El no de las mujeres
“(…) Y, como peleara cual si no
me quisiera vencer, vencida fue,
sin disgusto entregándose ella misma.”
Nunca
olvidaría el día en que leyó por primera vez esos versos que le llegaron en
forma de eco desde la antigüedad. El poeta había lanzado un mensaje en una
botella que tras navegar a la deriva por los mares del tiempo durante dos mil
años, naufragó en las orillas de su alma. Se dispuso a partir de aquel día
encontrar a su Corina, tarea a la que se dedicó bajo la estrecha tutela de los
susurros de su maestro.
Y así
empezó, cada vez que veía una mujer hermosa creía que podía tratarse de ella, la
cortejaba, intimaba, y creía haberla hallado, pero pronto veía otra que le
atraía más, y entonces ardía en deseos por poseerla. Deseos que eran superiores
a su voluntad y se dejaba llevar por ellos; no podía tratase de Corina, si era
otra el objeto de su deseo, solo a través del deseo es posible llegar a lo
deseado.
Con el
tiempo vio que Corina eran todas. Todas la mujeres hermosas, vivas y muertas,
incluso las que estaban por nacer. Le gustaban las de cabello oscuro,
pasionales y misteriosas como la noche. Las pelirrojas que cubrían su sexo de
un abrigo del color de la pasión. Las rubias con pinta angelical que al
contacto de sus caricias se volvían diablas. Las de piel blanca como la luna,
las de piel dorada, las de piel acaramelada, las de piel como el chocolate y
las que parecían talladas en ébano. Las de mirada profunda, inteligente, distraída,
penetrante, soñadora, brillante. Las altas y las bajas, las de senos pequeños
como guisantes, y las curvadas como la s.
Todas eran
diferentes, olían diferente, sus besos sabían diferentes, en el lienzo de sus
caras, durante el clímax, se dibujaban escenas de policromías absolutamente
dispares. Cada orgasmo componía una sinfonía única e irrepetible, a veces
silenciosa como la mar en calma y a veces impetuosa como una tormenta. Al
entrar en ellas algunas le apretaban firmemente, otras le invitaban húmedas y
calientes, otras se sentían como flores de algodón. Las había que se
incendiaban como graneros de paja seca, y las había que ardían lenta pero
continuamente como leños de encina.
Él las fue
amando una a una, a todas las que fue conociendo, y por un tiempo esto dio
sentido a su vida, todo lo demás fue secundario. Se convirtió en un verdadero
maestro de la seducción, y aunque en un principió todas decían no, al final
lograba conquistarlas. Él no se dejaba engañar, y recordaba los versos del
poeta:
“Quizás en un principio luchará
y te dirá malvado. Sin embargo
mientras lucha ella quiere ser vencida.”
Fue pasando
el tiempo y poco a poco entendió que nunca podría llegar hasta ella. A lo largo
de su odisea a través de las aguas del más carnal hedonismo, una aplastante
realidad se fue desvelando ante sus ojos, lentamente, de forma sensual y
terrible a la vez; todas no era lo mismo que Una.
Perdió la
ilusión, las ganas de salir de la cama. Vivía sumido en la más pura y
repugnante apatía, todo le resultaba insulso, monótono, homogéneo. Dejaba que
los días transcurriesen como por inercia, alejado del mundo, de la sociedad, de
los hombres, de las mujeres. Su deseo era dormirse y no despertar más, que se
acabase ya tan anodina existencia. Lo deseaba con fervor, pero no el suficiente
como para conscientemente acabar con todo. En una de esas noches en que se
durmió con la esperanza del no mañana, la soñó. Desde el momento en que la vio
tuvo la certeza de que era ella. Al despertar tuvo sensaciones contradictorias,
entre las que predominó una inmensa alegría. Por fin la había encontrado,
¡existía! La había visto, olido, tocado, hablado; era ella sin lugar a dudas. Algo
cambió en su interior, siguió viviendo alejado del mundo, sabía que no era ahí
donde ella habitaba, pero su existencia había recobrado el peso y la ilusión de
antaño.
Empezó a
vivir más en aquel mundo que en este, casi no se relacionaba con las personas.
Se fue a vivir al campo, a una casa abandonada en una dehesa. Los inviernos
eran duros y los pasaba pegado a la lumbre mirando el fuego, y cada curva que
en éste se formaba le recordaba a una facción de ella. En verano se daba largos
paseos, y de vez en cuando se desnudaba y se tumbaba en el césped, entre las
flores, bajo el sol, a plena luz del día; y le hacía el amor ante los ojos del
mundo.
Un día
encontró en la casa un cuaderno y un bolígrafo, estaban cubiertos de polvo y el
papel había adquirido un tinte amarillento enverdecido en los contornos por el
moho. Habían sido olvidados, no había cabida para ellos el mundo. O tal vez le
habían estado esperando, para que él los devolviese a la vida. Tal vez existían
muchas casas abandonadas, con cuadernos y bolígrafos olvidados en viejos
cajones, y mucha gente como él predestinada a encontrarlos y devolverles la
vida; no lo sabía, no lo podía saber. Lo único que sabía era la imperiosa
necesidad que ardía en su interior por escribir, por escribir sobre ella.
Empezó a
escribir, sin pensar en lo que escribía, de forma mecánica, natural,
instintiva. Y esto fue lo que escribió:
“Nunca olvidaré la primera vez que la vi. Paseaba por la gran avenida,
llevaba una falda de volantes por las rodillas y una camiseta de tirantes
suelta, que se había posado sobre su busto de forma desenfada pero sumamente
elegante. Andaba con decisión pero sin prisa, con la cabeza alzada, mirándole a
la vida a los ojos, desafiante pero humilde a la vez, con fuerza y con dulzura,
sin miedo. Desde la distancia tuve la absoluta certeza de que era ella.
Sentí
una gran emoción pero supe que debía mantener la calma, la excitación nunca fue buena aliada del
cortejo. Me acerqué a ella ofreciéndole la mejor de mis sonrisas, abierta y
pura, con un toque de picardía.
-Hola,
soy Juan, te importa que camine contigo.
-Pero
si venías de la dirección opuesta.
-Llevo
toda la vida caminando sin rumbo, y ahora por primera vez sé que mi rumbo es
exactamente el que tú lleves. ¿Cómo te llamas? – al oír esto, me miró entre
divertida y sorprendida; con curiosidad.
-¿Y
esto te funciona normalmente?
-No
lo sé, nunca lo había probado, dímelo tú, y de paso tu nombre.
-Corina,
aunque no me hace mucha gracia que pasees conmigo…
-Corina,
claro, ¿cómo iba a ser de otra manera?- murmuró para sus adentros- no te
preocupes Corina, ya te hará gracia, puedo ser muy gracioso cuando me lo
propongo.
Entonces
ella me volvió a mirar y su mirada me lo dijo todo, las mujeres siempre dicen
no con la boca, es fácil engañar con las palabras, pero no se puede engañar con
la mirada. La cosa marchaba.
-Tomemos
un café Corina.
-Es
que voy con un poco de prisa.
-Perfecto,
es solo un poco, si fuera mucha te daría por perdida, pero por un poco nada más
no vamos a dejar pasar esta maravillosa oportunidad de conocernos. Además quien
dice un café dice también un trozo de tarta, conozco un lugar cerca de aquí
donde tocan música y hacen la mejor tarta de queso de la ciudad. Tienes que
probarla, es una maravilla, cremosa pero ligera, fresquísima; te va a encantar
– todo lo decía con una naturalidad y honestidad, con un tono que hacía que
ella confiase en mí. Accedió con la mirada, negó con la boca.
-Perfecto,
vamos entonces.
-Pero
si te he dicho que no – contestó.
-Me
fío más de tus ojos que de tu boca Corina, y ellos parecen encantados con la
idea. Curioso, ya que se come con la boca, no con los ojos. Dime la verdad, en
realidad no tienes prisa ninguna. ¿Qué tienes que perder? Un café, si no te
diviertes te puedes ir cuando quieras; tienes poco que perder y mucho que
ganar.
Como
no podía ser de otra manera al final acabó por ceder. De camino charlamos y
reímos, había bajado la guardia, mi primer paso en el ascenso estaba
conquistado. Llegamos al café, tocaba un cuarteto de cuerda, dos violines, una
viola y un violonchelo. Empezaron tocando jazz, sonaban increíbles. Charlamos
más y nos reímos más. Terminó un tema y el violinista, un hombre joven, con un
sombrero de cuero que le iba pequeño pero adornaba su grande cabeza con gracia,
anunció un cambio de tercio, lo hizo de forma solemne, y el café entero
entendió que debía callar. Los músicos se pusieron serios, les cambió el
semblante, y se oyeron las primeras notas, inconfundibles, desgarradoras,
poderosas; era “La muerte y la doncella”, de Schubert.
Escuchamos
los tres movimientos absolutamente absortos, la tragedia y la belleza
dialogaban, se retaban la una a la otra, se entremezclaban, se perseguían, hasta
que al final se unían en una sola; maravillosa y terrible a la vez, sublime. En
el segundo movimiento, no pude evitar llorar, miré de reojo a Corina y vi que ella
también lo hacía. Terminó el tercer movimiento y la ovación fue cerrada y
sincera, se respiraba la emoción en el café.
Salimos
y le ofrecí ir a la orilla del río, a una terraza tranquila a beber una botella
de vino, era una noche deliciosa, no la podíamos dejar escapar. Por supuesto en
un principio se negó pero no me costó mucho convencerla. Nos sentamos a la
orilla del río y bebimos una botella de clarete. Hablamos sobre el romanticismo
musical, sobre Schubert, Beethoven y Brahms. Corina decía haber sido siempre
más del Barroco, de las tres bes, decía quedarse con Bach, pero tras haber oído
“La muerte y la doncella” algo había cambiado en ella. Le hablé del concierto
para violín de Brahms, no lo conocía, le dije que lo tenía en vinilo en casa,
que por qué no íbamos a escucharlo, vivía cerca de ahí. Por supuesto me dijo
que era tarde a lo que yo le contesté con los versos del Poeta:
-No es tarde, aún la
noche es joven, tarde será cuando llegue la Aurora, no la convoques antes de
tiempo, “Ahora es grato yacer entre los tiernos brazos de mi dueña, ahora más
que nunca está ella bien unida a mi costado. Ahora también los sueños son
tranquilos, fresco el aire, y entona con su leve garganta el pájaro su leve
canto transparente. (…) ¡Cuántas veces deseé que la noche no te dejara paso y
que en su movimiento, las estrellas no huyeran de tu rostro!
Aceptó, como no podía
ser de otra manera, ya me lo habían dicho sus ojos. En ese momento, por un
breve instante, me dejé llevar por la excitación, la noche estaba siendo
maravillosa, si la hubiese planeado durante años no hubiera sido más perfecta.
Era ella, Corina, hermosa, valiente, graciosa, inteligente, orgullosa,
independiente. Por fin la había encontrado.
Llegamos a casa, puse
el disco y abrí otra botella de clarete que tenía en la nevera, el vino era
fresco y suave, como su sonrisa. Escuchamos el concierto, y en segundo
movimiento la miré a los ojos. Acerqué mi cara a la suya, ella fue a decir
algo, pero el beso enmudeció al no. Nos besamos tiernamente al principio pero
apasionadamente al cabo de poco. Hasta que ella se separó:
-Esto es una locura,
ahora sí que me voy, nos acabamos de conocer – dijo su boca – esta es la noche
más maravillosa que he vivido nunca – dijeron sus ojos.
Hizo un ademán poco
convincente de marcharse, pero yo ya había superado muchos nos a lo largo de la
noche, y no iba a dejarme vencer ahora que estaba tan cerca. Quería unirme a
ella, abrazarme a su alma, elevarnos y danzar juntos hasta fundirnos en uno
solo, así se lo dije. Ella contestó que ni hablar, que todo iba demasiado
deprisa, pero no opuso resistencia a que yo le quitase la camiseta. La cogí de
la mano y la llevé a la cama. Nos desnudamos y cuando la penetré ella suspiro
un callado no. Conforme nos íbamos acercando al clímax, ella lo gritaba con más
fuerza, no, no, no, hasta que estalló en un no eterno, que surgió de lo más
profundo de su ser. Exhaustos nos abrazamos.
Entonces
pasó lo inimaginable, lo inesperado, lo más trágico que me había pasado jamás.
Seguía teniendo la certeza de que era ella, era Corina, la que había buscado
tanto tiempo, el pilar sobre el cual había construido mi vida. Pero tan cierto
como eso era la aplastante realidad de que la aborrecía, tras haber descargado
la tensión sexual, no podía soportar tenerla entre mis brazos, su olor minutos
antes tan embriagador ahora me repelía, su piel me parecía demasiado suave, sus
senos demasiado perfectos, su pelo demasiado…
Asustado
dejó de escribir, se sentía como si hubiera despertado de un sueño, o de una
pesadilla, estaba confundido, perdido, desconcertado. Leyó lo que había
escrito, una vez, y una segunda y una tercera, y una cuarta, y una quinta…
Se levantó y se fue al baño, empezó a llenarlo con agua
caliente. Cogió de su cuarto un radio casete, buscó una cinta y la rebobinó
hasta el principio. Se fue a la cocina y buscó el mejor cuchillo que tenía,
cuando lo encontró lo afiló. Entró en el baño y la bañera ya estaba lista,
humeante. Se desnudó, dio al play, y se metió en la bañera, cuchillo en mano.
Sonaron las primeras notas del cuarteto, exactamente igual que lo habían hecho
en su relato, sí era “La muerte y la doncella”.
Con la mirada perdida en el infinito se cortó las muñecas
con el cuchillo recién afilado y las introdujo en el agua. Estaba tranquilo,
con la mirada aún perdida en el infinito. Notaba como la llama de su vida se
iba apagando pero la música seguía, jugando con su alma, emocionándole, pero
ajena a lo que él sentía, ajena a esa alma emocionada por ella que se
desvanecía. Al llegar al segundo movimiento, en el mismo momento en que había
llorado en su relato, lloró, pero esta vez no fue por la emoción que la música
le produjo, sino por Schubert, lo entendió. Poco a poco su vida se fue apagando,
al ritmo de una pluma que cae desde las alturas a merced del viento, su vida se
esfumaba a merced de la música. Hasta que por fin se durmió, cayó en el sueño,
del que ya nunca más despertaría.
A.M.B.
Mayo de
2012
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