El rapsoda
mudo
Teseo era hijo de un pastor y una
quesera, y nació en algún lugar remoto del Mediterráneo, si es que existe tal
lugar. Tenía muchos hermanos y vivían en una tierra que llevaba en la familia
de la madre desde hacía muchas generaciones. No tenía gran extensión pero sí la
justa para que tuvieran un huerto y muchas encinas que daban abundante leña
para calentar el hogar. El pueblo donde vendían los quesos estaba a tan sólo un
corto paseo a pie de la casa.
En la casa había siempre mucho
alboroto, no en vano, eran catorce hermanos, ocho chicos y seis chicas. Teseo
era el séptimo, por lo que pasaba siempre muy desapercibido, sin hacer ruido.
Su madre siempre decía que de todos sus hijos, Teseo era el soñador. Conforme
fue creciendo su forma de ser, tan callada, tan abstraída, les empezó a
preocupar, hasta que un día se dieron cuenta de que era sordomudo. Los padres
se preguntaron, una y otra vez, qué habían hecho mal para recibir tal castigo
divino.
Sin embargo había algo extraño en él, a pesar de no poder expresarse tenía
una mirada inequivocablemente inteligente, despierta, viva. A veces daba la
sensación de que con una mirada decía más que nadie en la casa. No emitía
sonidos guturales como suelen hacerlo los sordomudos, esos sonidos que hacen
poca justicia a la inteligencia que puedan poseer. Era absolutamente callado,
vivía sumido en el más quieto de los silencios. A pesar de no oír entendía
siempre lo que sucedía a su alrededor, y era una delicia convivir con él. Se
dedicaba a contemplar. Desde muy pequeño su madre le había encontrado en
repetidas ocasiones contemplando el amanecer, cuando ella madrugaba para
ordeñar a las ovejas. La imagen que de él se desprendía era absolutamente
armónica, afinada a la naturaleza, hasta tal punto que cuando volvía el rebaño,
pasaban en derredor suyo, como si de una encina se tratase, sin inmutarse. A
veces trepaba por las encinas, y una vez vieron a un pájaro carpintero
repiqueteando en la madera a escasos centímetros de él, los dos parecían no
notar la presencia del otro, o simplemente estar a gusto en su mutua compañía. En
las noches de verano, después de cenar, salía siempre al jardín, y en las
noches sin luna observaba las estrellas, y cuando salía la reina de la noche,
la observaba a ella, durante horas, siempre sumido en su melódico silencio.
Un día, cuando era ya adolescente, miró a su madre directamente a los ojos,
y una lágrima cayó por su mejilla. En seguida la madre entendió que debía
marchar. No le sorprendió, su intuición maternal, esa que raramente falla, ya
se lo había dicho hacía mucho tiempo, sabía que tarde o temprano llegaría este
día. Le dio un pan recién horneado, un queso, y lo besó en la frente.
Y Teseo echó a andar, sin volver la vista atrás, hacía lo desconocido, con
su mirada despierta e inteligente posándose sobre el paisaje que ante él se
abría: nuevo, estimulante, sugerente.
Lo que nadie sabía de él era que en realidad oía y hablaba, pero lo hacía a
la inversa que el resto de nosotros, oía desde dentro. Oía toda la música que
sonaba en su alma, donde habitaba una voz con la que a menudo dialogaba. Y si
bien es cierto que muchas veces encontraba el silencio, otras su alma se
llenaba de la más celestial de las músicas, una música que avanzaba al tempo de
las estrellas que se mueven en la noche, que sonaba como el sol amaneciendo, y
que tenía la textura de la plateada luz de la luna. Entendía el mundo a través
de las imágenes, que tras pasar por el filtro de su mirada se convertían en
palabras, que se unían en natural y necesaria armonía, transformándose en
música.
Lo más curioso y extraño de todo lo relacionado con Teseo -y como ya os
habréis dado cuenta, Teseo era un joven muy singular- era que lo recordaba absolutamente todo.
Todas y cada una de las palabras que se habían escrito en su alma, todas y cada
una de las notas que de esas palabras emanaban. Y cuando el día se cubría de un
espeso manto de nubes, o la noche era fría y oscura, volvían a sonar,
iluminando su mundo.
Anduvo largo tiempo, siempre solo, evitando los pueblos y ciudades. Hasta
tres veces pinto el otoño el mundo con su pincel melancólico, y tres veces el
invierno lo cubrió todo de un manto blanco, frío y virginal; y las mismas veces
vio a la primavera florecer, y al verano llenar los árboles de dulces frutos. Y
de todo ello se empapo, como se empapa el húmedo musgo, como cae a la hierba el
rocío a la llegada de la Aurora.
Entonces arribó. Era un día claro y soleado, y entre los pinos vio como el
cielo caía sobre la tierra, o eso pensó en un principio. Una música tenue y
suave comenzó a hacer su alma vibrar, y al salir del bosque se abrió ante sus
ojos la panorámica más inmensa que jamás hubiera visto. Era azul, mas un azul diferente
al del cielo: más oscuro y profundo como la noche. Inspiraba paz y calma, pero
era puro movimiento, y al ritmo que chocaban las olas con la arena, se
escribían versos en su alma. En el centro vio una línea, que más que separar
cielo y mar, los unía, definiéndolos a ambos. Era el horizonte. Y supo que de
todo lo que había contemplado en su vida, esa era la mayor de las verdades, la
única inmutable, imperecedera y eterna. Entendió que todos los pasos que había
dado, todo lo que había visto, y todas las imágenes que en su alma se habían
transformado en palabras y luego música, sólo habían sido un preludio de este
momento. Y su mirada se posó sobre el horizonte. Y sintió como se fundía en él.
Y por un largo rato fue silencio. Un silencio tan callado y quieto, que
contenía toda la música del universo.
Pasó días y noches en ese mismo lugar, en ese mismo estado. No comía, no
bebía. Era como si el horizonte fuese una fina cuerda, y él se balancease
encima, en perfecto equilibrio, sintiendo un abismo celestial a un lado y uno
terrenal al otro, en un limbo entre dos infinitos. Un amanecer en que el aire
estaba especialmente limpio y claro, al salir el sol, el primer rayo trazó una
línea que desde el horizonte le llegó directamente a él. Le atravesó. Y en el
momento en que lo hizo Teseo comenzó a cantar. Cantó todo lo que desde pequeño
se había ido escribiendo en su alma, y conforme cantaba recorría el rayo de
luz, en dirección al sol. Llego a él, y un intenso calor lo envolvió, mas no le
abrasaba. Desde el Sol pudo contemplar la tierra y el universo, y su canto se
lleno de nuevas palabras, palabras desconocidas léxica y fonéticamente, pero
que comprendía a la perfección. Cantó el universo entero, y todas y cada una de
las palabras que en su interior brotaban se grababan a fuego en su memoria.
Creyó haber estado cantando durante toda una eternidad, pero de repente se
sintió arrastrado de nuevo a la orilla del mar, y al recobrar la visión vio que
ese mismo primer rayo del sol aún brillaba atravesándole.
Por primera vez en su vida sintió la necesidad de compartir su poema. Se
levantó y echo a andar de nuevo, está vez en busca de un pueblo, en busca de
oídos. Anduvo muchos días y noches hasta que encontró una enorme ciudad
amurallada, con un monte en el centro y un armónico templo construido en su cima.
Cruzó una de las puertas de la muralla y navego por las estrechas calles, hasta
que llegó a una plaza grande y rectangular, en la que había gentes comerciando,
y en un pequeño pedestal, un hombre descalzo y desarbolado, con pinta sucia,
oraba a un grupo de jóvenes que atentamente le escuchaban. Al verlo, el orador
le invitó con un gesto a que se acercase, y cediéndole su lugar descendió del
pedestal.
Teseo subió, miro a su alrededor, y cerrando los ojos comenzó a cantar. El
tiempo se paró y todo el espacio se concentro en su voz. Las palabras se
sucedían unas a otras en perfecta armonía, dedicándose cálidas caricias y
ensalzándose las unas con las otras. Lo cantó todo, lo declamó todo. Se
convirtió en música y palabras, todo lo físico desapareció, el mismo se fundió
en las ondas de sus palabras. Supo que su canto era la verdad, y que esa verdad
iba a cambiar al ser humano por siempre. Lo supo, y con esa certeza cantó.
Cuando lo hubo cantado todo abrió los ojos, y buscó entre la repleta plaza
la reacción a su poema. Mas lo único que encontró fue perplejas miradas que se
posaban sobre él inquisitivamente, expectantes. Confuso y aturdido lucho por
recobrar la compostura. Su alma, que un instante antes había sido pura armonía,
se lleno de extraños sonidos con desiguales formas geométricas. Respiró hondo,
cerró los ojos, y consiguió reorganizar el conjunto de caleidoscópicas
sensaciones que se mezclaban en su interior. Abrió los ojos de nuevo, miró a su
alrededor, los mercaderes habían interrumpido sus negocios, y los viandantes se
habían detenido. Toda la plaza lo miraba. Respiró hondo de nuevo y comenzó a
cantar. Se olvidó de sí mismo, de la plaza y de la gente, navegando etéreo
entre las ondas de su música. Era el poema perfecto. Todas y cada una de esas palabras
habían nacido para ser declamadas en exactamente ese orden. Por sí solas eran
bellas y profundas, juntas eran sublimes.
Al terminar, volvió a abrir los ojos. Estaba convencido de que todos y cada
uno de los presentes estaría emocionado, llorando como él estaba. Se encontró
con miradas extrañas y punzantes, que le hacían sentir como un loco. Entonces
un nuevo sonido nació en su interior, era terrible y desgarrador. Quiso gritar,
quiso preguntarles por qué no reaccionaban, cómo no sentían lo mismo que él al
escuchar su poema. Pero cuando quiso hacerlo las palabras se quedaron atrapadas
en su interior, como si hubiera un tapón que las impidiera salir. Volvió a
intentarlo y pasó lo mismo. Lleno de ira e impotencia gritó, y lo hizo con
tanta fuerza que un poco de aire consiguió traspasar el hermético tapón,
resultando en un ridículo sonido que hizo estallar a la plaza en una sonora
carcajada.
Hasta entonces Teseo no había hablado porque creía no tener nada que decir.
Ahora entendió que era mudo, que por mucho que lo intentará nunca podría
comunicar nada. Cabizbajo salió de la plaza abriéndose paso entre la gente.
Nadie lo volvió a ver jamás.
Su poema, y la verdad que contenía, se perdió para siempre. Diluido en el
rio del tiempo.
A.M.B.
Febrero de
2013
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