domingo, 17 de marzo de 2013

El cuento del benedictino






El cuento del benedictino



        
         A Fr Dominic Milroy OSB, por ser un entrañable maestro, de quien gozosamente pasaría la vida entera aprendiendo.


Prólogo del benedictino

         El albergue estaba casi vacío. Muy pocos se atrevían a hacer el camino en esa época del año, los días eran cortos y era temporada de lluvias. Hacía una noche de perros, capaz de espantar al mismo diablo si le hubiera dado por salir del infierno. Un viento huracanado chocaba contra los gruesos muros de la anciana casa, haciendo temblar las pequeñas ventanas, y las gotas que la lluvia derramaba chocaban con fuerza contra las tejas del tejado.
         Era un albergue de la vieja escuela, perdido en el monte, en la frontera entre Castilla y Galicia, de esos que llevan en la misma familia generaciones y generaciones. Uno podía imaginarse a los peregrinos del siglo XIV pernoctando en él, tras recorrer el mismo camino, expuestos a las mismas inclemencias del tiempo, mojados por la misma lluvia. Cada noche se preparaba un puchero en la lumbre, que luego se servía a cazos en hondos platos. Se servía también pan casero y vino peleón en jarras de barro; eso sí, todo el que se quisiera beber. Los peregrinos dormían en el pajar, en el que había una docena de viejos camastros.  
         Dos estudiantes de filosofía de la Universidad de Salamanca discutían acaloradamente en una mesa, mientras que un monje benedictino fumaba tranquilamente su pipa, enfundado en su negro hábito, absorto en el crepitar del fuego. Los estudiantes hablaban de la gnoseología kantiana, y de la imposibilidad de creer en Dios positivamente, trazando líneas entre lo que se podía y lo que no se podía conocer, desterrando la metafísica al estéril campo de lo no cognoscitivo. Se reían de los filósofos medievales por no atreverse a saber, por perder tanto tiempo con la insubstancial idea de Dios: de Santo Tomás y Ockham, de San Anselmo y su argumento ontológico, de todo el tiempo malgastado en la yerma dialéctica entre la razón y la fe; de los filósofos modernos por construir sus sistemas sobre la idea no demostrable de un dudoso Dios que había creado el universo. Era tan opaca la conversación, tan llena de palabrejas filosóficas, y barrocas construcciones, que no me detendré en reproducirla, pues para poder hacerlo debería pasar muchos años estudiando, enterrado entre los libros de aquellos que amaron la sabiduría, y como bien sabéis, yo no soy más que un humilde trovador, que erra por el mundo cantando su canción.
         Tras muchos silogismos, risas y copas de vino, uno de los estudiantes se dirigió al monje, que continuaba fumando su pipa con la mirada perdida entre las llamas de la lumbre. Su lengua embriagada por los vapores del vino le pesaba en la boca al hablar, y chocaba torpemente con el paladar.
         -Monje –le dijo- ¿de veras crees aún en tu Dios, o es sólo una pose, una forma más de ganarte la vida?
         El monje apartó la mirada lentamente del fuego y la dirigió hacia dónde ellos se encontraban, dedicándoles una mirada calmada y profunda. Con voz grave y musical respondió con un escueto, pero firme, sí. Los dos estudiantes sintieron como la mirada del monje les serenaba, devolviéndoles como por arte de magia un poco de sobriedad. Con un tono más respetuoso esta vez, el mismo estudiante le preguntó:
         -¿Cómo puede basar su vida en algo que es inexplicable, que escapa a los dominios de la razón? ¿Acaso no duda nunca de su fe?
         -La fe es mucho más poderosa que la razón: la razón escribe tratados; la fe compone sinfonías, escribe versos, colorea el blanco lienzo.
         -Pero no se puede explicar, ¿cómo creer en algo que no podemos conocer? –preguntó el estudiante, con honesto interés.
         -Tal vez vuestra razón explique leyes científicas, os ayude a entender las escalas musicales, y las vibraciones de las notas, pero no puede explicar la música. Yo supe de Él cuando era muy pequeño, es uno de mis primeros recuerdos… –dio una honda calada a su pipa y una gran bocanada de humo salió de su boca, envolviéndolo en una nube que le confería un halo aún más misterioso. El poco pelo que le quedaba, iluminado por la rojiza luz del fuego, se veía canoso y desordenado, era de composición robusta y su cabeza grande y bien formada se sostenía sobre anchos hombros. Tras una medida pausa  dramática, de esas que tan bien dominan los buenos oradores, prosiguió con su historia- acabábamos de cenar, y como siempre solía hacer, mi padre se sentó al piano, le gustaba mucho Brahms, y Brahms fue lo que tocó. Yo sentado entre las cálidas piernas de mi madre escuchaba como mi padre golpeaba las teclas, y el piano respondía con algo incomprensiblemente bello. ¿De dónde surgía esa música, qué era? Entendí entonces que aquello que sonaba era Dios, no podía ser de otra manera, el mismo Dios a quien mi madre me hacía rezar todas las noches antes de irme a dormir, y que ahora se expresaba a través de las notas. No, no era las notas, sino el hilo que las unía. Desde ese momento supe a lo que tenía que dedicar mi vida: a amarle.
         Sacó una cajetilla de cerillas del bolsillo de su hábito, prendió una, y dio fuego a su pipa, la llama descendía al agujero para luego volver a ascender, hasta que con un movimiento de su mano la apagó, y de la pipa se elevó una espesa columna de humo, como si de una locomotora se tratase. Los estudiantes le observaban mudos.
         -Si no están ustedes muy cansados, y no les molestan las divagaciones de un viejo monje, me gustaría contarles un cuento.




El cuento del benedictino

         Stefan era un joven estudiante de violín que soñaba con llegar a ser un gran compositor. Su padre era dueño de una tienda de instrumentos musicales en la Ringstrasse, la mejor de Viena, según decían.
Desde muy pequeño acompañaba a su padre a la tienda todos los días, pasaba horas admirando los instrumentos, las largas flautas traveseras con sus complicadas clavijas, los clarinetes, los oboes… Veía las enormes tubas y se imaginaba deslizándose por su boca, como si fuera un tobogán, e imaginaba en su interior un mundo inmenso en el que vivían coros y orquestas. Se sentía diminuto al compararse con los contrabajos, y un poco más grande ante los chelos. Pero sin duda, el instrumento que más le gustaba, era el violín, en especial uno que su padre guardaba en una caja de cristal, era un Stradivarius, y tenía más de un siglo: “¡más de un siglo!”- pensaba, y en su cabecita de niño, cubierta de dorados bucles, un siglo le parecía una eternidad. Se pasaba horas mirándolo, su brillante madera barnizada, sus tensas cuerdas hechas de intestino de gato, su mástil que acaba en un elegante rizo, su alma a través de la cual vibraba la caja.
         Un día, mientras sacaba brillo a unas trompetas, escuchó la campana que tintineaba al abrirse la puerta. Se giró y vio a un hombre entrar, con aire meditabundo, tenía el pelo gris, las cejas muy pobladas, y una mirada que daba pavor. Casi gritando le pidió a su padre pentagramas, y sin esperar a que respondiese se dio la vuelta y se marchó.
Era el maestro Beethoven. Su padre le contó que estaba componiendo su última sinfonía, la novena, y que debía de ser larga pues le había llevado muchísimas partituras en blanco ya a su casa. La sola presencia del maestro había infundido en el niño un gran respeto y admiración, él nunca había ido a un concierto, su padre decía que era aún muy pequeño y que ya lo llevaría cuando fuera mayor. Así que a pesar de vivir entre instrumentos, en su universo, eran mudos; casi nunca los había oído sonar. Aun así supo que ese hombre con pinta de enfadado era diferente a todos los que había visto hasta entonces, desprendía algo que nunca, ni en sus más avanzados años, pudo descifrar.
         Se derritió la nieve y llegó la primavera, a ésta le sucedió el verano, y el otoño precedió al invierno que de nuevo llegó frío y blanco. Una noche su padre le dijo que había llegado la hora de que escuchase música, y que lo iba a llevar a un concierto, al estreno de la Novena Sinfonía del maestro Beethoven. El teatro estaba lleno a rebosar, nadie en Viena quiso perderse el estreno. Toda la alta sociedad vienesa se encontraba ahí, vestidos con sus mejores galas. El pequeño Stefan se quedó maravillado con lo guapas que iban las mujeres, todas ataviadas de coloridos vestidos, y lo apuestos que estaban los hombres, vestidos de frac. La orquesta era enorme, le pareció que estaba compuesta por cientos de músicos, y tras ellos, perfectamente ordenados, de píe, estaba el coro. Entonces entró el maestro, llevaba frac y tenía los pelos desordenados, lo vio envuelto de un aura luminosa, de color verde. El teatro entero enmudeció con su sola presencia, hizo una reverencia y dio la espalda al público, dispuesto a dirigir, sordo, a tan inmensa orquesta. La gente murmuró, nadie pensaba que la iba a dirigir él.
         Cómo describir lo que sintió el joven Stefan al oír las primeras notas, al ver todos esos instrumentos, que tan bien conocía, cobrar vida, al oírlos cantar. Cómo relatar lo que sintió al escuchar la fuerza del primer movimiento, y ver al maestro entusiasmado dirigiendo, poseído. Cómo contar la fuerza vital que le invadió en el segundo movimiento, con ese ritmo endiablado. Cómo explicar la serena paz que se apoderó de su alma en el tercero. Y cómo narrar el éxtasis colectivo al entrar el coro en la cuarta, que mudo llevaba casi una hora esperando. Cómo cuantificar todas las lágrimas que de los ojos se derramaron en los palcos, la platea y el gallinero. Cómo entender la sensación generalizada de estar siendo testigos de algo eterno, que a través de la música se expresaba por primera vez, algo que perduraría más que el mármol, algo que elevaba al ser humano a un nuevo estadio. Sin duda debiera ser un gran poeta el que lo intentara, tal vez uno del mediodía de Roma, y aún así mucho sería lo que se le escaparía. Y yo, queridos estudiantes, no soy más que un humilde monje que tras los muros de mi monasterio me he dedicado a la vida contemplativa. Así que sobre todo ello no diré más, y sin más demora volveré a nuestro infante amigo Stefan.
         Stefan vio una luz verde que brillaba en torno al maestro y que fue creciendo y creciendo, tornándose más y más brillante, hasta que lo deslumbró por completo. A la salida, entre la multitud entusiasmada, cogido de la mano de su padre, en un mar de personas mayores que le parecían gigantes, tomó una decisión: sería compositor.
         Pasaron los años y el niño se hizo adolescente, y después joven. Estudió violín en el conservatorio, dedicándole todo su ahínco y su tesón; estudió armonía y composición, siempre siendo el más destacado de los alumnos. Consiguió entrar en la Orquesta Imperial y todos coincidían en que algún día sería un gran solista. A pesar de todo ello, Stefan vivía frustrado. Había estudiado toda la teoría, había leído todos los tratados de música que se habían escrito hasta el momento, intelectualmente lo sabía todo, pero de tanto estudiar había olvidado algo, la luz que vio en el maestro, la sublime sensación que sintió al escuchar música por primera vez. Había despojado a la bella dama de toda su magia, la había descuartizado con la razón como cuchillo, y ahora, no era capaz de volverla a reconstruir, sólo veía sus partes. Seguía queriendo componer, pero cada vez que se enfrentaba a los blancos pentagramas, se sentía vacio, no surgía nada.
         Se dio a la bebida, y pasaba sus noches en oscuras tabernas donde se servía cerveza Pilsen y mujeres de mala reputación subastaban sus encantos. No lo conseguía entender, lo había leído todo y aún así no era capaz de entender nada, y menos aún de componer. Su juventud se marchitaba como  las violetas bajo el abrasador sol veraniego.
         Una noche, en la taberna más respetable de las que solía frecuentar entró el maestro Schubert. Era un hombre con aura atormentada y melancolía en la mirada. Se sentó al piano y tocó un preludio, al terminar la taberna entera estalló en un sonoro aplauso. Un hombre se acercó a él y le pidió que le explicase lo que había tocado. Stefan, que se encontraba cerca lo oyó y aguzó el oído. El maestro accedió, y el hombre hizo callar a toda la taberna proclamando que el maestro Schubert iba a explicar el preludio. Nuestro joven estaba ansioso, tal vez así podría entender por fin qué era la música, cómo podía componerla. Schubert, muy ceremonioso se levantó ante la atenta mirada de todos los presentes y se dirigió al piano:
-Ésta es mi explicación –proclamó. Y dando la espalda a todos volvió a tocar la pieza, nota por nota.
Cuando terminó se oyó la puerta que se cerraba violentamente. Era Stefan, había salido a la calle y no pudo contener un horrible grito que surgió de lo más profundo de su ser y contenía toda la rabia que sentía.
Una extraña mujer, envuelta en sucios harapos se acerco a él, y con voz sorprendentemente suave y agradable le dijo:
-Yo sé lo que te pasa, has perdido la fe. Sólo hay una manera de que la recuperes, escucha con atención. Debes ir a Krumlov, un pueblo de Bohemia, allí, en sus bosques vive un ermitaño, el padre Pavel, él te ayudará.
Por alguna extraña razón ni tan siquiera dudó de que debía obedecer a la señora. Se fue a casa, durmió, y a la mañana siguiente al despertarse, sacó sus ahorros que tenía escondidos en el colchón, preparó su macuto, se despidió de su padre, y salió a pie en dirección a Krumlov. Tardó casi un mes en llegar, y por no desviarnos de la historia no hablaré de los verdes bosques por los que pasó, ni de los bellos corzos con los que se cruzó en el camino. Ni tampoco contaré la hospitalidad que recibió por parte de la gente de campo, que abrió sus puertas para darle cobijo sin aceptar pago alguno. No me detendré en detallaros la historia de cómo escapó de las garras de un bandido en una oscura y fría noche en la que durmió en el bosque, a la vera del camino. Ni tampoco describiré los montes y los valles por los que pasó, ni las bellas vistas del Danubio, con majestuosos castillos colgados de sus orillas, que desde las alturas vio. Por fin, con los pies llenos de ampollas y la barba larga y desaliñada, pasó un monte y vio el castillo de Krumlov, con su torre pintada de colores anaranjados, colgado de un acantilado, y con el rio Vlatava serpenteando a su alrededor, en forma de U.
Pregunto por el padre Pavel y un simpático aldeano le indicó el camino que debía seguir, estaba a dos jornadas a pie. Sin demorarse ni un instante se adentró en el bosque. Hacía un día precioso, y piaban los pájaros alegres en los árboles. Conforme seguía el camino el bosque se volvía más y más denso, cada vez dejando pasar menos luz, el camino se hacía más estrecho, y el piar alegre de los pajaritos fue sustituido por el grave sonido de los búhos y el aullar de distantes lobos, sonidos ambos que turban al alma, y más aún en tan denso bosque. Sin embargo nuestro joven amigo continuó con decisión, sin plantearse en ningún momento el volver atrás. Cuando creyó que era de noche, era tan oscuro el bosque que no pudo saberlo con total certeza, se echó a dormir. No pudo pegar ojo, oía el aullar de los lobos por todas partes. y pasó mucho miedo. Decidió continuar, el camino era horrible y cada vez debía apartar más maleza para poder seguirlo, la vegetación crecía a su alrededor de forma intrusiva, amenazante. No obstante, sabía que estaba en la senda adecuada, algo en su interior se lo decía. Tras otra larga jornada de camino, que le pareció una eternidad, tras un arbusto que hubo de apartar, se abrió un claro, el sol brillaba con fuerza, y tardó un poco en acostumbrarse a la luz. Conforme se fueron disminuyendo sus pupilas, y pudo ver, se dibujo un hermosísimo cuadro ante sus ojos. En el centro del claro se elevaba una pequeña casa de piedra con una chimenea de la que salía humo, el prado era verde y estaba cubierto de rojas amapolas. La vegetación volvía a ser hermosa, armoniosa, y enmarcaba el lugar con una belleza que nunca antes había visto. Todo el lugar emanaba paz y serenidad, la naturaleza se presentaba en su más sublime plenitud primaveral.
Salió un hombre vestido con un hábito marrón, viejo y gastado, pero que aún mantenía una campechana elegancia. Era un hombre alto, con aspecto de oso, y tenía una larga barba blanca. Stefan entendió que era el padre Pavel. Se acercó a él y le contó su historia, tal y como yo os la he contado. El ermitaño le dijo que había una solución, y que había llegado en el momento perfecto, pues esa noche era luna nueva y sólo se podía llevar a cabo en las noches sin luna, al caer el sol le contaría los detalles.
Pasaron todo el día juntos, hablaron y hablaron, y Stefan notó como una nueva fuerza brotaba en su alma, sus ojos recuperaron el brillo de antaño, y hasta pareció que su tez se volvía más tersa; era como si hubiese rejuvenecido, volviendo a aparentar la edad que le correspondía. Cuando Febo condujo su incansable carro tras el horizonte, y las tinieblas sustituyeron a la luz, el ermitaño le pidió que le siguiera. Salieron del claro, no se veía nada, así que para no caerse Stefan apoyó la mano en su hombro. El ermitaño parecía ver en la oscuridad y avanzaba con firme paso. Al cabo de media hora se detuvo y le dijo:
-Has venido aquí en busca de tu fe. Has visto que donde está la fe, el mundo es armonioso y bello, y que la fe convierte nuestro entorno en algo apacible y agradable de vivir. En nuestras charlas de hoy has entendido que sólo a través de la fe podrás componer tu música, que la música es afirmación, nunca negación; ni duda. Ahora debes ir y demostrar que crees. Sigue diez pasos exactos hacia delante, ni uno más, ni uno menos. Ante ti se abrirá un abismo que tú no podrás ver, debes saltar y dejarte caer. Sólo así podrás recuperar tu fe. Este paso debes darlo solo, yo no puedo acompañarte, pero desde lo más hondo de mi corazón rezo por que tengas el coraje de saltar, venciendo así a tus miedos.
Sin mediar más palabra, lo abrazó, le beso la frente y se fue.
Stefan avanzó los diez pasos, con decisión. No podía ver absolutamente nada. Se paró y respiró hondo. Sus pensamientos cabalgaban descontrolados, como un caballo desbocado. “¿Un abismo? Si tan sólo pudiera ver a qué me enfrento, ¿y si muero, y si me parto una pierna? No, contrólate. Nunca he conocido a nadie como el padre Pavel, debo confiar en él”. Todas estas cosas pensaba y su pensamiento no avanzaba sino que estaba encerrado en un círculo, que se debatía entre la esperanza y el miedo, la fe y la razón, la afirmación y la negación.
Por fin se decidió a saltar, pero en el último instante le invadió un profundo temor y justo cuando iba a darse impulso, sus piernas temblaron y se resbaló. Comenzó a caer, mas mientras caía consiguió asirse a una rama, se agarro a la rama con fuerza, pensando que en ello le iba la vida. La noche era tan oscura que no veía absolutamente nada, dudaba incluso de si el tiempo transcurría, y lo único que podía sentir era el incremento del dolor en sus manos, que conforme fueron pasando las horas comenzaron a sangrar. Lo sabía porque una gota le cayó en los labios, y pudo notar su textura espesa y su metálico sabor. Aún así no cedió, aferrándose a la vida con fiereza. Pensó que el tiempo se había detenido y que nunca se acabaría la noche, cada minuto que pasaba a él le parecía una eternidad, el dolor cada vez más punzante se hacía insoportable. De repente, el cielo comenzó a cambiar de color, de negro pasó a ser violeta, llegaba la Aurora, y con ella la esperanza. La luz comenzó a dibujar el mundo  a su alrededor, en tonos grises azulados. Entonces miró hacia abajo y vio que sus pies estaban a menos de un palmo del suelo, que era de arena blanca y fina. Se dejó caer y se echó a llorar, como un niño perdido y desamparado.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL BENEDICTINO





Epílogo

Los dos estudiantes se quedaron con la mirada fija en el monje, que tranquilamente limpiaba su pipa, echando las cenizas en la chimenea.
-Y bien, ¿qué pasó con Stefan? –le espetó el mismo que le había hablado antes, con voz alterada- No irá a dejarnos así.
-El resto del camino, debéis recorrerlo solos, igual que el padre Pavel no pudo acompañar a Stefan, tampoco puedo yo acompañaros este último trecho. Que tengáis una buena noche, y buen camino.
Se metió la pipa en el bolsillo, y no sin dificultad se levanto de la silla, se acercó a donde estaba la posadera, pagó su cuenta, se dirigió a la puerta, antes de abrirla se puso la capucha, la abrió y un frío y húmedo viento entró en el albergue, salió cerrando la puerta tras de sí y se perdió en la oscuridad de la noche.
No se le volvió a ver en el camino. A mí me gusta imaginármelo en su monasterio, rezando mientras acaricia su pipa en el bolsillo, cantando los maitines en latín antes de la llegada de la Aurora, cuidando de su huerto, contemplando.



A.M.B.
Marzo de 2013

                 


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