lunes, 3 de febrero de 2014

Jean-Jaques Rousseau: el extraño ilustrado





Jean-Jaques Rousseau: el extraño ilustrado

         Cuentan algunos, que las ideas que Rousseau expuso en su Discurso sobre las Ciencias y las Artes -que pronuncio en la Academia Francesa con motivo de un debate, del que salió vencedor, y que giraba en torno a la pregunta: ¿contribuyen las artes y las ciencias a corromper al individuo?- no son originales, sino que le fueron sugeridas por Diderot, a quién consultó el filósofo ginebrino en el castillo de Vincennes. Otros tachan sus ideas de poco sinceras, acusándolas de no ser sino meros sofismas, parte de una estrategia efectista y eficiente para ganar el debate. El propio Rousseau dice que las ideas le vinieron como una inspiración súbita, una especie de iluminación parecida a la que vivió el de Hipona en Milán, tras leer la noticia del concurso en el Mercure de France, cuando iba camino de Vincennes. Por respeto a la literatura creeremos la versión del propio autor, dado que la pronunciación de este discurso no sólo le catapultaría a la fama, además sería la base de gran parte de su filosofía.
         Cuando pronuncia el discurso, en el año 1750, el no tan joven filósofo, contaba con treinta y ocho años de edad, ya lleva un lustro codeándose con las élites ilustradas de la Francia del XVIII. En 1745 vuelve a París y entabla amistad con Voltaire, D'Alambert, Rameau y Diderot; y con todos ellos habría de terminar enemistado. Fue un filósofo de esos que reman a contra corriente, enfrentado a las ideas dominantes de su época, hijo de ellas pero posicionándose como su antónimo. Y es que es muy difícil entender a Rousseau fuera del contexto de la ilustración.
         Vivió enfrentado a la autoridad política por sus ideas sobre la vuelta al “estado de naturaleza” y el pacto social, por sus ideas de la libertad y la igualdad primigenias, y de la soberanía absoluta del pueblo. Recibió críticas de las autoridades eclesiásticas por sus teorías sobre la “religión civil” y su deísmo naturalista. Todo ello debiera haberle puesto del lado de los ilustrados, aquellos hombres que soñaron el mundo del sapere aude,  hasta llegó a participar en la redacción de la enciclopedia, sin embargo, fue en ellos en quien halló sus más encendidas críticas.
         En su discurso, Rousseau rechaza la ciencia y las artes como vehículo de perfeccionamiento del hombre. Es más cree que son la causa de su corrupción y decadencia. De su alejamiento de ese estado natural al que debe volver, el de la feliz ignorancia donde la serena sabiduría lo había colocado. Reclama una vuelta al Jardín del Edén, un viaje a través del tiempo en el que pudiera aparecer, repentinamente, antes del fatal momento en que Eva escucha a la vil serpiente y come de la manzana del árbol de la ciencia. ¡Ay feliz ignorancia en la que hombre y mujer yacen desnudos sin pudor! La ciencia no ha hecho sino corrompernos, por eso aguardaba oculta, por eso no nacimos sabiendo, era por nuestro propio bien. ¿Qué bien podemos hallar en el progreso?
         De esa idea, que brota espontánea, entre lágrimas, y bajo un árbol a la vera del camino, tejerá el tapiz de su pensamiento. Distinguiendo entre “estado civil”, en el que se encuentra el hombre, origen de toda perversión; y el “estado de naturaleza”, el estado originario y más perfecto del hombre. Considera pues que hay un estadio natural de la historia, y que la historia civilizada es una degradación de ésta. De esta forma se está alzando en contra de una idea que se gesta en su época, pero que adquiere su máximo esplendor en el marxismo del XIX, el progreso. Es un acto de rebeldía en contra de la ciencia y las artes, que tal vez a día de hoy, en que vivimos más sometidos a la técnica que nunca, sea aún más relevante que entonces.
         Frente a la deificación de la razón por parte de sus compatriotas ilustrados él ensalza el sentimiento y el corazón. En otra de sus paradojas, lo que en principio parece una actitud reaccionaria, es en realidad una actitud precursora. Es bien sabido que la filosofía del ginebrino fue ampliamente leída por los integrantes del movimiento del Sturm und Drang  alemán, y se considera anticipo de todo el Romanticismo.
         Rousseau esboza un boceto del buen salvaje. Ese hombre anterior a la historia civilizada, que es bueno por naturaleza, que aún no ha sido pervertido por los orgullos esfuerzos para salir de la feliz ignorancia. Por lo tanto, el racionalismo, tan en boga en su época, pierde importancia. Si hay una religión natural, no revelada, es la conciencia la que debe ocuparse de ella, no la razón. Lo mismo acurre en el ámbito de la moral, el bien es un sentimiento moral, un instinto infalible, equivalente en lo espiritual al instinto físico.
         Pero aún va más allá, el filósofo ataca a la propia filosofía. Tal vez lo haga como respuesta a todos aquellos pomposos contemporáneos suyos que se autoproclaman filósofos, poniendo en evidencia la frivolidad del movimiento ilustrado. Cree dañino, en consecuencia con todo lo que antes ha formulado, el intentar educar a la masa del pueblo. Aquí vemos al Rousseau más platónico. Influenciado, sin lugar a duda, por La república del filósofo ateniense, limita la ciencia a unos pocos individuos geniales, a una minúscula minoría que nace con posibilidad de avanzar en ella. Por ello, el intento ilustrado de hacer de ella patrimonio común le parece poco menos que perverso, ya que no hace más que contaminar a las almas vulgares.
         A lo largo de la historia la lectura de Rousseau no ha dejado indiferente a nadie. Ha producido infinitas reacciones en sus lectores, desde aprobación por parte de los románticos centro-europeos a rechazo por sus contemporáneos. Probablemente la reacción más natural sea la de escepticismo, descreimiento. ¿Realmente creía en el buen salvaje? ¿Es su filosofía una respuesta incendiaria a la apoteosis de la razón que se dio en su siglo? Nunca lo sabremos, como nunca sabremos la verdad de cómo le vino la inspiración para su discurso. Algunos lo tacharán de inocente, otros de sofista, otros de genio. Lo que sí que es cierto es que ha dado mucho de qué hablar, y aún sigue dándolo. Es más, algunas de sus teorías, parece que con el tiempo cobran más y más fuerza. ¿Acaso es el hombre actual, letrado y educado por la resaca francesa de la ilustración, más sabio que el de antes? ¿La técnica, nos libera, o nos tiene sometidos?
         Tal vez, a día de hoy, en pleno s. XXI, las ideas de Rousseau, genuinas o intencionadamente sofistas, sean más relevantes que nunca. Tal vez el fuego que Prometeo robó a los dioses se haya descontrolado y esté arrasando con todo. Es posible que el progreso debiera de dejar de ser el norte en la rosa de los vientos que guía a la humanidad. A lo mejor, el más sabio sigue siendo aquel que sólo sabe que no sabe nada.




 A.M.B.
Enero de 2014

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