jueves, 7 de marzo de 2013

El mito de las cigarras en el Fedro



          
            Otro ensayo sobre el Fedro, y dirán algunos: “qué pesado es este hombre con Platón y con el Fedro”. Y no les faltará razón, soy muy pesado con este diálogo. Lo leo, lo releo y lo vuelvo a leer, y cada vez me acerco un poco más a entenderlo, pero sin llegar nunca a verlo con total claridad. Por lo tanto quedan aún muchos ensayos que escribir sobre él, muchas relecturas. Como diría el mismo Platón, debo desarticularlo como un buen carnicero, respetando sus partes, entender cada parte, y algún día podré verlo nítidamente, en su totalidad, como una unidad innegable. ¡Maravillosa sensación la de pensar que aún me queda tanto camino por recorrer junto a este texto que tanto amo!
         Agradecimientos a dos hombres que visten siempre de oscuro, y que sin embargo, irradian mucha luz. Nacho, mi profesor de filosofía, maestro y guía, que además es experto en el Fedro, y aún así, respeta mis arriesgadas tesis. Y por supuesto Rubén, mi compañero de trayecto, que no hace más que rebatirme mi tesis y no cede  -enrocado se encuentra escondiendo su perilla romántica tras tres peones y una torre- gracias a las largas discusiones que sobre el tema mantenemos, mis ideas se refuerzan.
         Espero que os guste, es corto y poético.

El mito de las cigarras en el Fedro
         Hubo un tiempo remoto y lejano en el que todavía no habían nacido las Musas, un tiempo en el que el ser humano era aún un proyecto, no se había completado, realizado. Las Musas nacieron de la memoria, representada en la mitológica figura de Mnemosina. Cabe preguntarse de qué memoria nacen, qué es lo que recordaban. Para enfrentarnos a este enigma utilizaremos la cosmovisión pitagórica, que si bien alguno podrá tachar de arcaica, es absolutamente poética e inspirada, es decir, perfectamente adecuada al tema con que dialogamos en esta fría y lluviosa mañana de la pre-primavera salmantina.
         En Pitágoras el mundo es armonía, tanto es así que se puede explicar a través del número, ya que en la armonía está necesariamente la simetría. En un principio el universo era un caos, y los dioses lo ordenaron de forma armónica y como no podría ser de otra manera, divina. En su movimiento los astros que forman el todo producen una música, la música universal, constante y innegablemente bella, que si no oímos, es por estar acostumbrados a ella. Toda música creada por el ser humano debe intentar emular a ésta, acercarse a ella.
         No es descabellado pensar que el canto de las Musas, aquello que ellas recuerdan y reproducen, sea la música universal pitagórica, de la que todos, en algún momento de nuestras vidas hemos sido partícipes. ¿Acaso hay sinfonía más bella y sublime que el sol derramado en el poniente? Son esos momentos, esos breves instantes en que la oímos, los que nos hacen pensar en la eternidad; efímeras y pasajeras emociones que encierran el infinito.
         En el Fedro, Diálogo entre diálogos, tras hablar del alma y del amor, en el medio día ateniense, cuando más aprieta el calor, Sócrates vence la modorra de la siesta contándole al joven Fedro el mito de las cigarras. Las cigarras fueron aquellos hombres que vivían antes del nacimiento de las Musas, los primeros en escuchar su canto. Tan embelesados quedaron al oírlo que se convirtieron en cigarras y pasaron el resto de sus días cantando, sin necesidad de comer ni beber, poseídos por la belleza de la melodía que de tan sublimes labios emanaba. Entonces se convirtieron en cigarras, que no sólo adornan el caluroso medio día, sino que además anuncian a cada una de las musas quienes de los de aquí abajo las honramos, y a cuál de ellas.
         Existen nueve Musas, de las que Platón menciona cuatro. En primer lugar a Terpsícore, Musa de la danza. La danza es la más natural y primera reacción ante la música, es el inevitable movimiento que ésta produce tras embriagar nuestras almas. En segundo lugar menciona a Érato, Musa del amor. El amor es uno de los temas centrales del Fedro, las alas del carro que nos elevan hasta contemplar la eterna belleza, pura y verdadera, la misma que necesariamente debe ser combustible de lo que oramos y escribimos, y absolutamente todo lo demás que hacemos en nuestras vidas. Por último menciona conjuntamente a Calíope y a Urania; la mayor, y la que va detrás de ella. La una es la Musa de la elocuencia y la poesía épica, la otra la de la astronomía, lo relacionado con la bóveda celeste, donde habitan los dioses. A ellas acuden las cigarras a anunciar cuales de nosotros, los de aquí abajo, dedicamos la vida a la filosofía y a honrar su música.
         Las cigarras son todos aquellos que forman el arte humano. Todos los que, embelesados por el canto de las musas, se olvidaron de comer y de beber, la parte más animal del hombre, para dedicarse a la actividad más humana de todas, la música. Las cigarras son todos aquellos que nos recuerdan que no debemos dormir la siesta, dejarnos llevar por la pereza, la desidia, la apatía; todos aquellos que cantaron y cuyos cantos siguen haciendo eco en el valle formado por el rio del tiempo. Las cigarras son Cervantes y Victor Hugo, Tolstoi y Dostoievski, Ovidio y Juan Ramón, Brahms, Ludwig van Beethoven. Seres humanos mayúsculos que perviven en la memoria, que cantaron y tan bello fue su canto que no pudo apagarse. Ya no necesitan comer ni beber, sus cuerpos han dejado de existir, pero sus almas perduran, y su canto continúa, intacto, imperecedero, eterno.
         Ellos nos acompañan cuando nos enfrentamos al papel, nos dan ánimo y caricias, nos apoyan, y cuando somos dignos de ello, acuden a las Musas en nuestro nombre, para que ellas graciosamente susurren a nuestros oídos su canto celestial.    
         Existen muchas lecturas del Fedro, tal vez tantas como lectores tenga, de hecho, más adelante, Platón habla de la orfandad del texto una vez se desprende de su autor, su padre. Tal vez por eso sea tan críptico, Platón era consciente de la importancia del mensaje que nos estaba dejando, y por ello lo dejo cifrado, de tal manera que tuviésemos que abstenernos de muchas siestas para llegar hasta él. Imagino que es un texto que habrá sido leído por los mejores ojos de entre todos aquellos que forman las cigarras en el mito, no puedo saberlo, pero lo intuyo. Sin embargo, de entre todos estos, los que más tiempo le han dedicado, los que más detenidamente se han enfrentado a su lectura, deben ser en su gran mayoría filósofos. Por ello, en una actitud innata al ser humano, lo han llevado siempre a su terreno, a aquello a lo que aman y por lo que luchan en su día a día. Bien, sea, pero yo también tengo derecho a leerlo con mis ojos, detenidamente, y en nombre de la poesía; palabras mayores.
         Platón no concibe la escritura sin filosofía, ni la retórica. De hecho en este mismo diálogo hay un desarrollo claro y premeditado que parte desde esta base. Antes de hablar de la escritura, habla de la retórica, de la importancia de la verdad como combustible de cualquier discurso. Todo texto encierra un discurso, se nutre de la retórica, el escritor debe tener clara la idea que quiere transmitir, por eso la retórica precede a la escritura en el diálogo. No obstante, por mucho que algunos se empeñen, el diálogo asciende hacia la escritura, llega a ella. Igual que el discurso de Alcibíades no es casual en el Simposium, y es precursor de lo que nos dirá Platón en el Fedro, la escritura es la meta hacia la que se dirige el Fedro. Durante la vida de Platón surge un nuevo fenómeno, si bien ya se sabía escribir desde mucho tiempo antes, es en la Atenas de los s. V y IV a.C. cuando se comienzan a difundir textos escritos, cuando se comienzan a vender en el ágora. Es difícil creer que Platón entreviera que dos mil años más tarde surgiría una máquina divina que cambiaría definitivamente la existencia humana, la imprenta. Pero tal vez lo intuyó, y desde luego supo ver el inmenso potencial que había en todo ello para el desarrollo humano.
         Cuando un filósofo lee: “(…)a quienes pasan su vida en la filosofía y honran su música(…)”- inevitablemente se queda con la primera parte de la frase, vivir en la filosofía; buen credo. Sin embargo no podemos obviar la segunda parte de la frase, y honran su música. Muchos filósofos, algún ejemplo alemán de la edad moderna acude a la memoria, parecen haber olvidado que la filosofía es música y que como tal sólo debería expresarse en su natural forma. Dijo Oscar Wilde que había hecho de la filosofía un arte, y del arte una filosofía. Todo buen poeta, y buen filósofo, encuentra que el énfasis de la sentencia platónica está en honrar la música, no en vivir en filosofía. El alma es eterna, y por lo tanto divina, igual que el conocimiento que hemos olvidado y debemos recordar. El canto de las musas es a su vez divino. Según dónde coloquemos el énfasis en la frase, podrá terminar nuestro discurso en plegaria, como lo hace el Fedro, o un simple argumento razonado.
         Calíope es la mayor de las musas, no obstante Platón la menciona antes que a Urania, todo en el de los hombros anchos es movimiento, ascenso y descenso, el Fedro, es un ascenso del que luego deberemos descender para que ayude a nuestros textos a ascender de nuevo. Calíope nos eleva hacia Urania, hacia las estrellas, hacia la bóveda celeste sobre la cual, la cabeza del auriga, podrá por un momento contemplar la llanura de la verdad, viendo la verdadera esencia de todo aquello que impregna nuestro mundo, permitiéndonos escuchar por un instante la música universal de la que nos hablaron los pitagóricos.
         No, el Fedro no es un diálogo más. Es un mensaje encriptado y envuelto de divinidad, en el que Platón se adelanta a su tiempo, y en el que honrando la música celestial de las Musas, nos dice aquello que intuye, pero no se atreve a razonar.



A.M.B.
Marzo de 2013

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