De nuevo otro
ensayo. Para seros sinceros, no puedo evitarlo, me encanta el género. Decía
Platón que el pensamiento es un diálogo interno del alma, un ensayo es un
diálogo interno a través del texto. Una vez concluido uno siente que la idea ha
quedado clara y puede entonces archivarla.
Este es un ensayo corto y bonito, sobre
una época misteriosa que injustamente ha adquirido mala fama, el Medievo. Ha
sido todo un descubrimiento para mí, la verdad no me lo esperaba. Gracias a
ello entiendo que la gran literatura es atemporal, se expresa en cada momento
con una luz diferente que, no obstante, es siempre la misma.
Espero
que os guste.
La luz en la literatura
medieval
Que la literatura es luz, es credo de
poeta, por lo menos de éste. La literatura es aquello que se enfrenta a las
tinieblas, desterrándolas y mostrando todos los matices que hacen del hombre un
ser humano. Una misma luz, infinitos destellos. El todo que asciende por los
senderos de la belleza hasta convertirse en el uno, y desciende de nuevo al
todo, está vez brillando con luz propia, única e irrepetible.
Hay muchos tipos de luz: la solar, la
lunar, la estelar, la que brilla en los ojos de la amada… Cada estética, cada
época, y cada escritor, se somete a una de ellas. A lo largo de estas líneas
cabalgaremos en busca de la luz que brilla en los textos del Medievo. En busca
de la luz que irradia el grial, esa luz misteriosa, tenue y lejana, que no
obstante aún llega a nosotros a través de los ríos del tiempo.
La sombra del mundo antiguo es
alargada, de hecho llega hasta nuestros días. Fue de tal magnitud, grandeza, y
luminosidad, el templo que en la antigüedad se erigió que tras él se proyecto
una enorme sombra. Durante siglos el arte vivió entre tinieblas, escondido tras
los muros de fríos monasterios, y con la mirada vuelta atrás, hacia el glorioso
pasado clásico. La alta edad media es una época de la que sabemos muy poco,
aquellos que no nos dedicamos a su estudio tan sólo reconocemos de tan largo
periodo el arte románico. El románico es un arte que entra muy bien por los
ojos, sus formas redondeadas y chatas producen una apacible sensación de
armonía. Sin embargo, es un arte que deja entrar muy poca luz en su templo,
como atestiguan las pequeñas y circulares ventanas de sus iglesias. Es un arte
que produce la sensación de estar fieramente sometido a la teocracia y al
clero. Si nos fijamos en la música de la época se entiende aún mejor el
concepto. En la alta edad media se considera la música como un instrumento para
devolver a Dios la palabra que Éste nos ha revelado. Así, utilizando el
concepto pitagórico de la música, se entiende que debe estar sometida a la voz
y los salmos, y busca reproducir la armonía preexistente del cosmos, que se
expresa a través de la música universal. “Quien canta reza dos veces”- escribió
el de Hipona.
La sensación que produce esta época
desde la distancia es la de un occidente embelesado con la Palabra, que cual
niño con un nuevo juguete se olvida de todo lo demás, principalmente del ser
humano.
Algo pasó en torno al siglo XII. El
paso de la alta edad media, a la baja edad media, es un paso mayúsculo para la
historia de occidente. Muchos coinciden en encontrar la causa de ello en la
filosofía aristotélica, que llega a Europa a través de la civilización más
avanzada de su época, la árabe. Sin embargo, la filosofía es a la vez efecto y
causa de cada época, ¿qué viene antes, el huevo o la gallina? Intentar explicar
lo que entonces pasó centrándose tan sólo en eso, es una simplificación que
priva el momento de todo el misterio con que merece ser observado.
Es en el siglo XII cuando comienzan a
erigirse las catedrales góticas, culmen y cima del arte medieval. Esos inmensos
y sublimes templos construidos en nombre de Dios pero que a la vez incluyen al
ser humano en cada una de sus piedras, de sus estatuas, de sus gárgolas. Atrás
queda la armonía y las formas redondas y chatas, éstas se elevan altas y
puntiagudas hacia el cielo, claro reflejo del hombre y su necesidad de
divinizarse, de ascender hacia la bóveda celeste. Es el arte burgués por
excelencia, fruto del duro y arduo trabajo de generaciones y generaciones de
hombres. Son la conglomeración del talento de todos los que en aquella época
necesitaban expresarse, desde el arquitecto hasta el último cantero. Expuesto a
semejantes obras, uno no puede evitar sentir la sensación de encontrarse ante
algo que le sobrepasa, ante algo bello y mistérico, ante un recordatorio de
hacia dónde debemos dirigir la mirada. Mientras que la iglesia románica intenta
adecuarse a la armonía de la creación, la catedral gótica se eleva intentando
descifrar el indescifrable misterio. Las iglesias románicas son bellas, las
catedrales góticas son sublimes.
La religión sufre también importantes
cambios entonces, que se expresan en la iconografía. Principalmente dos,
la crucifixión de Cristo y el culto mariano. Hasta el siglo XII son muy escasos
los ejemplos iconográficos en los que se encuentra a Cristo crucificado. Es
comprensible que en el paleo cristiano no se representase a Cristo en la cruz: la crucifixión era el castigo de los ladrones y asesinos, y por lo tanto se
entiende que fueran reacios a retratar así a su Dios. Se solía retratar como
pantocrátor, unas veces con forma de efebo y otras con semblante de sabio y
larga barba blanca, mas siempre triunfal. No cabe duda de que el momento más
humano de Cristo es su muerte, por lo que la aparición de los cristos
crucificados, en la iconografía del siglo XII, es fiel reflejo de la necesidad que siente el ser humano de divinizarse, y de humanizar a la divinidad.
En cuanto al culto mariano es algo aún
más misterioso, pero que se expresa en la literatura en todo su esplendor, a
través del amor cortés y la glorificación de la dama. Esa dama que es la meta a
la que nunca se podrá arribar, ese amor cargado de deseo que es combustible de
todos los actos caballerescos.
Dulcinea del Toboso.
La literatura medieval es valiente,
valientes son sus héroes como valientes fueron sus autores. Se desmarca de la
tradición clásica y sale en busca de aventuras, al bosque, como salió Percival. En un principio desnudo y sin nombre, inocente; para luego armarse y
convertirse en caballero de gran fama, y por fin, tras ver el grial, reconocer
su nombre. Es una literatura que avanza hacia lo desconocido, reclamando su
derecho a tener voz propia, a expresarse a pesar de no tener ningún apoyo ni
legitimidad institucional, y tal vez ni tan siquiera lectores, oyentes sí, mas
no lectores. Es una literatura escrita en oscuros castillos, a la tenue luz de
velas que se consumen, por autores que permanecen tan sólo por su obra, sin
dejarnos apenas testimonios de su vida. Está toda ella rodeada de un denso halo
de misterio, el mismo misterio divino que sentiría un campesino del siglo XIII
al ver por primera vez la majestuosa Notre Dame de París.
En un prólogo paradigmático para con la
literatura de la época, María de Francia escribe que la poesía debe ser lo más
oscura posible, añadir al misterio, de tal forma que las generaciones venideras
puedan tener su propia exégesis, dado que parte de la base de que será más
sutil el espíritu de los hombres conforme vayan sucediéndose las generaciones.
Aún hoy, ocho siglos después, sigue teniendo tantas y tantas capas que no hay
lector que pueda llegar al corazón de su esencia, puede tal vez intuirlo,
acercarse, pero nunca verlo con total claridad.
Ya que hablamos de la
importancia de la dama, hablaré yo también de una en particular, intentando
hacer justicia a una preciosa metáfora que ella me enseñó. La palabra texto
viene del latín tejido. Al tirar de un hilo en afán hermenéutico, podemos
llegar a comprender una cara del poliédrico texto, pero igual que al tirar de
un hilo en un jersey de lana, el tejido se descompone, lo mismo pasa con los
textos medievales. Entendemos una de las caras, mas inevitablemente dejamos de
ver el texto completo; tal como vamos tirando de ese hilo se va descomponiendo,
impidiéndonos ver el cuadro completo. Acertada y poética metáfora que uno
debiera tener en cuenta a la hora de enfrentarse a todo texto de la época.
Pasemos ahora a la etimología
de dos palabras hermanas pero distantes, opuestas. Considerar y desear, en
latín considerare y desiderare. Las dos incluyen sidera, el vocablo latino para astro. La
una, considerar, lo incluye; la otra, desear, lo excluye. Es decir, la
literatura medieval es un deseo, un deseo de ese astro que cayó por el poniente
tiempo atrás. Va en su búsqueda pero sabe que no lo podrá alcanzar, divisar. De
ahí el carácter elusivo del grial, el grial representa aquello que deseamos
pero no podemos obtener. Ahí se halla la raíz y la causa del amor cortés, ese
amor por una dama que nunca se materializará. Un amor por una dama que vemos en
la distancia, que nos sonríe, nos embriaga, pero que permanece siempre puro y
virginal, pues nunca podremos llegar a tocarla. No obstante, en nuestro
interior sabemos que es mejor así, pues se convierte en combustible de todo lo
que hacemos, es el amor por la idea imperecedera del Amor, la idea eterna.
El deseo (desiderare)
El deseo (desiderare)
Ese anhelo crepuscular
que inevitablemente
inunda el alma
de luz de oro rojo
pasión,
que desde el poniente
como puñales se clava.
que inevitablemente
inunda el alma
de luz de oro rojo
pasión,
que desde el poniente
como puñales se clava.
Se trata de esa sensación que todos hemos sentido alguna vez
tras el crepúsculo, cuando el sol cae tras el horizonte marino, derramando su
sangre, y sabemos que a continuación viene la fría noche, iluminada por las
lejanas estrellas. Y uno inevitablemente siente nostalgia por la luz, y un
temor casi divino ante la ausencia del astro, que nos guía y nos da cobijo. Sin
él sentimos la inmensidad del universo, nuestro mundo se torna en algo
innegablemente infinito, y nos sentimos pequeños.
La antigüedad es luminosa, Grecia es el amanecer, y Roma, en
el siglo I a.C., el medio día. Por ello la antigüedad no desea, considera,
incluso contempla. La divinidad se escribe sin mayúsculas, y la palabra se expresa
en libros, no en el Libro. A lo largo de los siglos que separan la antigüedad
de la baja edad media, el astro va cayendo por el oeste. Para cuando le toca
salir a Percival es ya noche cerrada, y una noche de luna nueva. Ahí radica
toda la valentía de los autores medievales, en atreverse a salir de la casa
materna en una oscura noche, en busca de un astro que saben no podrán divisar,
tan sólo soñar. Hasta a Moisés se le permitió ver la tierra prometida, aunque
no se le permitiese llegar a ella. Percival no tiene más que una reminiscencia
de lo que ha sido, de su maldito linaje, y aún así sale, y lo hace porque sabe
que pertenece a su clase, que es su derecho y sobre todo, su deber.
La divinidad es algo mayúsculo en el Medievo, inabarcable,
infinito. Algo que se explica en un latín que no entendemos, y de espaldas. Algo
que vive en inmensos templos que nos producen el más humilde de los asombros.
Una gran parte de la labor intelectual de la época se dedica a la teología, en
un intento fútil y estéril por entenderla. Sin embargo, reina autoritariamente
sobre el mundo, igual que reina la oscuridad en la noche.
La literatura medieval se adecua a ello, no busca iluminar,
sino, como expresa María de Francia, añadir al misterio. A sabiendas de que, como
ella dice: “sólo la poesía nos libera del
miedo y del dolor”. Al llegar a un claro en el bosque eleva la mirada hacia
el cielo, clamando a Dios que baje, y se vuelva a hacer hombre.
Por todo ello la luz en la literatura medieval es definitivamente
estelar. Es esa luz tenue y mágica que llega desde las lejanas estrellas, en
las noches sin luna, y que casi ilumina las dunas del inmenso desierto; sin
permitirte verlas en toda su claridad, pero permitiéndote intuirlas.
Recordándonos nuestros límites, nuestro ínfimo tamaño con respecto al universo.
Iluminando apenas el mundo, dejando todo por descubrir, pero recordándonos el
maravilloso e indescifrable misterio de la vida.
A.M.B.
Marzo de 2013
Luz de estrella con tono de rey solar.
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