lunes, 17 de febrero de 2014

A tu lado, frente al mar



A una buena amiga


A tu lado, frente al mar

Estabas sentada graciosamente en un roca,
como si el océano que te enmarcaba
te hubiera arrojado de su constante movimiento,
y ahora, enfurecido por haberte perdido
rugiese bravo vomitando enormes olas.
La roca que decidiste coronar se suavizaba
bajo tu ondulada y líquida presencia,
y hasta las gaviotas al pasar por el frente
te miraban.
Yo con tranquila satisfacción
clavaba mis ojos en el océano irascible
agradecido por tener tan cerca
lo que él no supo retener.
El sol cálido y bajo de invierno
te acariciaba dulcemente, 
o tal vez tú a él;
luz con luz entrelazada,
la tierra con el cielo hermanada.
Y entre nosotros se tejía el silencio
derramando gotas de agua clara,
regando el fértil y verde jardín
donde crecen las violetas.



A.M.B.
Febrero de 2014

miércoles, 12 de febrero de 2014

El rapsoda mudo



El rapsoda mudo

         Teseo era hijo de un pastor y una quesera, y nació en algún lugar remoto del Mediterráneo, si es que existe tal lugar. Tenía muchos hermanos y vivían en una tierra que llevaba en la familia de la madre desde hacía muchas generaciones. No tenía gran extensión pero sí la justa para que tuvieran un huerto y muchas encinas que daban abundante leña para calentar el hogar. El pueblo donde vendían los quesos estaba a tan sólo un corto paseo a pie de la casa. 
         En la casa había siempre mucho alboroto, no en vano, eran catorce hermanos, ocho chicos y seis chicas. Teseo era el séptimo, por lo que pasaba siempre muy desapercibido, sin hacer ruido. Su madre siempre decía que de todos sus hijos, Teseo era el soñador. Conforme fue creciendo su forma de ser, tan callada, tan abstraída, les empezó a preocupar, hasta que un día se dieron cuenta de que era sordomudo. Los padres se preguntaron, una y otra vez, qué habían hecho mal para recibir tal castigo divino.
Sin embargo había algo extraño en él, a pesar de no poder expresarse tenía una mirada inequivocablemente inteligente, despierta, viva. A veces daba la sensación de que con una mirada decía más que nadie en la casa. No emitía sonidos guturales como suelen hacerlo los sordomudos, esos sonidos que hacen poca justicia a la inteligencia que puedan poseer. Era absolutamente callado, vivía sumido en el más quieto de los silencios. A pesar de no oír entendía siempre lo que sucedía a su alrededor, y era una delicia convivir con él. Se dedicaba a contemplar. Desde muy pequeño su madre le había encontrado en repetidas ocasiones contemplando el amanecer, cuando ella madrugaba para ordeñar a las ovejas. La imagen que de él se desprendía era absolutamente armónica, afinada a la naturaleza, hasta tal punto que cuando volvía el rebaño, pasaban en derredor suyo, como si de una encina se tratase, sin inmutarse. A veces trepaba por las encinas, y una vez vieron a un pájaro carpintero repiqueteando en la madera a escasos centímetros de él, los dos parecían no notar la presencia del otro, o simplemente estar a gusto en su mutua compañía. En las noches de verano, después de cenar, salía siempre al jardín, y en las noches sin luna observaba las estrellas, y cuando salía la reina de la noche, la observaba a ella, durante horas, siempre sumido en su melódico silencio.
Un día, cuando era ya adolescente, miró a su madre directamente a los ojos, y una lágrima cayó por su mejilla. En seguida la madre entendió que debía marchar. No le sorprendió, su intuición maternal, esa que raramente falla, ya se lo había dicho hacía mucho tiempo, sabía que tarde o temprano llegaría este día. Le dio un pan recién horneado, un queso, y lo besó en la frente.
Y Teseo echó a andar, sin volver la vista atrás, hacía lo desconocido, con su mirada despierta e inteligente posándose sobre el paisaje que ante él se abría: nuevo, estimulante, sugerente.
Lo que nadie sabía de él era que en realidad oía y hablaba, pero lo hacía a la inversa que el resto de nosotros, oía desde dentro. Oía toda la música que sonaba en su alma, donde habitaba una voz con la que a menudo dialogaba. Y si bien es cierto que muchas veces encontraba el silencio, otras su alma se llenaba de la más celestial de las músicas, una música que avanzaba al tempo de las estrellas que se mueven en la noche, que sonaba como el sol amaneciendo, y que tenía la textura de la plateada luz de la luna. Entendía el mundo a través de las imágenes, que tras pasar por el filtro de su mirada se convertían en palabras, que se unían en natural y necesaria armonía, transformándose en música.
Lo más curioso y extraño de todo lo relacionado con Teseo -y como ya os habréis dado cuenta, Teseo era un joven muy singular-  era que lo recordaba absolutamente todo. Todas y cada una de las palabras que se habían escrito en su alma, todas y cada una de las notas que de esas palabras emanaban. Y cuando el día se cubría de un espeso manto de nubes, o la noche era fría y oscura, volvían a sonar, iluminando su mundo.
Anduvo largo tiempo, siempre solo, evitando los pueblos y ciudades. Hasta tres veces pinto el otoño el mundo con su pincel melancólico, y tres veces el invierno lo cubrió todo de un manto blanco, frío y virginal; y las mismas veces vio a la primavera florecer, y al verano llenar los árboles de dulces frutos. Y de todo ello se empapo, como se empapa el húmedo musgo, como cae a la hierba el rocío a la llegada de la Aurora.
Entonces arribó. Era un día claro y soleado, y entre los pinos vio como el cielo caía sobre la tierra, o eso pensó en un principio. Una música tenue y suave comenzó a hacer su alma vibrar, y al salir del bosque se abrió ante sus ojos la panorámica más inmensa que jamás hubiera visto. Era azul, mas un azul diferente al del cielo: más oscuro y profundo como la noche. Inspiraba paz y calma, pero era puro movimiento, y al ritmo que chocaban las olas con la arena, se escribían versos en su alma. En el centro vio una línea, que más que separar cielo y mar, los unía, definiéndolos a ambos. Era el horizonte. Y supo que de todo lo que había contemplado en su vida, esa era la mayor de las verdades, la única inmutable, imperecedera y eterna. Entendió que todos los pasos que había dado, todo lo que había visto, y todas las imágenes que en su alma se habían transformado en palabras y luego música, sólo habían sido un preludio de este momento. Y su mirada se posó sobre el horizonte. Y sintió como se fundía en él. Y por un largo rato fue silencio. Un silencio tan callado y quieto, que contenía toda la música del universo.
Pasó días y noches en ese mismo lugar, en ese mismo estado. No comía, no bebía. Era como si el horizonte fuese una fina cuerda, y él se balancease encima, en perfecto equilibrio, sintiendo un abismo celestial a un lado y uno terrenal al otro, en un limbo entre dos infinitos. Un amanecer en que el aire estaba especialmente limpio y claro, al salir el sol, el primer rayo trazó una línea que desde el horizonte le llegó directamente a él. Le atravesó. Y en el momento en que lo hizo Teseo comenzó a cantar. Cantó todo lo que desde pequeño se había ido escribiendo en su alma, y conforme cantaba recorría el rayo de luz, en dirección al sol. Llego a él, y un intenso calor lo envolvió, mas no le abrasaba. Desde el Sol pudo contemplar la tierra y el universo, y su canto se lleno de nuevas palabras, palabras desconocidas léxica y fonéticamente, pero que comprendía a la perfección. Cantó el universo entero, y todas y cada una de las palabras que en su interior brotaban se grababan a fuego en su memoria.
Creyó haber estado cantando durante toda una eternidad, pero de repente se sintió arrastrado de nuevo a la orilla del mar, y al recobrar la visión vio que ese mismo primer rayo del sol aún brillaba atravesándole.
Por primera vez en su vida sintió la necesidad de compartir su poema. Se levantó y echo a andar de nuevo, está vez en busca de un pueblo, en busca de oídos. Anduvo muchos días y noches hasta que encontró una enorme ciudad amurallada, con un monte en el centro y un armónico templo construido en su cima. Cruzó una de las puertas de la muralla y navego por las estrechas calles, hasta que llegó a una plaza grande y rectangular, en la que había gentes comerciando, y en un pequeño pedestal, un hombre descalzo y desarbolado, con pinta sucia, oraba a un grupo de jóvenes que atentamente le escuchaban. Al verlo, el orador le invitó con un gesto a que se acercase, y cediéndole su lugar descendió del pedestal.
Teseo subió, miro a su alrededor, y cerrando los ojos comenzó a cantar. El tiempo se paró y todo el espacio se concentro en su voz. Las palabras se sucedían unas a otras en perfecta armonía, dedicándose cálidas caricias y ensalzándose las unas con las otras. Lo cantó todo, lo declamó todo. Se convirtió en música y palabras, todo lo físico desapareció, el mismo se fundió en las ondas de sus palabras. Supo que su canto era la verdad, y que esa verdad iba a cambiar al ser humano por siempre. Lo supo, y con esa certeza cantó.
Cuando lo hubo cantado todo abrió los ojos, y buscó entre la repleta plaza la reacción a su poema. Mas lo único que encontró fue perplejas miradas que se posaban sobre él inquisitivamente, expectantes. Confuso y aturdido lucho por recobrar la compostura. Su alma, que un instante antes había sido pura armonía, se lleno de extraños sonidos con desiguales formas geométricas. Respiró hondo, cerró los ojos, y consiguió reorganizar el conjunto de caleidoscópicas sensaciones que se mezclaban en su interior. Abrió los ojos de nuevo, miró a su alrededor, los mercaderes habían interrumpido sus negocios, y los viandantes se habían detenido. Toda la plaza lo miraba. Respiró hondo de nuevo y comenzó a cantar. Se olvidó de sí mismo, de la plaza y de la gente, navegando etéreo entre las ondas de su música. Era el poema perfecto. Todas y cada una de esas palabras habían nacido para ser declamadas en exactamente ese orden. Por sí solas eran bellas y profundas, juntas eran sublimes.
Al terminar, volvió a abrir los ojos. Estaba convencido de que todos y cada uno de los presentes estaría emocionado, llorando como él estaba. Se encontró con miradas extrañas y punzantes, que le hacían sentir como un loco. Entonces un nuevo sonido nació en su interior, era terrible y desgarrador. Quiso gritar, quiso preguntarles por qué no reaccionaban, cómo no sentían lo mismo que él al escuchar su poema. Pero cuando quiso hacerlo las palabras se quedaron atrapadas en su interior, como si hubiera un tapón que las impidiera salir. Volvió a intentarlo y pasó lo mismo. Lleno de ira e impotencia gritó, y lo hizo con tanta fuerza que un poco de aire consiguió traspasar el hermético tapón, resultando en un ridículo sonido que hizo estallar a la plaza en una sonora carcajada.
Hasta entonces Teseo no había hablado porque creía no tener nada que decir. Ahora entendió que era mudo, que por mucho que lo intentará nunca podría comunicar nada. Cabizbajo salió de la plaza abriéndose paso entre la gente.
Nadie lo volvió a ver jamás.
Su poema, y la verdad que contenía, se perdió para siempre. Diluido en el rio del tiempo.  

     



A.M.B.
Febrero de 2013
 

domingo, 9 de febrero de 2014

Juanito Manzano



 A mi ahijadita Pía, que la quiero muchísimo.


Juanito Manzano


Ilustración de Sophie Mason


Juanito era un niño hermoso, de rollizas mejillas y dorados bucles. Al nacer batió absolutamente todos los records del hospital en cuanto a tamaño, fue el bebé más pesado y más largo que nunca hubieran visto. Su madre, al sostenerlo en sus brazos por primera vez, no sintió esa característica sensación de fragilidad que se desprende de los recién nacidos, era un niño sólido. 
Su etapa de bebé la pasó tranquilo. No lloraba casi nunca, y cuando no estaba dormido se limitaba a estarse quieto, observando con mirada profunda a todo el que se le acercaba, sonriendo serenamente. Cuando algún adulto, al verlo, se dedicaba a hablarle con la típica voz que suelen los mayores emplear con los niños, en seguida se sentía ridículo, inadecuado, esperpéntico. Y es que el pequeño Juanito irradiaba una especie de sabiduría honda y antigua parecida a la que irradia de una vieja biblioteca. Todos coincidían en que era un pequeño Buda.
Juanito creció y creció, era un niño enorme. Con cuatro años usaba ropa de niños de siete, y con siete de adolescentes de trece. Era un pequeño gigantón. Visto de espaldas podía pasar por un niño mucho mayor, un adulto casi, pero al verle la cara simplemente parecía un niño de otra especie, tal vez una raza de gigantes bonachones norte-europea. Se daba en él una extraña paradoja: sus facciones eran suaves, infantiles, indefinidas, y al observarlo uno irremediablemente retrocedía en el tiempo, a ese estado lejano en el que aún no habíamos perdido la inocencia; sin embargo, brillaba en su alma esa sabiduría de viejo roble, magnífico y arrugado, que solitario vive al fondo de un prado. Lo cierto es que no dejaba indiferente a nadie.
Aprendió a hablar a una edad normal, pero era niño de pocas palabras, y cuando las pronunciaba pesaban. Sus frases eran como veleros que partían hacia el horizonte cargados de significado. No empleaba el tiempo como los chicos de su edad. Mientras los demás jugaban a indios y vaqueros, o al escondite, o al pilla-pilla, él pasaba las elásticas tardes veraniegas paseando meditabundo por los prados. Había encontrado un pequeño recodo elevado, al que accedía a través de espesos matorrales, en el que se sentaba solo, y desde las alturas contemplaba el poniente. A pesar de su naturaleza poco sociable, su presencia siempre resultaba agradable, tanto a los mayores como a los niños.
Siempre que su madre se ponía triste aparecía Juanito, y silenciosamente se sentaba en su regazo y la abrazaba. No necesitaba decir nada, su madre se sentía segura. Seguía estando triste, pero asida a él las olas de tristeza le sobrevenían mas no la arrastraban.
Era muy mal estudiante. Le costaba mucho prestar atención en clase, se sentaba callado y con la mirada perdida en el infinito de la ventana. No era un niño gamberro, y desde luego sus profesores le tenían mucho cariño, pero era incapaz de hacer los deberes, y las lecciones le resbalaban como resbala la lluvia por las tejas de una casa. Aprendió a leer y a escribir, pero no hacía ni lo uno ni lo otro. Fue pasando de curso como por inercia, como si nadie se atreviese a decir en alto que no merecía hacerlo.
         Juanito era especial hasta en el comer. No le gustaban las golosinas, ni la carne, ni el pescado, ni los pasteles… Sólo comía alimentos de la tierra, es decir, verduras y fruta, sobre todo mucha fruta. Entre todas las frutas su preferida era la manzana. Le gustaban tanto que se las comía enteras, corazón y todo, ¡hasta las pepitas se tragaba! Su madre siempre le advertía que tuviese cuidado, a ver si un día le iba a crecer un manzano en el estómago. El sabía que las pepitas eran semillas pero no le importaba. Hasta que un día una de las muchas pepitas que se comió durante el dorado otoño, en la temporada de las manzanas, germinó. Lo notó al instante. Sintió un brote de vida en su interior, y la extraña sensación le pareció premonitoriamente normal. No se lo contó a nadie y continuó con su día a día como si nada hubiera pasado. Simplemente lo añadió a la montaña de secretos que guardaba en su interior.
Conforme el árbol crecía se fue volviendo aún más callado, y las pocas veces en que hablaba lo hacía muy lentamente. En los días de lluvia salía al jardín y se quedaba quieto en un mismo lugar, empapándose de vida, hasta que su madre lo veía y consternada lo arrastraba hasta la casa. Cada vez le costaba más moverse, andaba muy despacio, notando a cada paso como sus pies buscaban la tierra, cada día eran más pesados. Le costaba mucho estar dentro de casa, durante el día siempre buscaba la luz. Hasta en clase se cambió de pupitre, y aunque hiciese frío abría la ventana para que le diese el sol.
Nadie se extrañó por los cambios que afectaban a Juanito. Su presencia era tan reconfortante, la gente se sentía tan a gusto a su alrededor, que nunca, ni antes ni entonces, se habían planteado sus excentricidades. La única que notó algo fue su madre, ya que cuando se ponía triste tardaba más en aparecer.
Llegó el invierno, y fue el más tranquilo que nunca hubiera tenido. Estuvo inusualmente callado y distante, aún más de lo que siempre había sido. Su presencia, antes cálida, cambió. Ahora proyectaba una sensación de desnudez. A veces incluso, cuando aparecía algunos sentían escalofríos. No era una sensación desagradable, pero sí fría. Su madre cada día lo vestía con más jerséis, hasta que parecía una cebolla de tantas capas que llevaba. Pero la sensación de frío y desnudez permanecía.
Por fin llegó la primavera. Una soleada mañana en que las estalactitas del porche de su casa se derretían, goteando a un hipnótico ritmo pausado, que parecía llevar el compás del alegre canto de los pájaros, asomó por su oreja un tierno y verde brote, coronado por un cerrado capullo. Su madre al verlo pensó que se había metido un palo en el oído, para limpiárselo, y le riñó diciéndole que usase bastoncillos. Cuando fue a quitárselo se dio cuenta de que no podía. Se quedo muy extrañada. Juanito le aseguró que todo estaba bien, y tal y como siempre sucedía en la vida de Juanito, al momento ella se sintió reconfortada y lo vio con absoluta normalidad. En el colegio pasó como otra de sus excentricidades, y nadie le preguntó al respecto, ni le prestó especial atención.
A la mañana siguiente le salió otro brote por la otra oreja, y la punta de un capullo asomaba tímidamente por el agujero derecho de su nariz. Al siguiente día, no sólo habían crecido los de las orejas, además le salían dos ramas por cada uno de los agujeros de la nariz. Poco a poco su piel fue cambiando de color y de textura, oscureciéndose y endureciéndose. En su tripa, en la zona del ombligo, ya parecía corteza. Cada vez le costaba más andar y moverse en general. Tardaba casi un minuto en llevarse un vaso de agua a la boca, y otro minuto en bajar el brazo para dejarlo sobre la mesa.
Conforme avanzaba la primavera su pelo fue tornándose verde, y sus rizos se convirtieron en hojas, con cerrados capullos, hasta que se comenzaron a abrir unas flores blancas con sutiles tintes rosados. Ya no iba al colegio, y casi no pasaba tiempo dentro de casa. Sentía sus pies muy pesados, y notaba como pequeños hilos luchaban por salir. Comenzó a ir descalzo, y cuando estaba sobre la hierba, en el jardín, notaba un placentero cosquilleo en la planta de los pies.
Su pelo, creció rapidísimo, cubriéndose de flores cada  vez menos blancas y más rosadas. Y las ramas que le salían por las orejas eran tan largas que ya sólo podía pasar por la puerta de lado. De cada uno de los dedos de sus manos crecía una pequeña flor, en una redonda cama de verdes hojas. Su piel ya no era rosada y suave, era marrón y dura, arrugada. Encontró un lugar en la vertiente sur del jardín donde daba mucho el sol y ahí se pasaba los días recto, quieto, bañándose de luz.
Parecerá extraño que nadie se inmutase ante semejante transformación, y no es que pasase inadvertido, pero ante la presencia de Juanito la gente olvidaba sus razonamientos, simplemente se dejaban llevar por una indescriptible y apacible sensación de bienestar. Una mañana de principios de verano, repentinamente, al verlo, su madre se asustó. Fue como si se le cayera un velo de los ojos permitiéndole ver por un instante la metamorfosis de Juanito. Se dio cuenta de que hacía varios días que no se había movido del lugar del jardín que tanto le gustaba, ni tan siquiera para comer, o dormir. Salió a buscarlo y estando frente a él se enfrentó a muchos sentimientos contrariados. Su cabeza sintió miedo y pena al ver en lo que su hijo se había convertido. Su corazón se lleno de una honda sensación de realización, entendiendo que siempre había estado predestinado a eso. 
Sus pies habían perdido su forma humana, de cada uno de lo que antes fueron sus dedos crecía una raíz que se clavaba en la tierra. Ya no llevaba ropa, su cuerpo estaba vestido de corteza. A su alrededor el suelo estaba cubierto de una sueva alfombra de pétalos rosas. Ya era más alto que ella, y  las ramas cubiertas de hojas y principio de rojas manzanas que parecían pequeños chichones, eran largas y frondosas. Aún así su madre reconocía a Juanito en el árbol, reconocía su cálida sonrisa y su mirada franca y honda. Entonces Juanito habló por última vez, lo hizo muy despacio, tanto que su madre en un principio confundió su voz con el viento. Las sílabas de las palabras se alargaban en un relajante susurro, como el sonido de la brisa moviendo las ramas de un árbol.
-He vuelto a la tierra, mi hogar.
Al llegar el otoño, Juanito, que ya era un impresionante manzano, dio abundantes frutos, y eran las mejores manzanas que nadie del pueblo hubiera probado jamás. Dulces y fibrosas, con mucho jugo. Daba tantas manzanas que hacían con ellas compota, zumo, y hasta sidra; además de comerlas frescas. Todo aquel que se comiera una manzana veía el mundo brillar de otra manera. Cuando en invierno comían la compota sentían una sensación cálida que ahuyentaba el frío. Todo aquel que bebiera su zumo se sentía extrañamente revigorizado. Cuando celebraban una fiesta y bebían su sidra, la gente se sentía poseída por la música, y tocaban, cantaban y bailaban hasta ver la luna caer por el horizonte.
Su madre pasaba horas y horas sentada bajo su sombra. Ahí se sentía a gusto. A menudo abrazaba el tronco, y lo sentía suave, recordándole a la piel de Juanito cuando era un rollizo y hermoso bebé. Si vais a su casa -es la última de la aldea, la que da al prado en el que pastan las vacas- seguramente la encontréis ahí, sentada bajo el árbol. Pedidle una manzana que ella os la dará. No lo dudéis, hincadle el diente, nada volverá a ser lo mismo.  



A.M.B.
Febrero de 2014