martes, 26 de marzo de 2013

Ponle una tilde a tu si.

Ilustración de Beatriz Vilá Bertrán




Ponle una tilde a tu si.
En este mundo subyugado al no,
encerrado en el círculo de la o,
digamos sí, con tilde desafiante en la í.

La negación ascendió la cuesta de la n
cayó por la curva que la sucede,
entró en la o, ese círculo cerrado,
y no halló la salida,
ahí sigue aún hoy,
dando vueltas y más vueltas,
negándose a sí misma,
negando la magia, la divinidad,
el hombre, la sublime creación.

Los más valientes se atrevieron con el si,
el si condicional, coronado por un punto y aparte,
un si que quiere ser y no puede,
que pierde la continuidad,
que el punto cierra y separa.

Se acabó. Toda mi vida cantaré
la eterna melodía del sí, afirmación.
Ascenderé por las voluptuosas curvas
de la s, que son medio infinito,
subiré por el tronco de la í,
y al arribar a la alta cumbre
daré un salto de fe,
llegando a la tilde.
Esa tilde que se eleva desafiante
hacia la bóveda celeste,
un poco inclinada para ver,
y que la vean. Y ascenderé,
como asciende la enredadera,
como crecen los árboles,
como la semilla que brota
asomando su frágil y vulnerable cabeza
de la húmeda y fértil tierra.
Y desde la tilde miraré al punto de la i,
al círculo cerrado de la o,
y les recordaré lo que pudieron ser
y nunca se atrevieron,
y en mi mirada verán reflejada
la banalidad de su miedo.
¿Temer a qué?- cantaré.
¿Temer a qué?- gritaré.
Únete a mí, canta conmigo,
dilo alto y claro, saboréalo,
disfruta de su sonoridad,
nota como el aire con la s
se escapa entre tus dientes
y como vibra tu garganta con la í,
y haz tu alma vibrar con ella.
Atrévete, vive, piensa, lucha,
sé libre, conócete a ti mismo,
vibra como solo tú puedes vibrar,
vuela por todos los rincones de tu alma
encuentra el néctar y haz tu miel,
única e irrepetible.
Y si sientes miedo grita sí,
y vibra de nuevo con la í,
alto y claro, con fuerza,
catapultándote desde su tilde.

Únete a mí y cambiemos el mañana,
inseminemos el mundo
de nuestra firme afirmación,
trabajando, luchando, siendo,
cantando sin miedo nuestra canción.
Sí. Sí. ¡Sí!




A.M.B.
Marzo de 2013

domingo, 24 de marzo de 2013

La Encina





A mi buena amiga Elena Sánchez -Fabrés



La encina

Ignoro si los árboles tienen género.
Ayer, paseando por el campo,
a la vera de una cañada real,
vi dos encinas enamoradas.
Sobre la piel rugosa de la tierra
sus troncos separados
se buscaban en la copa
encontrándose en un beso,
y bajo ella, en sus entrañas,
sus raíces poderosas
íntimamente se abrazaban.
Las bauticé Krishna y Radha.

De vuelta a La Casita,
al oeste,
me paré a contemplar la Encina:
grandiosa, fuerte y bella,
definitivamente femenina.
Es una encina en plenitud,
centenaria que no vieja,
de forma simétrica
y tamaño mayor al resto,
pero en armonía con ellas.

Arraigada sólida a la tierra,
y elevada certera hacia el cielo.

Está cubierta de espeso follaje,
pequeñas y duras hojas,
por separado ínfimas;
juntas, el mejor de los abrigos.
Y a fuerza de fe aguanta
el frío invierno, heladas,
nieve y huracanados vientos;
y bajo el abrasador sol veraniego
entre el polvo y la sequía,
se mantiene aún fresca y verde.
Cuando entras dentro,
y en su alma te cobijas,
entiendes su magnitud,
su grandeza, su solidez,
y su incontestable belleza.
De su mayúsculo tronco nacen
ramas calladamente poderosas,
que a pesar de su peso
no caen, aguantan.
Y en el calor del mediodía,
ofrece a todos su fresca sombra,
y cuando llueve, debajo suyo,
ni una gota te alcanza.

Esa encina eres tú, Elena.
Un mismo día,
del verde y duro suelo silíceo
entre serenas vacas que pastaban,
ambas brotasteis,
a la vez,
juntas pero separadas:
una misma esencia
en dos formas expresada;
hijas de una misma tierra
que no puede ser arada.
Nacisteis tiernas y frágiles,
vulnerables como la otoñada,
pero conteniendo ya en vosotras
toda vuestra inmensa fuerza.

Al llegar a Pedro-Llen
siempre voy a saludarla,
y ella me espera con secas y finas ramas,
con las que enciendo la lumbre
que en el largo invierno me calienta,
en la que lentamente arden troncos
de todas sus hermanas.
Bajo ella me recojo,
y sentado en su raíz,
le susurro mi canción:

¡Oh inmensa encina que todo lo aguanta,
sublime árbol en plenitud,
espejo del alma castellana,
encina entre encinas, noble entre nobles,
cálida sonrisa que de tu ser emana,
contagiando la dehesa, siendo su soberana,
siempre ejemplo de modesta elegancia,
te enfrentas al mundo con tu fuerza,
con tu fe, y sin pizca de arrogancia!




A.M.B.
Marzo de 2013




sábado, 23 de marzo de 2013

La virtud ética en Aristóteles y Don Quijote de la Mancha



        Esta vez toca un ensayo, también hay que ordenar ideas, no sólo disfrutar con la poesía, ya que tras ordenarlas luego se convierten en versos. Nunca pensé que diría esto, pero he disfrutado mucho con Aristóteles, su ética es una maravilla, dejo de ser deontológico y me declaro oficialmente luchador en la virtud, como el hidalgo. Espero que os guste, he intentado contarlo todo en mis propias palabras, y no en las del estagirita, siempre tan opacas.
Os dejo con él.




La virtud ética en Aristóteles y Don Quijote de la Mancha

        Aristóteles era un enfermo, un enfermo por la sabiduría. Poseía una mente hiperactiva que no podía evitar analizarlo todo. Al ver una simple puerta su mente, a velocidades vertiginosas, hacia el siguiente análisis: 
-Un trozo de madera- causa material. La puerta, causa formal. El trabajo del carpintero, causa eficiente. Entrar en la habitación, causa final. La puerta se compone de: dos planchas de madera, un pomo, sujetado a la puerta por cuatro tornillos y posee un eje giratorio que permite a un pestillo mantener la puerta cerrada evitando que se abra con las corrientes de aire. Tres clavijas que funcionan como motor giratorio y que permiten a la puerta abrirse y cerrarse. El hierro, causa material…
Después continuaría haciendo un análisis causal de cada uno de los elementos que ni tan siquiera osaré a reproducir, puesto que mi mente va a un ritmo más pausado, dejando espacio para la música que el pobre estagirita no pudo nunca escuchar. Y algunos aún se sorprenden de la opacidad de su prosa. Escribir es ordenar las ideas, y desde luego eso Aristóteles lo consigue, pero son tantas las ideas que de su mente se derraman que no puede hacerlo más que de forma esquemática. Y así se debe leer, con papel y lápiz, y creando un esquema de todo lo que va diciendo.
Es fácil caer en la tentación de ignorar a Aristóteles, ya que su lectura es de lo más laboriosa y ardua. No obstante, es un filósofo fundamental para la historia de la filosofía, y muchas de sus ideas están hundidas en la raíz de la cultura occidental. Uno debe buscar la belleza en las ideas, que de por sí son bellas, a pesar de que contradiciendo a Hegel, fallan en la forma.
Tras esta introducción en tono cómico, pues así había de leerse, pasemos a la virtud ética expuesta en la Ética a Nicómaco.
Para entender al macedonio, uno debe tener muy claro el concepto de teleología, es decir, que todas las cosas tienden hacia un fin. Telos (τέλος), en griego, quiere decir desarrollo hacia la plenitud. El fin último del hombre, su plenitud, es la felicidad, eudaimonía (εδαιμονία). Es un fin en sí mismo, todos los hombres tendemos hacia él, es el bien perfecto que se elige por sí mismo, y nunca por ninguna otra cosa. Por lo tanto, la ética aristotélica es la actitud vital que nos acerca a la felicidad.
¿Qué es la felicidad? El concepto griego, eudaimonía (εδαιμονία), quiere decir literalmente tener un buen daimón. Los daimones son esos seres intermedios entre los dioses y los hombres. Para cuando Aristóteles utiliza el término, en su racional mente no entran cuestiones supersticiosas de daimones y dioses, pero sí que encierra el término, etimológicamente, un matiz de movimiento, al que volveremos más adelante. Aristóteles nos dice; la felicidad es una cierta actividad del alma de acuerdo con la virtud (1099b).
Definida pues la felicidad deberemos pasar a entender qué es la virtud. Primero hemos definido el deseo, ahora deberemos deliberar sobre la virtud, luego elegiremos las virtudes a las que debemos llegar, y por fin las pondremos en práctica. ¡Qué cansado es pasear por la mente de este hombre! Deliberemos pues. Existen dos tipos de virtudes, las éticas y las dianoéticas. La ética procede de la costumbre, es en la que nos vamos a centrar, y es la que de forma más directa nos lleva a la felicidad. La dianóetica es la virtud intelectual, que se origina con la enseñanza, y que será una herramienta indispensable para poder vivir en la virtud, pues primero se debe conocer y después llevarlo a la práctica. En este ensayo ahondaremos solamente, como su título bien indica, en la virtud ética.
Para entender la virtud ética es necesario primero entender la concepción del alma aristotélica, así funciona su pensamiento, se va construyendo sobre barrocas piedras de mármol, minuciosamente talladas, y si falta tan sólo una, se derrumba el edificio. El alma está dividida en dos partes, una racional, que define al hombre, y una irracional. A su vez el alma irracional está dividida en dos sub-partes, la primera en orden ascendente de importancia, es la vegetativa, que comparten todos los seres vivos, las plantas, los animales, y los hombres; esta es la que nos anima, nos da vida. La segunda es la desiderativa o apetitiva, esta es propia de los animales y del hombre, pero no de las plantas, y a pesar de ser irracional puede ser dominada por la razón, concepto éste muy importante para lo que vamos a exponer. Por otra parte es una idea que su maestro, el gran Platón, ya expuso de forma absolutamente poética y bella en el mito del carro alado del Fedro, el alma desiderativa o apetitiva son los caballos que tiran del carro, y la auriga la razón que los domina- desgarradora contraposición entre una forma de hacer filosofía y otra. El alma racional es superior a las dos anteriores, es la que hace del ser humano un ser humano, y tiene a su vez tres funciones. Una teórica, que nos permite el conocimiento científico y la sabiduría. Una deliberativa o práctica, que nos permite formar opiniones sobre lo que puede ser de una forma u otra, y que se ocupa de actividades como la política o la ética. Y una última productiva que nos permite crear cosas, a ella pertenece el arte, la poética, o la retórica, aquellas cosas que son un medio para un fin.
Y ahora, sin más demora, pasemos a la virtud ética, el tema central de nuestra labor.
El hombre no nace con una serie de virtudes éticas por naturaleza, sino que las desarrolla y las adquiere a través de la hexis (ξις), el hábito. Todas las cosas tienden hacia un fin, incluso las inanimadas. El fuego tiende a ir hacia arriba, y la piedra hacia abajo. Aunque tú lances la piedra hacia arriba, será una acción violenta, en contra de su naturaleza, y acabará bajando. El ser humano también nace con una serie de tendencias que se encuentran en el alma apetitiva. Algunos, por ejemplo, pueden tender a la glotonería, pero la razón debe taimar a las pasiones, y por ello la virtud, y la felicidad por ende, son realizables. El alma del hombre es flexible, moldeable por la razón. Por lo tanto la virtud no es un acto, sino que un modo de ser, un hábito que se adquiere, bien a través de la autarquía, bien a través de la enseñanza, tanto en la escuela como en la familia. Para adquirir la virtud debemos primero adquirir la capacidad, conocerla, deliberar sobre ella, y después ponerla en práctica con firmeza.
La virtud es un término medio entre un exceso de y una carencia de –el término utilizado en mi edición de Gredos es defecto, pero prefiero carencia. Así una persona no es valiente por enfrentarse solo a un ejército de mil hombres, sería temerario. Ni tampoco lo es si al comenzar la batalla sale corriendo, sería un cobarde. El verdadero valiente es el que delibera sobre la situación y tras sopesarla decide actuar conforme con la razón, sin demostrar miedo, pero sin ser temerario. Este concepto de término medio está muy arraigado en la cultura griega, desde la época de los siete sabios. Se busca un equilibrio que armonice con la armonía preexistente, no siendo nunca ni demasiado, ni demasiado poco. En la ausencia de término medio se encuentra el peor de los atributos de un hombre para el griego antiguo, la hybris (ὕϐρις), el concepto más parecido al pecado en su cultura. Fue la hybris (ὕϐρις), la que despertó la ira de Poseidón enviando a Ulises a la deriva durante años, cuando tras derrotar al cíclope Polifemo, no pudo evitar revelarle su verdadero nombre, y vanagloriarse de su astucia. A diferencia de hoy día, los griegos conocían muy bien sus límites, y se valoraba muy positivamente la moderación.
Aristóteles entiende que cada persona tiene su propio camino por recorrer hacia la virtud. Lejos de caer en el relativismo de los sofistas contra el que tanto luchó, es consciente de que todos partimos desde un punto distinto pero nos dirigimos hacia un mismo fin, la felicidad. Cada uno de nosotros nacemos con un carácter diferente, por lo que en nuestra lucha interna hacia la virtud deberemos librar diferentes batallas.
Hablemos ahora de la lengua griega, y de dos palabras indispensables para entender a Aristóteles: ethos (θος), que quiere decir hábito o costumbre; y êthos (θος) que quiere decir carácter, siendo esta última raíz de la ética, êthikos (θικός). El carácter nos es dado, pero es moldeado a través del hábito y la costumbre. Otro ejemplo más de la poética de la que se nutren las palabras griegas, una lengua que se sirve de bellísimas metáforas para expresar con mayor precisión que ninguna otra todas las abstracciones a las que somos expuestos en nuestro día a día. La palabra, el logos, esos símbolos que nos permiten entender el mundo y la vida. “La palabra nos da la vida pero nosotros debemos devolverle la vida a la palabra”- escuché orar a un gran maestro una vez. En esa ê que se alarga en êthos (θος), y que es tan difícil de traducir a nuestra lengua romance, tal vez se hallé la clave de la ética aristotélica. Es a través del hábito, de la costumbre, como se forja el carácter, alargando el hábito como se alarga la ê conseguimos vivir en el bien, en la virtud, moldeamos nuestro carácter instalándonos en ella y podemos pues, ser felices. No puedo dejar de nombrar a ese amante de las palabras, que pasea meditabundo entre ellas con su perilla romántica, y que alumbró en mí esta brillante y preciosa idea, como tantas otras en relación al griego antiguo.
La ética de Aristóteles es una maravilla, lo expreso alto y claro. Es una ética que no entiende de victimismos, que empuja al ser humano a superarse día a día, como él mismo dice en la frase más bonita de las que le he leído: una golondrina no hace verano ni un solo día (1098a). Ni la felicidad ni la virtud se consiguen con actos aislados, un acto no nos convierte en virtuosos, sino que lo hace el hábito de actuar en la virtud; igual que un violinista debe practicar siempre para tocar bien el violín. La felicidad no es una Ítaca de verdes praderas a la que tras años a la deriva se llega, sino que es la Ítaca que se construye, día a día, a través de laborioso trabajo y honestidad con uno mismo. La felicidad, como su nombre griego indica, eudaimonía (εδαιμονία), es un movimiento, un dinamismo, un vivir en la virtud. El buen daimón es la semilla que nosotros plantamos desde la razón en el alma, y que regamos cada día actuando en la virtud, haciendo de ella una rutina, y el tallo se eleva hacia la bóveda celeste, hacia los dioses, pues nos dice Aristóteles que la felicidad es don divino.

“(…) así, que casi me es forzoso seguir por su camino, y por él tengo que ir a pesar de todo el mundo, y será en balde cansaros en persuadirme a que no quiera yo lo que los cielos quieren, la fortuna ordena y la razón pide, y, sobre todo, mi voluntad desea; pues con saber, como sé, los innumerables trabajos que son anexos al andante caballería, sé también los infinitos bienes que se alcanzan con ella; y sé que la senda de la virtud es muy estrecha, y el camino del vicio, ancho y espacioso; y sé que sus fines y paraderos son diferentes; porque el del vicio, dilatado y espacioso acaba en muerte, y el de la virtud, angosto y trabajoso, acaba en vida, y no en vida que se acaba, sino en la que no tendrá fin…”

“Don Quijote de la Mancha”, de D. Miguel de Cervantes Saavedra

En este sentido, Aristóteles supera a Sócrates y a Platón, ya que ellos creían que para hacer el bien no era necesario más que conocerlo. El estagirita también cree que es necesario conocerlo, pero además hay que llevarlo a la práctica. No basta con sentarse a dialogar sobre el bien y posiblemente llegar a una definición, o peor aún, a una aporía. La felicidad es algo realizable, el fin último del hombre, su plenitud, ahí hacia donde debemos dirigirnos cabalgando a lomos de Rocinante, construyendo Ítaca a golpe de espada, con cada entuerto que desfacemos. El hidalgo es el perfecto ejemplo de virtud, primero obtuvo la capacidad, a través del estudio, después deliberó sobre ello, y al fin lo puso en práctica, sin importarle las palizas que recibió por parte de mentecatos y maleantes. Molido a palos regreso tras su primera salida, pero eso no hizo más que aumentar su deseo de virtud, y volvió a salir, y lo volvieron a moler a palos, hasta que en su tercera salida llegó a Barcelona, donde fue recibido como un héroe, y sus hazañas se hicieron eternas. Caminó por el angosto y trabajos camino de la virtud, llegando a ese lugar que no tiene fin.
Aristóteles estaría orgulloso de él. Yo voy un poco más allá, es el espejo en el que me miro, el ejemplo y utopía de vida virtuosa a la que intento asemejar la mía cada día.
¡Larga vida a Don Quijote de la Mancha, Caballero de la triste figura, gloria y orgullo de España entera!  



A.M.B.
Marzo de 2013