Jean-Jaques Rousseau: el extraño ilustrado
Cuentan algunos, que las
ideas que Rousseau expuso en su Discurso
sobre las Ciencias y las Artes -que pronuncio en la Academia Francesa con
motivo de un debate, del que salió vencedor, y que giraba en torno a la
pregunta: ¿contribuyen las artes y las ciencias a corromper al individuo?- no
son originales, sino que le fueron sugeridas por Diderot, a quién consultó el
filósofo ginebrino en el castillo de Vincennes. Otros tachan sus ideas de poco
sinceras, acusándolas de no ser sino meros sofismas, parte de una estrategia
efectista y eficiente para ganar el debate. El propio Rousseau dice que las
ideas le vinieron como una inspiración súbita, una especie de iluminación
parecida a la que vivió el de Hipona en Milán, tras leer la noticia del
concurso en el Mercure de France,
cuando iba camino de Vincennes. Por respeto a la literatura creeremos la
versión del propio autor, dado que la pronunciación de este discurso no sólo le
catapultaría a la fama, además sería la base de gran parte de su filosofía.
Cuando
pronuncia el discurso, en el año 1750, el no tan joven filósofo, contaba con
treinta y ocho años de edad, ya lleva un lustro codeándose con las élites
ilustradas de la Francia del XVIII. En 1745 vuelve a París y entabla amistad
con Voltaire, D'Alambert, Rameau y Diderot;
y con todos ellos habría de terminar enemistado. Fue un filósofo de esos que
reman a contra corriente, enfrentado a las ideas dominantes de su época, hijo
de ellas pero posicionándose como su antónimo. Y es que es muy difícil entender
a Rousseau fuera del contexto de la ilustración.
Vivió enfrentado a la autoridad política por sus ideas sobre
la vuelta al “estado de naturaleza” y el pacto social, por sus ideas de la
libertad y la igualdad primigenias, y de la soberanía absoluta del pueblo.
Recibió críticas de las autoridades eclesiásticas por sus teorías sobre la “religión
civil” y su deísmo naturalista. Todo ello debiera haberle puesto del lado de
los ilustrados, aquellos hombres que soñaron el mundo del sapere aude, hasta llegó a
participar en la redacción de la enciclopedia, sin embargo, fue en ellos en
quien halló sus más encendidas críticas.
En su discurso, Rousseau rechaza la ciencia y las artes como
vehículo de perfeccionamiento del hombre. Es más cree que son la causa de su
corrupción y decadencia. De su alejamiento de ese estado natural al que debe
volver, el de la feliz ignorancia donde la serena sabiduría lo había colocado. Reclama
una vuelta al Jardín del Edén, un viaje a través del tiempo en el que pudiera
aparecer, repentinamente, antes del fatal momento en que Eva escucha a la vil
serpiente y come de la manzana del árbol de la ciencia. ¡Ay feliz ignorancia en
la que hombre y mujer yacen desnudos sin pudor! La ciencia no ha hecho sino
corrompernos, por eso aguardaba oculta, por eso no nacimos sabiendo, era por
nuestro propio bien. ¿Qué bien podemos hallar en el progreso?
De esa idea, que brota espontánea, entre lágrimas, y bajo un
árbol a la vera del camino, tejerá el tapiz de su pensamiento. Distinguiendo
entre “estado civil”, en el que se encuentra el hombre, origen de toda
perversión; y el “estado de naturaleza”, el estado originario y más perfecto
del hombre. Considera pues que hay un estadio natural de la historia, y que la
historia civilizada es una degradación de ésta. De esta forma se está alzando
en contra de una idea que se gesta en su época, pero que adquiere su máximo
esplendor en el marxismo del XIX, el progreso. Es un acto de rebeldía en contra
de la ciencia y las artes, que tal vez a día de hoy, en que vivimos más
sometidos a la técnica que nunca, sea aún más relevante que entonces.
Frente a la deificación de la razón por parte de sus
compatriotas ilustrados él ensalza el sentimiento y el corazón. En otra de sus
paradojas, lo que en principio parece una actitud reaccionaria, es en realidad
una actitud precursora. Es bien sabido que la filosofía del ginebrino fue
ampliamente leída por los integrantes del movimiento del Sturm und Drang alemán, y se
considera anticipo de todo el Romanticismo.
Rousseau esboza un boceto del buen salvaje. Ese hombre
anterior a la historia civilizada, que es bueno por naturaleza, que aún no ha
sido pervertido por los orgullos esfuerzos para salir de la feliz ignorancia.
Por lo tanto, el racionalismo, tan en boga en su época, pierde importancia. Si
hay una religión natural, no revelada, es la conciencia la que debe ocuparse de
ella, no la razón. Lo mismo acurre en el ámbito de la moral, el bien es un
sentimiento moral, un instinto infalible, equivalente en lo espiritual al
instinto físico.
Pero aún va más allá, el filósofo ataca a la propia
filosofía. Tal vez lo haga como respuesta a todos aquellos pomposos
contemporáneos suyos que se autoproclaman filósofos, poniendo en evidencia la
frivolidad del movimiento ilustrado. Cree dañino, en consecuencia con todo lo
que antes ha formulado, el intentar educar a la masa del pueblo. Aquí vemos al
Rousseau más platónico. Influenciado, sin lugar a duda, por La república del filósofo ateniense,
limita la ciencia a unos pocos individuos geniales, a una minúscula minoría que
nace con posibilidad de avanzar en ella. Por ello, el intento ilustrado de
hacer de ella patrimonio común le parece poco menos que perverso, ya que no
hace más que contaminar a las almas vulgares.
A lo largo de la historia la lectura de Rousseau no ha
dejado indiferente a nadie. Ha producido infinitas reacciones en sus lectores, desde
aprobación por parte de los románticos centro-europeos a rechazo por sus contemporáneos.
Probablemente la reacción más natural sea la de escepticismo, descreimiento.
¿Realmente creía en el buen salvaje? ¿Es su filosofía una respuesta incendiaria
a la apoteosis de la razón que se dio en su siglo? Nunca lo sabremos, como
nunca sabremos la verdad de cómo le vino la inspiración para su discurso.
Algunos lo tacharán de inocente, otros de sofista, otros de genio. Lo que sí
que es cierto es que ha dado mucho de qué hablar, y aún sigue dándolo. Es más,
algunas de sus teorías, parece que con el tiempo cobran más y más fuerza. ¿Acaso
es el hombre actual, letrado y educado por la resaca francesa de la
ilustración, más sabio que el de antes? ¿La técnica, nos libera, o
nos tiene sometidos?
Tal vez, a día de hoy, en pleno s. XXI, las ideas de
Rousseau, genuinas o intencionadamente sofistas, sean más relevantes que nunca.
Tal vez el fuego que Prometeo robó a los dioses se haya descontrolado y esté
arrasando con todo. Es posible que el progreso debiera de dejar de ser el norte
en la rosa de los vientos que guía a la humanidad. A lo mejor, el más sabio
sigue siendo aquel que sólo sabe que no sabe nada.
A.M.B.
Enero de 2014
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