Salamanca,
Enero de 2014
A.M.B.
a Giovanni Pico della Mirandola, salud.
He pasado una mañana familiarmente extraña, viajando a
través del tiempo hasta cinco siglos atrás, y del espacio hasta la ciudad
eterna –Roma. Infiltrado entre los eruditos de tu época, he tenido el privilegio
de escucharte orar el “Discurso sobre la dignidad del hombre”. Y todo sin
moverme de mi escritorio, bañado por una luz gris y fría que tímidamente se
filtraba por mi ventana desde la ciudad de Salamanca. Cosas de la lectura.
Me ha impresionado a sobremanera tu discurso. Tu fina
oratoria, tu humilde erudición, tu amor por la sabiduría y tu ideal isoteísta.
Por todo ello he decidido escribirte. Haciendo uso del más íntimo de los
géneros, la epístola, ese que nos permite compartir el diálogo interno.
Tu profundo amor por la sabiduría te empujó a destacarte entre
tus contemporáneos, a dejar atrás la escolástica, y abrir pasó a la edad
moderna. Aunque lo más importante y singular de tu pensamiento es la fusión de
todas las tradiciones del saber en busca de una única Verdad, posicionándolo
allá donde la potencia se convierte en acto, sacándole brillo a su naturaleza
daimónica, concediéndole alas de nuevo, sustrayéndolo del tiempo. Al no ceñirte
a una tradición concreta, te alejaste de los dogmas, convirtiéndote en
verdadero escéptico, en peregrino incansable que busca la verdad. Lo hiciste
desde la humildad que requiere el respeto por la tradición, por todos aquellos
grandes hombres que antes que tú se habían planteado tus mismas preguntas, las
que nos planteamos todos. Así desterraste las sombras con los luminosos
clásicos greco-latinos, recorriste el laberinto de la misteriosa cábala de los
hebreos, te diste un baño de luz interior con el erotismo cristiano de San
Agustín, y escuchaste la poética palabra revelada de Mahoma.
He ahí el verdadero humanismo, en el navegar por río del
tiempo, por todas las brillantes mentes que nos han precedido, empapándote de
su saber. Consiste en escalar la montaña del saber, como escaló Moisés el Monte
Sinaí, hasta llegar a la cima, y colocado sobre los hombros de ese inmenso
gigante, llamado humanidad, ver un poco más allá. Petrarca lo cantó, Botticelli
lo pintó, Miguel Ángel lo esculpió, tú lo oraste. Nosotros le dimos su nombre:
Renacimiento.
¿Qué no daría por pasar una velada con vosotros en el
Palazzo Medici? Las imagino embriagadas: de vino y de poesía, de música y
filosofía, de arte. Os imagino redescubriendo a Platón, compartiendo la lectura
de viejos manuscritos bizantinos, entusiasmados en el sentido más etimológico
de la palabra. ¡Quién pudiera pasear por la Florencia de los Medici!
Pero alejémonos de tu contexto y volvamos a tu persona, a la
verdad que vislumbraste. Silenciemos los nostálgicos entusiasmos para dejar que
de nuevo brote tu palabra desde el silencio. Tu filosofía giro en torno al
hombre, fue una filosofía antropocéntrica, aunque sólo a nivel espiritual, no
físico. Que el hombre es diferente al resto de las especies es algo que viene
ya planteándose el saber humano desde la más arcaica antigüedad. Lo hicieron
los pitagóricos, occidentalizando oriente con su antropología órfica. Fueron
ellos los primeros en occidente en eternizar el alma, en privarla de alas y
hacerla descender al mundo, para luego devolvérselas tras la muerte. Platón, siempre
influenciado por ellos, indagaría sobre la naturaleza humana en el Protágoras, haciendo
uso del mito de Prometeo, que robó el fuego a los dioses para ofrecernos una
posibilidad de existencia, convirtiéndonos en seres mortales pero intermedios,
con acceso a un instrumento divino; la razón. Aristóteles dividiría el alma en
tres: vegetativa, desiderativa y racional. Tú le añadiste un cuarto estado, que
nació en Plotino, se expreso en San Agustín, y cantaron los poetas, la unión
con Dios. El más perfecto de los estados humanos, expresado mejor que nadie por
San Juan de la Cruz:
En una noche escura,
con ansias en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.
A escuras y segura
por la secreta escala, disfrazada,
¡oh dichosa ventura!,
a escuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.
En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.
Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.
¡Oh noche, que guiaste;
oh noche amable más que el alborada;
oh noche que juntaste
Amado con amada,
amada, con el Amado transformada!
En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba
y el ventalle de cedros aire daba.
El aire del almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.
Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado;
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
Debió sin duda
San Juan de la Cruz haber leído las palabras de tu discurso. Tu solitaria oscuridad del Padre, se
transforma en la noche oscura, y se recogiere en el centro de su unidad, en
amado con amada, amada en el amado
transformada. ¡Cuánto más claro y cristalino se escucha el canto de las
musas a través de la poesía que a través de la filosofía!
El hombre al nacer es un ser en
potencia, y según lo que cultive a lo largo de su vida aspira a diferentes
estados de existencia. Está en nuestras manos el ser poco más que una planta,
un animal, un ángel, o incluso fundirnos con Dios. Por ello Asclepio nos
comparó con Proteo. O Abdala, el sarraceno, con el que comienzas tu discurso,
exclamó que no había en el mundo nada más maravilloso que el hombre.
El ideal isoteísta tuyo, es pues,
parecido al de Aristóteles, la felicidad está en la virtud, y la virtud en la
vida contemplativa, en el ejercicio del intelecto. Mas el intelecto del que tú
haces apología es diferente al del estagirita, y al del intelectualismo
socrático de los diálogos platónicos de juventud. El tuyo es más cercano al del
Fedro: ese saber entusiasmado, que es arrastrado por la pasión, dominado por la
razón, y elevado por el Amor hasta la Verdad eterna. Es un intelectualismo
poético e inspirado por la divina locura. Un intelectualismo que busca esa
verdad que aguarda en nuestro interior, paciente, a que redirijamos la mirada
hacia Élla, como hizo el de Hipona. Es un intelectualismo que se revela
directamente de Dios a su profeta y luego es transmitido hereditariamente a los
sabios, a través de la cábala.
La dignidad del hombre se sustenta en
sus posibilidades. No es algo que venga dado, sino algo a lo que debemos
aspirar, cultivándolo con mimo, trabajándolo con humildad, hasta convertirnos
en seres intermedios, mortales pero con capacidad de momentaneizar la
eternidad.
Lo irónico es que el resultado de tu
discurso -que revistió al hombre de todas sus tradiciones, fusionando el saber
de todos los pueblos que conociste- es el David de Miguel Ángel, que desde las
alturas de la Piazzale Michelangelo, domina tu Florencia, desnudo ante el
cosmos, en perfecta armonía con Él.
Por tu trabajo, por tu coherencia que
te llevó al exilio y hasta ser encarcelado en París, y por tu amor por el
hombre y la sabiduría; te confieso mi más profunda admiración y gratitud.
Descansa en
paz.
Con amor,
siempre con Amor,
A.M.B.
Enero de 2014
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