complejos sistemas filosóficos, la nueva ciencia comienza a dar forma al mundo. En la literatura, Alonso Quijano se nombra a sí mismo Don Quijote de la Mancha, Caballero de la Triste Figura. Atrás queda ese Percival que sale en la noche oscura al bosque, en busca de su nombre  y su linaje.
         La verdad se convierte en un dado poliédrico, como descubre y narra Montaigne en su “Viaje a Italia”. La única forma de superar el escepticismo es con la razón como aliada. Ahí es donde entra Yago, ese ser inteligente y envidioso, que trama, que urde siempre buscando su beneficio propio, siempre buscando la satisfacción de sí mismo, la legitimación de su ser a través de la venganza. “¿Queréis creerme?” son sus primeras palabras. “Nada podéis preguntar, lo que habéis de saber ya lo sabéis. En adelante nada volveré a decir.” Son las últimas. Entre medio, a lo largo cinco actos, utiliza su inteligencia hasta llevar a Othello al desquicio, hasta llevar sus manos al cuello de la inocente Desdémona.
         Yago es el consejero de Othello, éste confía en él, más aún que en su propia intuición. Se podría decir que Yago siembra la duda en el moro, aunque sería más acertado decir que la alimenta, riega la semilla de la duda que yacía enterrada, sembrada en Othello. ¿Duda entonces Othello por ser moro, por ser diferente? No, Othello duda por ser hombre, igual que dudo Hamlet que era hijo de un rey. No hay cabida para la certeza en el nuevo mundo que nace en la Edad Moderna. El hombre debe construir su verdad, llegar a ella, ya no se le revela en lo alto del Monte Sinaí. Sin embargo, Yago nos demuestra que la razón no es suficiente para llegar a ella. La inteligencia es una herramienta indispensable para llegar al saber, pero ni tan siquiera en la Edad Moderna se gana el derecho al monopolio del saber. “Los sueños de la razón producen monstruos”, diría un genial maño siglos más tarde.
         El mundo ha sufrido un profundo cambio de paradigmas, y se debe mirar al futuro, encontrar nuevas formas de enfrentarse a la existencia. Ya avisa el Dux en la tercera escena del primer acto:
“(…) Cuando ha ocurrido ya lo que Fortuna nos depara,
que paciencia haga burla de sus heridas.(…)”
         No sirve de nada recrearse en el pasado, no se debe llorar por el mundo que se ha perdido, sino mirar hacia el futuro, construir un nuevo mundo. No obstante, el inglés es más sabio que Descartes y los racionalistas. Una vez más la intuición literaria supera a la razón filosófica. La verdad es intuición, ya lo dijo Platón, la virtud es intuición. La inteligencia de Yago no hace más que desquiciar a Othello, quien hasta el momento ha llegado a ser el hombre de más valía de Venecia gracias a su fuerte brazo, a su conducta ejemplar, a confiar siempre en esa voz interior que le susurra el camino a tomar.
El canto de las musas.       
La poesía es la reacción humana más pura a la existencia, la natural respuesta a la sinfonía de la vida, el camino más honesto a las alturas de la verdad. Shakespeare lo sabe, aunque no lo diga, entiende que no existe la certeza, el camino hacia el saber es un camino sembrado de dudas, un camino en el que sólo cabe la fe. La Poesía se hace eco de ese escepticismo, no emite juicios, deja lugares indeterminados, pero se acerca más al misterio de la existencia que cualquiera de las nuevas disciplinas nacidas en la Edad Moderna. Es consciente de sus límites, y entiende que la verdad es algo que no está negado desde la propia raíz de nuestra condición humana, he ahí la tragedia.
Shakespeare devuelve al arte al lugar que le corresponde, al lugar que ocupaba en la antigüedad greco-latina, por ello escribe tragedias. Mas no es un ejercicio de nostalgia, supera a los clásicos apoyándose en ellos. El arte se encumbra de nuevo, mas pierde la inocencia. En el momento en que las enormes manos de Othello estrangulan el delicado cuello de Desdémona, el arte se hace maduro. Muere con Desdémona el ideal, la belleza etérea, la inocencia, la pureza. Othello no la merece, la mereció pero deja de hacerlo en el momento en que se encuentra atormentado por la duda. No se atreve a mirarla, no quiere conversar con ella, pues sabe que si lo hace le convencerá de su inocencia. Tras su muerte llega el desvelamiento, y Othello descubre la evidencia, lo que siempre supo. No le queda más remedio que quitarse la vida.
Todos somos descendientes de Othello. No podemos resucitar a Desdémona, pero si podemos luchar contra la duda, aun sin garantías de éxito, como lucha Schubert en la sinfonía inacabada, con la misma fe y fuerza con la que empuja en el primer movimiento, con la misma determinación con que se enfrenta a la tragedia con la belleza como única arma. A pesar de saberse perdedor de antemano.
Shakespeare, junto con Cervantes, es la voz más clara que se eleva desde la modernidad. Están en sus obras, en germen, todos los problemas y las dialécticas sobre las que ha gravitado el arte en los últimos cinco siglos. El arte y el ser humano en su búsqueda de significado y saber. Por ello su obra no será nunca caduca. La duda shakesperiana es la duda del hombre.





A.M.B.
    Enero de 2014