Esta vez toca un ensayo,
también hay que ordenar ideas, no sólo disfrutar con la poesía, ya que tras
ordenarlas luego se convierten en versos. Nunca pensé que diría esto, pero he
disfrutado mucho con Aristóteles, su ética es una maravilla, dejo de ser
deontológico y me declaro oficialmente luchador en la virtud, como el hidalgo.
Espero que os guste, he intentado contarlo todo en mis propias palabras, y no
en las del estagirita, siempre tan opacas.
Os dejo con él.
La
virtud ética en Aristóteles y Don Quijote de la Mancha
Aristóteles era un enfermo, un enfermo por la sabiduría.
Poseía una mente hiperactiva que no podía evitar analizarlo todo. Al ver una
simple puerta su mente, a velocidades vertiginosas, hacia el siguiente
análisis:
-Un trozo de madera-
causa material. La puerta, causa formal. El trabajo del carpintero, causa
eficiente. Entrar en la habitación, causa final. La puerta se compone de: dos
planchas de madera, un pomo, sujetado a la puerta por cuatro tornillos y posee
un eje giratorio que permite a un pestillo mantener la puerta cerrada evitando
que se abra con las corrientes de aire. Tres clavijas que funcionan como motor
giratorio y que permiten a la puerta abrirse y cerrarse. El hierro, causa
material…
Después continuaría
haciendo un análisis causal de cada uno de los elementos que ni tan siquiera
osaré a reproducir, puesto que mi mente va a un ritmo más pausado, dejando
espacio para la música que el pobre estagirita no pudo nunca escuchar. Y algunos
aún se sorprenden de la opacidad de su prosa. Escribir es ordenar las ideas, y
desde luego eso Aristóteles lo consigue, pero son tantas las ideas que de su
mente se derraman que no puede hacerlo más que de forma esquemática. Y así se
debe leer, con papel y lápiz, y creando un esquema de todo lo que va diciendo.
Es fácil caer en la
tentación de ignorar a Aristóteles, ya que su lectura es de lo más laboriosa y
ardua. No obstante, es un filósofo fundamental para la historia de la
filosofía, y muchas de sus ideas están hundidas en la raíz de la cultura
occidental. Uno debe buscar la belleza en las ideas, que de por sí son bellas,
a pesar de que contradiciendo a Hegel, fallan en la forma.
Tras esta
introducción en tono cómico, pues así había de leerse, pasemos a la virtud
ética expuesta en la Ética a Nicómaco.
Para entender al
macedonio, uno debe tener muy claro el concepto de teleología, es decir, que
todas las cosas tienden hacia un fin. Telos
(τέλος), en griego, quiere decir
desarrollo hacia la plenitud. El fin último del hombre, su plenitud, es la
felicidad, eudaimonía (εὐδαιμονία). Es un fin en sí mismo, todos
los hombres tendemos hacia él, es el bien perfecto que se elige por sí mismo, y
nunca por ninguna otra cosa. Por lo tanto, la ética aristotélica es la actitud
vital que nos acerca a la felicidad.
¿Qué es la
felicidad? El concepto griego, eudaimonía
(εὐδαιμονία), quiere decir literalmente tener un buen daimón.
Los daimones son esos seres intermedios entre los dioses y los hombres. Para
cuando Aristóteles utiliza el término, en su racional mente no entran
cuestiones supersticiosas de daimones y dioses, pero sí que encierra el
término, etimológicamente, un matiz de movimiento, al que volveremos más adelante.
Aristóteles nos dice; la felicidad es una
cierta actividad del alma de acuerdo con la virtud (1099b).
Definida pues la
felicidad deberemos pasar a entender qué es la virtud. Primero hemos definido
el deseo, ahora deberemos deliberar sobre la virtud, luego elegiremos las
virtudes a las que debemos llegar, y por fin las pondremos en práctica. ¡Qué
cansado es pasear por la mente de este hombre! Deliberemos pues. Existen dos
tipos de virtudes, las éticas y las dianoéticas. La ética procede de la costumbre,
es en la que nos vamos a centrar, y es la que de forma más directa nos lleva a
la felicidad. La dianóetica es la virtud intelectual, que se origina con la
enseñanza, y que será una herramienta indispensable para poder vivir en la
virtud, pues primero se debe conocer y después llevarlo a la práctica. En este
ensayo ahondaremos solamente, como su título bien indica, en la virtud ética.
Para entender la
virtud ética es necesario primero entender la concepción del alma aristotélica,
así funciona su pensamiento, se va construyendo sobre barrocas piedras de
mármol, minuciosamente talladas, y si falta tan sólo una, se derrumba el
edificio. El alma está dividida en dos partes, una racional, que define al
hombre, y una irracional. A su vez el alma irracional está dividida en dos
sub-partes, la primera en orden ascendente de importancia, es la vegetativa,
que comparten todos los seres vivos, las plantas, los animales, y los hombres;
esta es la que nos anima, nos da vida. La segunda es la desiderativa o
apetitiva, esta es propia de los animales y del hombre, pero no de las plantas,
y a pesar de ser irracional puede ser dominada por la razón, concepto éste muy
importante para lo que vamos a exponer. Por otra parte es una idea que su
maestro, el gran Platón, ya expuso de forma absolutamente poética y bella en el
mito del carro alado del Fedro, el
alma desiderativa o apetitiva son los caballos que tiran del carro, y la auriga
la razón que los domina- desgarradora contraposición entre una forma de hacer
filosofía y otra. El alma racional es superior a las dos anteriores, es la que
hace del ser humano un ser humano, y tiene a su vez tres funciones. Una
teórica, que nos permite el conocimiento científico y la sabiduría. Una
deliberativa o práctica, que nos permite formar opiniones sobre lo que puede
ser de una forma u otra, y que se ocupa de actividades como la política o la
ética. Y una última productiva que nos permite crear cosas, a ella pertenece el
arte, la poética, o la retórica, aquellas cosas que son un medio para un fin.
Y ahora, sin más
demora, pasemos a la virtud ética, el tema central de nuestra labor.
El hombre no nace
con una serie de virtudes éticas por naturaleza, sino que las desarrolla y las
adquiere a través de la hexis (ἕξις),
el hábito.
Todas las cosas tienden hacia un fin, incluso las inanimadas. El fuego tiende a
ir hacia arriba, y la piedra hacia abajo. Aunque tú lances la piedra hacia
arriba, será una acción violenta, en contra de su naturaleza, y acabará
bajando. El ser humano también nace con una serie de tendencias que se
encuentran en el alma apetitiva. Algunos, por ejemplo, pueden tender a la
glotonería, pero la razón debe taimar a las pasiones, y por ello la virtud, y
la felicidad por ende, son realizables. El alma del hombre es flexible,
moldeable por la razón. Por lo tanto la virtud no es un acto, sino que un modo
de ser, un hábito que se adquiere, bien a través de la autarquía, bien a través
de la enseñanza, tanto en la escuela como en la familia. Para adquirir la
virtud debemos primero adquirir la capacidad, conocerla, deliberar sobre ella,
y después ponerla en práctica con firmeza.
La virtud es un
término medio entre un exceso de y una carencia de –el término utilizado en mi
edición de Gredos es defecto, pero prefiero carencia. Así una persona no es
valiente por enfrentarse solo a un ejército de mil hombres, sería temerario. Ni
tampoco lo es si al comenzar la batalla sale corriendo, sería un cobarde. El
verdadero valiente es el que delibera sobre la situación y tras sopesarla
decide actuar conforme con la razón, sin demostrar miedo, pero sin ser
temerario. Este concepto de término medio está muy arraigado en la cultura
griega, desde la época de los siete sabios. Se busca un equilibrio que armonice
con la armonía preexistente, no siendo nunca ni demasiado, ni demasiado poco.
En la ausencia de término medio se encuentra el peor de los atributos de un
hombre para el griego antiguo, la hybris (ὕϐρις), el concepto más parecido al
pecado en su cultura. Fue la hybris (ὕϐρις), la que despertó la ira de
Poseidón enviando a Ulises a la deriva durante años, cuando tras derrotar al
cíclope Polifemo, no pudo evitar revelarle su verdadero nombre, y vanagloriarse
de su astucia. A diferencia de hoy día, los griegos conocían muy bien sus
límites, y se valoraba muy positivamente la moderación.
Aristóteles entiende
que cada persona tiene su propio camino por recorrer hacia la virtud. Lejos de
caer en el relativismo de los sofistas contra el que tanto luchó, es consciente
de que todos partimos desde un punto distinto pero nos dirigimos hacia un mismo
fin, la felicidad. Cada uno de nosotros nacemos con un carácter diferente, por
lo que en nuestra lucha interna hacia la virtud deberemos librar diferentes
batallas.
Hablemos ahora de
la lengua griega, y de dos palabras indispensables para entender a Aristóteles:
ethos (ἦθος), que quiere decir
hábito o costumbre; y êthos (ἠθος) que quiere decir
carácter, siendo esta última raíz de la ética, êthikos (ἠθικός). El carácter nos es dado, pero
es moldeado a través del hábito y la costumbre. Otro ejemplo más de la poética
de la que se nutren las palabras griegas, una lengua que se sirve de bellísimas
metáforas para expresar con mayor precisión que ninguna otra todas las
abstracciones a las que somos expuestos en nuestro día a día. La palabra, el
logos, esos símbolos que nos permiten entender el mundo y la vida. “La palabra
nos da la vida pero nosotros debemos devolverle la vida a la palabra”- escuché
orar a un gran maestro una vez. En esa ê que se alarga en êthos (ἠθος), y que es tan difícil de
traducir a nuestra lengua romance, tal vez se hallé la clave de la ética
aristotélica. Es a través del hábito, de la costumbre, como se forja el
carácter, alargando el hábito como se alarga la ê conseguimos vivir en el bien,
en la virtud, moldeamos nuestro carácter instalándonos en ella y podemos pues,
ser felices. No puedo dejar de nombrar a ese amante de las palabras, que pasea
meditabundo entre ellas con su perilla romántica, y que alumbró en mí esta
brillante y preciosa idea, como tantas otras en relación al griego antiguo.
La ética de
Aristóteles es una maravilla, lo expreso alto y claro. Es una ética que no
entiende de victimismos, que empuja al ser humano a superarse día a día, como
él mismo dice en la frase más bonita de las que le he leído: una golondrina no hace verano ni un solo día
(1098a). Ni la felicidad ni la virtud se consiguen con actos aislados, un acto
no nos convierte en virtuosos, sino que lo hace el hábito de actuar en la
virtud; igual que un violinista debe practicar siempre para tocar bien el
violín. La felicidad no es una Ítaca de verdes praderas a la que tras años a la
deriva se llega, sino que es la Ítaca que se construye, día a día, a través de
laborioso trabajo y honestidad con uno mismo. La felicidad, como su nombre
griego indica, eudaimonía (εὐδαιμονία), es un movimiento, un
dinamismo, un vivir en la virtud. El buen daimón es la semilla que nosotros
plantamos desde la razón en el alma, y que regamos cada día actuando en la virtud,
haciendo de ella una rutina, y el tallo se eleva hacia la bóveda celeste, hacia
los dioses, pues nos dice Aristóteles que la felicidad es don divino.
“(…) así, que casi me es forzoso
seguir por su camino, y por él tengo que ir a pesar de todo el mundo, y será en
balde cansaros en persuadirme a que no quiera yo lo que los cielos quieren, la
fortuna ordena y la razón pide, y, sobre todo, mi voluntad desea; pues con
saber, como sé, los innumerables trabajos que son anexos al andante caballería,
sé también los infinitos bienes que se alcanzan con ella; y sé que la senda de
la virtud es muy estrecha, y el camino del vicio, ancho y espacioso; y sé que
sus fines y paraderos son diferentes; porque el del vicio, dilatado y espacioso
acaba en muerte, y el de la virtud, angosto y trabajoso, acaba en vida, y no en
vida que se acaba, sino en la que no tendrá fin…”
“Don Quijote de la Mancha”, de D.
Miguel de Cervantes Saavedra
En este sentido,
Aristóteles supera a Sócrates y a Platón, ya que ellos creían que para hacer el
bien no era necesario más que conocerlo. El estagirita también cree que es
necesario conocerlo, pero además hay que llevarlo a la práctica. No basta con
sentarse a dialogar sobre el bien y posiblemente llegar a una definición, o
peor aún, a una aporía. La felicidad es algo realizable, el fin último del
hombre, su plenitud, ahí hacia donde debemos dirigirnos cabalgando a lomos de
Rocinante, construyendo Ítaca a golpe de espada, con cada entuerto que
desfacemos. El hidalgo es el perfecto ejemplo de virtud, primero obtuvo la
capacidad, a través del estudio, después deliberó sobre ello, y al fin lo puso
en práctica, sin importarle las palizas que recibió por parte de mentecatos y
maleantes. Molido a palos regreso tras su primera salida, pero eso no hizo más
que aumentar su deseo de virtud, y volvió a salir, y lo volvieron a moler a
palos, hasta que en su tercera salida llegó a Barcelona, donde fue recibido como
un héroe, y sus hazañas se hicieron eternas. Caminó por el angosto y trabajos
camino de la virtud, llegando a ese lugar que no tiene fin.
Aristóteles estaría
orgulloso de él. Yo voy un poco más allá, es el espejo en el que me miro, el
ejemplo y utopía de vida virtuosa a la que intento asemejar la mía cada día.
¡Larga vida a Don
Quijote de la Mancha, Caballero de la triste figura, gloria y orgullo de España
entera!
A.M.B.
Marzo de 2013
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