domingo, 9 de febrero de 2014

Juanito Manzano



 A mi ahijadita Pía, que la quiero muchísimo.


Juanito Manzano


Ilustración de Sophie Mason


Juanito era un niño hermoso, de rollizas mejillas y dorados bucles. Al nacer batió absolutamente todos los records del hospital en cuanto a tamaño, fue el bebé más pesado y más largo que nunca hubieran visto. Su madre, al sostenerlo en sus brazos por primera vez, no sintió esa característica sensación de fragilidad que se desprende de los recién nacidos, era un niño sólido. 
Su etapa de bebé la pasó tranquilo. No lloraba casi nunca, y cuando no estaba dormido se limitaba a estarse quieto, observando con mirada profunda a todo el que se le acercaba, sonriendo serenamente. Cuando algún adulto, al verlo, se dedicaba a hablarle con la típica voz que suelen los mayores emplear con los niños, en seguida se sentía ridículo, inadecuado, esperpéntico. Y es que el pequeño Juanito irradiaba una especie de sabiduría honda y antigua parecida a la que irradia de una vieja biblioteca. Todos coincidían en que era un pequeño Buda.
Juanito creció y creció, era un niño enorme. Con cuatro años usaba ropa de niños de siete, y con siete de adolescentes de trece. Era un pequeño gigantón. Visto de espaldas podía pasar por un niño mucho mayor, un adulto casi, pero al verle la cara simplemente parecía un niño de otra especie, tal vez una raza de gigantes bonachones norte-europea. Se daba en él una extraña paradoja: sus facciones eran suaves, infantiles, indefinidas, y al observarlo uno irremediablemente retrocedía en el tiempo, a ese estado lejano en el que aún no habíamos perdido la inocencia; sin embargo, brillaba en su alma esa sabiduría de viejo roble, magnífico y arrugado, que solitario vive al fondo de un prado. Lo cierto es que no dejaba indiferente a nadie.
Aprendió a hablar a una edad normal, pero era niño de pocas palabras, y cuando las pronunciaba pesaban. Sus frases eran como veleros que partían hacia el horizonte cargados de significado. No empleaba el tiempo como los chicos de su edad. Mientras los demás jugaban a indios y vaqueros, o al escondite, o al pilla-pilla, él pasaba las elásticas tardes veraniegas paseando meditabundo por los prados. Había encontrado un pequeño recodo elevado, al que accedía a través de espesos matorrales, en el que se sentaba solo, y desde las alturas contemplaba el poniente. A pesar de su naturaleza poco sociable, su presencia siempre resultaba agradable, tanto a los mayores como a los niños.
Siempre que su madre se ponía triste aparecía Juanito, y silenciosamente se sentaba en su regazo y la abrazaba. No necesitaba decir nada, su madre se sentía segura. Seguía estando triste, pero asida a él las olas de tristeza le sobrevenían mas no la arrastraban.
Era muy mal estudiante. Le costaba mucho prestar atención en clase, se sentaba callado y con la mirada perdida en el infinito de la ventana. No era un niño gamberro, y desde luego sus profesores le tenían mucho cariño, pero era incapaz de hacer los deberes, y las lecciones le resbalaban como resbala la lluvia por las tejas de una casa. Aprendió a leer y a escribir, pero no hacía ni lo uno ni lo otro. Fue pasando de curso como por inercia, como si nadie se atreviese a decir en alto que no merecía hacerlo.
         Juanito era especial hasta en el comer. No le gustaban las golosinas, ni la carne, ni el pescado, ni los pasteles… Sólo comía alimentos de la tierra, es decir, verduras y fruta, sobre todo mucha fruta. Entre todas las frutas su preferida era la manzana. Le gustaban tanto que se las comía enteras, corazón y todo, ¡hasta las pepitas se tragaba! Su madre siempre le advertía que tuviese cuidado, a ver si un día le iba a crecer un manzano en el estómago. El sabía que las pepitas eran semillas pero no le importaba. Hasta que un día una de las muchas pepitas que se comió durante el dorado otoño, en la temporada de las manzanas, germinó. Lo notó al instante. Sintió un brote de vida en su interior, y la extraña sensación le pareció premonitoriamente normal. No se lo contó a nadie y continuó con su día a día como si nada hubiera pasado. Simplemente lo añadió a la montaña de secretos que guardaba en su interior.
Conforme el árbol crecía se fue volviendo aún más callado, y las pocas veces en que hablaba lo hacía muy lentamente. En los días de lluvia salía al jardín y se quedaba quieto en un mismo lugar, empapándose de vida, hasta que su madre lo veía y consternada lo arrastraba hasta la casa. Cada vez le costaba más moverse, andaba muy despacio, notando a cada paso como sus pies buscaban la tierra, cada día eran más pesados. Le costaba mucho estar dentro de casa, durante el día siempre buscaba la luz. Hasta en clase se cambió de pupitre, y aunque hiciese frío abría la ventana para que le diese el sol.
Nadie se extrañó por los cambios que afectaban a Juanito. Su presencia era tan reconfortante, la gente se sentía tan a gusto a su alrededor, que nunca, ni antes ni entonces, se habían planteado sus excentricidades. La única que notó algo fue su madre, ya que cuando se ponía triste tardaba más en aparecer.
Llegó el invierno, y fue el más tranquilo que nunca hubiera tenido. Estuvo inusualmente callado y distante, aún más de lo que siempre había sido. Su presencia, antes cálida, cambió. Ahora proyectaba una sensación de desnudez. A veces incluso, cuando aparecía algunos sentían escalofríos. No era una sensación desagradable, pero sí fría. Su madre cada día lo vestía con más jerséis, hasta que parecía una cebolla de tantas capas que llevaba. Pero la sensación de frío y desnudez permanecía.
Por fin llegó la primavera. Una soleada mañana en que las estalactitas del porche de su casa se derretían, goteando a un hipnótico ritmo pausado, que parecía llevar el compás del alegre canto de los pájaros, asomó por su oreja un tierno y verde brote, coronado por un cerrado capullo. Su madre al verlo pensó que se había metido un palo en el oído, para limpiárselo, y le riñó diciéndole que usase bastoncillos. Cuando fue a quitárselo se dio cuenta de que no podía. Se quedo muy extrañada. Juanito le aseguró que todo estaba bien, y tal y como siempre sucedía en la vida de Juanito, al momento ella se sintió reconfortada y lo vio con absoluta normalidad. En el colegio pasó como otra de sus excentricidades, y nadie le preguntó al respecto, ni le prestó especial atención.
A la mañana siguiente le salió otro brote por la otra oreja, y la punta de un capullo asomaba tímidamente por el agujero derecho de su nariz. Al siguiente día, no sólo habían crecido los de las orejas, además le salían dos ramas por cada uno de los agujeros de la nariz. Poco a poco su piel fue cambiando de color y de textura, oscureciéndose y endureciéndose. En su tripa, en la zona del ombligo, ya parecía corteza. Cada vez le costaba más andar y moverse en general. Tardaba casi un minuto en llevarse un vaso de agua a la boca, y otro minuto en bajar el brazo para dejarlo sobre la mesa.
Conforme avanzaba la primavera su pelo fue tornándose verde, y sus rizos se convirtieron en hojas, con cerrados capullos, hasta que se comenzaron a abrir unas flores blancas con sutiles tintes rosados. Ya no iba al colegio, y casi no pasaba tiempo dentro de casa. Sentía sus pies muy pesados, y notaba como pequeños hilos luchaban por salir. Comenzó a ir descalzo, y cuando estaba sobre la hierba, en el jardín, notaba un placentero cosquilleo en la planta de los pies.
Su pelo, creció rapidísimo, cubriéndose de flores cada  vez menos blancas y más rosadas. Y las ramas que le salían por las orejas eran tan largas que ya sólo podía pasar por la puerta de lado. De cada uno de los dedos de sus manos crecía una pequeña flor, en una redonda cama de verdes hojas. Su piel ya no era rosada y suave, era marrón y dura, arrugada. Encontró un lugar en la vertiente sur del jardín donde daba mucho el sol y ahí se pasaba los días recto, quieto, bañándose de luz.
Parecerá extraño que nadie se inmutase ante semejante transformación, y no es que pasase inadvertido, pero ante la presencia de Juanito la gente olvidaba sus razonamientos, simplemente se dejaban llevar por una indescriptible y apacible sensación de bienestar. Una mañana de principios de verano, repentinamente, al verlo, su madre se asustó. Fue como si se le cayera un velo de los ojos permitiéndole ver por un instante la metamorfosis de Juanito. Se dio cuenta de que hacía varios días que no se había movido del lugar del jardín que tanto le gustaba, ni tan siquiera para comer, o dormir. Salió a buscarlo y estando frente a él se enfrentó a muchos sentimientos contrariados. Su cabeza sintió miedo y pena al ver en lo que su hijo se había convertido. Su corazón se lleno de una honda sensación de realización, entendiendo que siempre había estado predestinado a eso. 
Sus pies habían perdido su forma humana, de cada uno de lo que antes fueron sus dedos crecía una raíz que se clavaba en la tierra. Ya no llevaba ropa, su cuerpo estaba vestido de corteza. A su alrededor el suelo estaba cubierto de una sueva alfombra de pétalos rosas. Ya era más alto que ella, y  las ramas cubiertas de hojas y principio de rojas manzanas que parecían pequeños chichones, eran largas y frondosas. Aún así su madre reconocía a Juanito en el árbol, reconocía su cálida sonrisa y su mirada franca y honda. Entonces Juanito habló por última vez, lo hizo muy despacio, tanto que su madre en un principio confundió su voz con el viento. Las sílabas de las palabras se alargaban en un relajante susurro, como el sonido de la brisa moviendo las ramas de un árbol.
-He vuelto a la tierra, mi hogar.
Al llegar el otoño, Juanito, que ya era un impresionante manzano, dio abundantes frutos, y eran las mejores manzanas que nadie del pueblo hubiera probado jamás. Dulces y fibrosas, con mucho jugo. Daba tantas manzanas que hacían con ellas compota, zumo, y hasta sidra; además de comerlas frescas. Todo aquel que se comiera una manzana veía el mundo brillar de otra manera. Cuando en invierno comían la compota sentían una sensación cálida que ahuyentaba el frío. Todo aquel que bebiera su zumo se sentía extrañamente revigorizado. Cuando celebraban una fiesta y bebían su sidra, la gente se sentía poseída por la música, y tocaban, cantaban y bailaban hasta ver la luna caer por el horizonte.
Su madre pasaba horas y horas sentada bajo su sombra. Ahí se sentía a gusto. A menudo abrazaba el tronco, y lo sentía suave, recordándole a la piel de Juanito cuando era un rollizo y hermoso bebé. Si vais a su casa -es la última de la aldea, la que da al prado en el que pastan las vacas- seguramente la encontréis ahí, sentada bajo el árbol. Pedidle una manzana que ella os la dará. No lo dudéis, hincadle el diente, nada volverá a ser lo mismo.  



A.M.B.
Febrero de 2014

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