A
mi ahijadita Pía, que la quiero muchísimo.
Juanito
Manzano
Ilustración
de Sophie Mason
Juanito era un niño
hermoso, de rollizas mejillas y dorados bucles. Al nacer batió absolutamente
todos los records del hospital en cuanto a tamaño, fue el bebé más pesado y más
largo que nunca hubieran visto. Su madre, al sostenerlo en sus brazos por
primera vez, no sintió esa característica sensación de fragilidad que se
desprende de los recién nacidos, era un niño sólido.
Su etapa de bebé la
pasó tranquilo. No lloraba casi nunca, y cuando no estaba dormido se limitaba a
estarse quieto, observando con mirada profunda a todo el que se le acercaba,
sonriendo serenamente. Cuando algún adulto, al verlo, se dedicaba a hablarle
con la típica voz que suelen los mayores emplear con los niños, en seguida se
sentía ridículo, inadecuado, esperpéntico. Y es que el pequeño Juanito
irradiaba una especie de sabiduría honda y antigua parecida a la que irradia de
una vieja biblioteca. Todos coincidían en que era un pequeño Buda.
Juanito creció y
creció, era un niño enorme. Con cuatro años usaba ropa de niños de siete, y con
siete de adolescentes de trece. Era un pequeño gigantón. Visto de espaldas
podía pasar por un niño mucho mayor, un adulto casi, pero al verle la cara
simplemente parecía un niño de otra especie, tal vez una raza de gigantes
bonachones norte-europea. Se daba en él una extraña paradoja: sus facciones
eran suaves, infantiles, indefinidas, y al observarlo uno irremediablemente
retrocedía en el tiempo, a ese estado lejano en el que aún no habíamos perdido
la inocencia; sin embargo, brillaba en su alma esa sabiduría de viejo roble, magnífico
y arrugado, que solitario vive al fondo de un prado. Lo cierto es que no dejaba
indiferente a nadie.
Aprendió a hablar a
una edad normal, pero era niño de pocas palabras, y cuando las pronunciaba
pesaban. Sus frases eran como veleros que partían hacia el horizonte cargados
de significado. No empleaba el tiempo como los chicos de su edad. Mientras los
demás jugaban a indios y vaqueros, o al escondite, o al pilla-pilla, él pasaba
las elásticas tardes veraniegas paseando meditabundo por los prados. Había
encontrado un pequeño recodo elevado, al que accedía a través de espesos
matorrales, en el que se sentaba solo, y desde las alturas contemplaba el
poniente. A pesar de su naturaleza poco sociable, su presencia siempre
resultaba agradable, tanto a los mayores como a los niños.
Siempre que su
madre se ponía triste aparecía Juanito, y silenciosamente se sentaba en su
regazo y la abrazaba. No necesitaba decir nada, su madre se sentía segura.
Seguía estando triste, pero asida a él las olas de tristeza le sobrevenían mas
no la arrastraban.
Era muy mal
estudiante. Le costaba mucho prestar atención en clase, se sentaba callado y
con la mirada perdida en el infinito de la ventana. No era un niño gamberro, y
desde luego sus profesores le tenían mucho cariño, pero era incapaz de hacer
los deberes, y las lecciones le resbalaban como resbala la lluvia por las tejas
de una casa. Aprendió a leer y a escribir, pero no hacía ni lo uno ni lo otro.
Fue pasando de curso como por inercia, como si nadie se atreviese a decir en
alto que no merecía hacerlo.
Juanito era especial hasta en el comer. No le gustaban las
golosinas, ni la carne, ni el pescado, ni los pasteles… Sólo comía alimentos de
la tierra, es decir, verduras y fruta, sobre todo mucha fruta. Entre todas las
frutas su preferida era la manzana. Le gustaban tanto que se las comía enteras,
corazón y todo, ¡hasta las pepitas se tragaba! Su madre siempre le advertía que
tuviese cuidado, a ver si un día le iba a crecer un manzano en el estómago. El
sabía que las pepitas eran semillas pero no le importaba. Hasta que un día una
de las muchas pepitas que se comió durante el dorado otoño, en la temporada de
las manzanas, germinó. Lo notó al instante. Sintió un brote de vida en su
interior, y la extraña sensación le pareció premonitoriamente normal. No se lo
contó a nadie y continuó con su día a día como si nada hubiera pasado. Simplemente
lo añadió a la montaña de secretos que guardaba en su interior.
Conforme el árbol
crecía se fue volviendo aún más callado, y las pocas veces en que hablaba lo
hacía muy lentamente. En los días de lluvia salía al jardín y se quedaba quieto
en un mismo lugar, empapándose de vida, hasta que su madre lo veía y
consternada lo arrastraba hasta la casa. Cada vez le costaba más moverse,
andaba muy despacio, notando a cada paso como sus pies buscaban la tierra, cada
día eran más pesados. Le costaba mucho estar dentro de casa, durante el día
siempre buscaba la luz. Hasta en clase se cambió de pupitre, y aunque hiciese
frío abría la ventana para que le diese el sol.
Nadie se extrañó
por los cambios que afectaban a Juanito. Su presencia era tan reconfortante, la
gente se sentía tan a gusto a su alrededor, que nunca, ni antes ni entonces, se
habían planteado sus excentricidades. La única que notó algo fue su madre, ya
que cuando se ponía triste tardaba más en aparecer.
Llegó el invierno,
y fue el más tranquilo que nunca hubiera tenido. Estuvo inusualmente callado y
distante, aún más de lo que siempre había sido. Su presencia, antes cálida,
cambió. Ahora proyectaba una sensación de desnudez. A veces incluso, cuando
aparecía algunos sentían escalofríos. No era una sensación desagradable, pero
sí fría. Su madre cada día lo vestía con más jerséis, hasta que parecía una
cebolla de tantas capas que llevaba. Pero la sensación de frío y desnudez
permanecía.
Por fin llegó la
primavera. Una soleada mañana en que las estalactitas del porche de su casa se
derretían, goteando a un hipnótico ritmo pausado, que parecía llevar el compás del
alegre canto de los pájaros, asomó por su oreja un tierno y verde brote,
coronado por un cerrado capullo. Su madre al verlo pensó que se había metido un
palo en el oído, para limpiárselo, y le riñó diciéndole que usase bastoncillos.
Cuando fue a quitárselo se dio cuenta de que no podía. Se quedo muy extrañada.
Juanito le aseguró que todo estaba bien, y tal y como siempre sucedía en la
vida de Juanito, al momento ella se sintió reconfortada y lo vio con absoluta
normalidad. En el colegio pasó como otra de sus excentricidades, y nadie le preguntó
al respecto, ni le prestó especial atención.
A la mañana
siguiente le salió otro brote por la otra oreja, y la punta de un capullo
asomaba tímidamente por el agujero derecho de su nariz. Al siguiente día, no
sólo habían crecido los de las orejas, además le salían dos ramas por cada uno
de los agujeros de la nariz. Poco a poco su piel fue cambiando de color y de
textura, oscureciéndose y endureciéndose. En su tripa, en la zona del ombligo,
ya parecía corteza. Cada vez le costaba más andar y moverse en general. Tardaba
casi un minuto en llevarse un vaso de agua a la boca, y otro minuto en bajar el
brazo para dejarlo sobre la mesa.
Conforme avanzaba
la primavera su pelo fue tornándose verde, y sus rizos se convirtieron en
hojas, con cerrados capullos, hasta que se comenzaron a abrir unas flores
blancas con sutiles tintes rosados. Ya no iba al colegio, y casi no pasaba
tiempo dentro de casa. Sentía sus pies muy pesados, y notaba como pequeños hilos
luchaban por salir. Comenzó a ir descalzo, y cuando estaba sobre la hierba, en el
jardín, notaba un placentero cosquilleo en la planta de los pies.
Su pelo, creció rapidísimo,
cubriéndose de flores cada vez menos
blancas y más rosadas. Y las ramas que le salían por las orejas eran tan largas
que ya sólo podía pasar por la puerta de lado. De cada uno de los dedos de sus
manos crecía una pequeña flor, en una redonda cama de verdes hojas. Su piel ya
no era rosada y suave, era marrón y dura, arrugada. Encontró un lugar en la
vertiente sur del jardín donde daba mucho el sol y ahí se pasaba los días
recto, quieto, bañándose de luz.
Parecerá extraño
que nadie se inmutase ante semejante transformación, y no es que pasase
inadvertido, pero ante la presencia de Juanito la gente olvidaba sus
razonamientos, simplemente se dejaban llevar por una indescriptible y apacible
sensación de bienestar. Una mañana de principios de verano, repentinamente, al
verlo, su madre se asustó. Fue como si se le cayera un velo de los ojos
permitiéndole ver por un instante la metamorfosis de Juanito. Se dio cuenta de
que hacía varios días que no se había movido del lugar del jardín que tanto le
gustaba, ni tan siquiera para comer, o dormir. Salió a buscarlo y estando
frente a él se enfrentó a muchos sentimientos contrariados. Su cabeza sintió
miedo y pena al ver en lo que su hijo se había convertido. Su corazón se lleno
de una honda sensación de realización, entendiendo que siempre había estado
predestinado a eso.
Sus pies habían
perdido su forma humana, de cada uno de lo que antes fueron sus dedos crecía
una raíz que se clavaba en la tierra. Ya no llevaba ropa, su cuerpo estaba
vestido de corteza. A su alrededor el suelo estaba cubierto de una sueva
alfombra de pétalos rosas. Ya era más alto que ella, y las ramas cubiertas de hojas y principio de
rojas manzanas que parecían pequeños chichones, eran largas y frondosas. Aún
así su madre reconocía a Juanito en el árbol, reconocía su cálida sonrisa y su
mirada franca y honda. Entonces Juanito habló por última vez, lo hizo muy
despacio, tanto que su madre en un principio confundió su voz con el viento. Las
sílabas de las palabras se alargaban en un relajante susurro, como el sonido de
la brisa moviendo las ramas de un árbol.
-He vuelto a la
tierra, mi hogar.
Al llegar el otoño,
Juanito, que ya era un impresionante manzano, dio abundantes frutos, y eran las
mejores manzanas que nadie del pueblo hubiera probado jamás. Dulces y fibrosas,
con mucho jugo. Daba tantas manzanas que hacían con ellas compota, zumo, y
hasta sidra; además de comerlas frescas. Todo aquel que se comiera una manzana
veía el mundo brillar de otra manera. Cuando en invierno comían la compota
sentían una sensación cálida que ahuyentaba el frío. Todo aquel que bebiera su
zumo se sentía extrañamente revigorizado. Cuando celebraban una fiesta y bebían
su sidra, la gente se sentía poseída por la música, y tocaban, cantaban y
bailaban hasta ver la luna caer por el horizonte.
Su madre pasaba
horas y horas sentada bajo su sombra. Ahí se sentía a gusto. A menudo abrazaba
el tronco, y lo sentía suave, recordándole a la piel de Juanito cuando era un
rollizo y hermoso bebé. Si vais a su casa -es la última de la aldea, la que da
al prado en el que pastan las vacas- seguramente la encontréis ahí, sentada
bajo el árbol. Pedidle una manzana que ella os la dará. No lo dudéis, hincadle
el diente, nada volverá a ser lo mismo.
A.M.B.
Febrero de 2014
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