La duda Shakesperiana
en Othello
Othello es el hombre más virtuoso de Venecia. Todos sus
contemporáneos lo reconocen así, incluyendo el Dux y los senadores. Ha
demostrado su valía en la guerra y en la paz, en el campo de batalla y en la
escena política. Incluso Desdémona, la más pura representación de la virtud, se
enamora de él. El único sentimiento virulento que despierta es la envidia, y lo
hace en aquellos que se saben menores a él. Sin embargo duda. ¿Por qué duda
Othello?
La tragedia de Shakespeare sorprende por su intensidad y
potencia, por su perfecta estructuración y por su temple. La historia se
desarrolla con ligero compás, como si de una sinfonía se tratase, en ritmo
ascendente, comenzando por un adagio y desenvolviéndose progresivamente hasta
derivar en el inevitable presto en el que brota la tragedia, que lleva cuatro
actos gestándose. El inglés es absolutamente genial en todos y cada uno de los
aspectos de la obra teatral. Desde su construcción hasta la profundidad del mensaje.
Othello, el moro, el diferente, el de la piel morena, representa
a aquel, que a pesar de tenerlo todo en contra, evadiendo las estructuras sociales
consigue un alto y merecido puesto en la sociedad. Othello representa la
meritocracia. Es la personificación de las nuevas posibilidades sociales que se
abren en la Edad Moderna. Dicen algunos expertos que el renacimiento llegó a
Inglaterra de la mano de Shakespeare, y que tal vez sea éste su único
representante. Lo que parece claro es que la voz del de Stratford upon Avon es,
junto a la de Cervantes, la voz de la modernidad, en su momento de gestación en
el viejo continente. Atrás quedan las leyendas artúricas, Santo Tomás y la
escolástica. El Quijote sale en busca de la Edad Dorada, ya perdida, y en busca
del hombre. Un hombre con rostro y voz propia, como lo tenían los condenados a
galeras en el vigésimo segundo capítulo del primer libro. El hidalgo encuentra
a ese hombre que escribe su propia historia, ¿cómo va a haber terminado su
libro Ginés de Carbajal si aún le queda vida por vivir?
Shakespeare y Cervantes representan las dos reacciones a los
límites del hombre más comunes, la comedia y la tragedia. A su manera. Uno
recuperando un género que llevaba casi veinte siglos esperándole. El otro
inventando un nuevo género que se adapta a la perfección a las nuevas
inquietudes.
El mundo ha cambiado, ya no es plano, ya no tiene fin, se ha
descubierto el nuevo mundo. La tierra deja de ser el centro del universo. La verdad
ya no se revela, es el hombre el que debe llegar a ella. La navaja de Ockham ya
ha separado la teología de la filosofía. El saber humano busca superar el
escepticismo a través de los complejos sistemas filosóficos, la nueva ciencia
comienza a dar forma al mundo. En la literatura, Alonso Quijano se nombra a sí
mismo Don Quijote de la Mancha, Caballero de la Triste Figura. Atrás queda ese Percival
que sale en la noche oscura al bosque, en busca de su nombre y su linaje.
La verdad se convierte en un dado poliédrico, como descubre
y narra Montaigne en su “Viaje a Italia”. La única forma de superar el escepticismo
es con la razón como aliada. Ahí es donde entra Yago, ese ser inteligente y
envidioso, que trama, que urde siempre buscando su beneficio propio, siempre
buscando la satisfacción de sí mismo, la legitimación de su ser a través de la
venganza. “¿Queréis creerme?” son sus primeras palabras. “Nada podéis
preguntar, lo que habéis de saber ya lo sabéis. En adelante nada volveré a
decir.” Son las últimas. Entre medio, a lo largo cinco actos, utiliza su
inteligencia hasta llevar a Othello al desquicio, hasta llevar sus manos al
cuello de la inocente Desdémona.
Yago es el consejero de Othello, éste confía en él, más aún
que en su propia intuición. Se podría decir que Yago siembra la duda en el
moro, aunque sería más acertado decir que la alimenta, riega la semilla de la
duda que yacía enterrada, sembrada en Othello. ¿Duda entonces Othello por ser
moro, por ser diferente? No, Othello duda por ser hombre, igual que dudo Hamlet
que era hijo de un rey. No hay cabida para la certeza en el nuevo mundo que
nace en la Edad Moderna. El hombre debe construir su verdad, llegar a ella, ya
no se le revela en lo alto del Monte Sinaí. Sin embargo, Yago nos demuestra que
la razón no es suficiente para llegar a ella. La inteligencia es una herramienta
indispensable para llegar al saber, pero ni tan siquiera en la Edad Moderna se
gana el derecho al monopolio del saber. “Los sueños de la razón producen
monstruos”, diría un genial maño siglos más tarde.
El
mundo ha sufrido un profundo cambio de paradigmas, y se debe mirar al futuro,
encontrar nuevas formas de enfrentarse a la existencia. Ya avisa el Dux en la
tercera escena del primer acto:
“(…)
Cuando ha ocurrido ya lo que Fortuna nos depara,
que
paciencia haga burla de sus heridas.(…)”
No sirve de nada recrearse en el pasado, no se debe llorar
por el mundo que se ha perdido, sino mirar hacia el futuro, construir un nuevo
mundo. No obstante, el inglés es más sabio que Descartes y los racionalistas. Una
vez más la intuición literaria supera a la razón filosófica. La verdad es intuición,
ya lo dijo Platón, la virtud es intuición. La inteligencia de Yago no hace más
que desquiciar a Othello, quien hasta el momento ha llegado a ser el hombre de
más valía de Venecia gracias a su fuerte brazo, a su conducta ejemplar, a
confiar siempre en esa voz interior que le susurra el camino a tomar.
El canto de las
musas.
La poesía es la reacción
humana más pura a la existencia, la natural respuesta a la sinfonía de la vida,
el camino más honesto a las alturas de la verdad. Shakespeare lo sabe, aunque
no lo diga, entiende que no existe la certeza, el camino hacia el saber es un
camino sembrado de dudas, un camino en el que sólo cabe la fe. La Poesía se
hace eco de ese escepticismo, no emite juicios, deja lugares indeterminados,
pero se acerca más al misterio de la existencia que cualquiera de las nuevas
disciplinas nacidas en la Edad Moderna. Es consciente de sus límites, y
entiende que la verdad es algo que no está negado desde la propia raíz de
nuestra condición humana, he ahí la tragedia.
Shakespeare
devuelve al arte al lugar que le corresponde, al lugar que ocupaba en la
antigüedad greco-latina, por ello escribe tragedias. Mas no es un ejercicio de
nostalgia, supera a los clásicos apoyándose en ellos. El arte se encumbra de
nuevo, mas pierde la inocencia. En el momento en que las enormes manos de
Othello estrangulan el delicado cuello de Desdémona, el arte se hace maduro.
Muere con Desdémona el ideal, la belleza etérea, la inocencia, la pureza.
Othello no la merece, la mereció pero deja de hacerlo en el momento en que se
encuentra atormentado por la duda. No se atreve a mirarla, no quiere conversar
con ella, pues sabe que si lo hace le convencerá de su inocencia. Tras su
muerte llega el desvelamiento, y Othello descubre la evidencia, lo que siempre
supo. No le queda más remedio que quitarse la vida.
Todos somos descendientes
de Othello. No podemos resucitar a Desdémona, pero si podemos luchar contra la
duda, aun sin garantías de éxito, como lucha Schubert en la sinfonía inacabada,
con la misma fe y fuerza con la que empuja en el primer movimiento, con la
misma determinación con que se enfrenta a la tragedia con la belleza como única
arma. A pesar de saberse perdedor de antemano.
Shakespeare, junto
con Cervantes, es la voz más clara que se eleva desde la modernidad. Están en
sus obras, en germen, todos los problemas y las dialécticas sobre las que ha
gravitado el arte en los últimos cinco siglos. El arte y el ser humano en su búsqueda
de significado y saber. Por ello su obra no será nunca caduca. La duda shakesperiana
es la duda del hombre.
A.M.B.
Enero de 2014
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