ACTO II
Escena 1
Mila
y Enrique están sentados en la terraza del bar, charlando.
Mila: Pues sí
Enrique querido, aquella campaña fue todo un éxito, y eso que -entre tú y yo-
el producto no es que fuera ninguna maravilla. Pero no importa tanto lo que uno
es, sino cómo uno se vende.
Enrique: ¿Pero esa
empresa no entró en bancarrota un par de años después?
Mila: Sí, pero
para entonces nuestra campaña ya estaba en extra-time,
y no supieron mantenerse on the top.
Ya sabes, en este mundo cuesta mucho ascender, pero el descenso es vertiginoso.
Renovarse o morir.
Enrique: Algo decía
Heráclito de un río. (Mila se le queda
mirando extrañada) O Kennedy, que decía que el mundo estaba en constante
revolución.
Mila: Hum, puede
ser, como Coca-cola, que vendiendo el mismo producto, cada navidad consigue
revolucionar el mundo de la publicidad.
Enrique: Desde luego,
demuestran ser grandes observadores para adaptar lo que la gente les pide, y
devolvérselo.
Mila: Lo llamamos trend setting, marcar las tendencias. La
reina de esto es Madonna. Hace un rato, Bibi me comentaba que dirigió la
temporada pasada una exposición que recogía el trabajo de varios artistas, que
habían creado obras inspiradas en la figura de Madonna. Y petaron el salón con
performance, serigrafías y hasta abstracciones.
Enrique:
Abstracciones… Bibi es una mujer con muchos recursos.
Mila: Desde luego,
forma con Adri una pareja de lo más extraña. (Tras una pausa en la que reflexiona) A ver, que no se me
malinterprete, está muy bien eso de cuidar a los niños, y de enseñarles a leer
y a sumar, porque está bien que todo el mundo sepa un mínimo. Lo que estaría
fatal es que la cajera del súper no supiera ni hacerte la cuenta. Pero claro,
cada uno en su sitio. No es lo mismo el que toma decisiones que el que tiene
que acatarlas. (Prendiéndole del brazo
con complicidad). Tú ya me entiendes.
(Entra) Eleuterio: ¿Está todo de su gusto?
Enrique (desprendiéndose sutilmente): Sí
Eleuterio, gracias. Podría traerme igualmente una copa de vino tinto. ¿Tú
quieres algo, Mila?
Cuando
Eleuterio sale, Enrique queda serio y pensativo.
(Entra) Blanca: Qué haces, ¿buscando la verdad en el silencio?
Enrique: No, en el
vino, pero aún no llega.
Entra
Eleuterio con la copa de Enrique.
Blanca: Te voy a
acompañar si no te importa. Para mí una copa de vino blanco, por favor.
Eleuterio: Marchando.
Enrique: Acaba de
marcharse Mila, estaba ocupada.
Blanca: ¿Y qué te
contaba?
Enrique (austero): Charlábamos.
Blanca: ¿De vinos?
Enrique: No, de
verdades.
Blanca: Mila siempre
ha tenido las cosas muy claras.
Enrique: A mí no me
mires, yo soy el que busca la verdad en un líquido opaco.
Entra
Eleuterio con la copa de Blanca.
Blanca: Tenía ganas
de hablar contigo más tranquilamente, Enrique. Cuando éramos niños no parabas
de hablar, y decías cosas muy hermosas, pero ahora te has vuelto muy callado.
Enrique: Me he vuelto
un hombre de acciones, no de palabras.
Blanca (umbría): A veces pienso que yo soy sólo
palabras.
Enrique: ¿Y qué
palabras eres?
Blanca: Las que se
repiten; las que se repiten una y otra vez hasta que se desgastan, hasta que
pierden su propio significado.
Enrique: Una palabra
sigue viva mientras sigue pronunciándose. Sólo el silencio es el olvido.
Blanca: Por eso
busco la verdad en él.
Enrique: Aun en el
silencio las palabras se pueden leer. (Pausa)
Te confieso que cuando leí su carta, pensé más en ti que en él.
Blanca: Yo ya me
cansé de pensarle.
Enrique: Pero, ¿nos
cansaremos alguna vez de sentirle?
Entran
Adri y Bibi.
Adri: ¡Pero si la
manteca de cerdo les da un sabor buenísimo!
Bibi: Ay qué asco
por Dios, llevo meses matándome de hambre con la dieta, para luego venir aquí y
que tu madre me cebe a migas como si fuera un pavo de navidad. Encima no he
podido pegar ojo en la siesta, qué colchón más incómodo, ¡y el dichoso
moscardón! Yo es que no entiendo la moda de las casas rurales, el campo es de
lo más fastidioso.
Adri: A mí me
encanta, el aire fresco, la paz, el silencio…
Bibi (cortante): Pero qué silencio ni que niño
muerto, entre los gritos de la sorda de tu abuela, los ronquidos de tu padre,
¡y el moscardón! Esto parece una representación de una obra de John Cage.
Adri: Es que eres
tan culta y tan sofisticada… No sé qué haces con una paleta de pueblo como yo.
Bibi: No digas
tonterías, si sabes que estoy loquita por tus huesos. (Se arrullan cariñosamente)
Enrique: De todos los
episodios románticos que ha visto esta plaza, éste debe de ser el más
extravagante.
Blanca: Qué dulce es
verte tan enamorada y tan feliz. Tú nunca perdiste la alegría.
Adri: ¡Ay qué mona
eres Blanquita!
Bibi: Por cierto,
no te lo he dicho antes, pero me encanta tu estilo. Ahora está súper in eso de no pintarse y llevar un look de “me he puesto lo primero que he
encontrado en el armario”. La ironía es una de las claves de nuestro tiempo.
Blanca (contenida): Gracias…
Adri: Y Arturo,
¿le habéis visto? Decía que iba a hacer una visita al alfarero en su casa.
Bibi: Justo por allí
viene.
Entra
Arturo meditabundo.
Blanca: Qué tal
Arturo, ¿vienes de casa del alfarero?
Arturo (saliendo de su ensimismamiento): Sí, de
allí vengo.
Enrique: ¿Y cómo has
encontrado al viejo?
Adri: Entonces,
¿por qué estás tan raro?
Arturo: No sé… Nada,
no es nada.
Blanca: ¿Pero dónde
puede estar?
Adri: Puede haber
ido a llevar las copas para la romería.
Enrique: Aún quedan
unas cuantas horas para que anochezca, pero tampoco era tan raro no encontrarlo
en casa, cuando no estaba trabajando era un hombre de cielo abierto.
Bibí: ¿Y qué
calzado es el más apropiado para el camino? Es que me he traído las zapatillas
con las que voy al gimnasio, y no sé si con estas piedras y con estas cuestas y
encima de noche y…
Arturo (cortante): ¡No puedo callármelo más!
Adri: ¿Qué?
Arturo: En la casa
del alfarero…
Adri: ¡Pero no
decías que no estaba!
Bibi: Oy míralo,
si parece un GPS.
Arturo: Conforme
ascendía, sentía en mis pies las huellas de la memoria, recorriéndome. Al
llegar, había sido transportado a un lugar que cifrado en el Espacio me hablaba
del Tiempo. Desde fuera, todo parecía igual; la chimenea humeante, las tejas
rotas y desordenadas, la gruesa y adusta piedra de sus paredes, las diminutas y
ahumadas ventanas, la misma robusta puerta de roble de siempre. Blandí la
aldaba; no hubo respuesta.
Enrique: ¿Y Zeus?
Adri: ¿Zeus?
Enrique: Su perro.
Arturo: No estaba,
claro; el Tiempo pasa para todos, hasta para el mismísimo Zeus. Como no
respondía, rodeé la casa y encontré la puerta del taller entreabierta. Sabía
que no estaba, pero volvió a brotar en mí la curiosidad aquella que hizo que
tantos años atrás, me adentrara en su guarida.
Adri: ¿Pero no era
Eduardo el que se había colado primero, y le habíais seguido vosotros dos
después?
Arturo: La luz que
caía clara a través del ventanal proyectando las mismas sombras, el mismo aroma
a tierra húmeda y a carbón caliente, la misma constelación de bártulos
gravitando en caótica dispersión sobre un centro ordenado: el torno. Pero no
todo era igual. De la mesilla de la esquina había desaparecido el gramófono y
los viejos discos polvorientos, del cuadro en el que Ícaro caía con sus alas
encendidas ya no quedaba más que una huella desnuda en la pared, y de su otrora
abundante biblioteca no quedaba más que un libro: “El Paraíso Perdido”.
Enrique: Fue con ese
libro con el que conocí a Milton.
Arturo: Mientras
sostenía el mazo que descansaba sobre la mesa, y que ya no se me hacía tan
pesado, reparé en una silueta que se alzaba al fondo del taller, entre la
penumbra. Por un instante creí que se trataba de una aparición, y me desazoné intensamente;
he de reconocer que ese mistérico lugar todavía causa un fuerte influjo sobre
mí; e incluso se me pasó por la cabeza en un destello que el mismo alfarero
podía estar allí de píe, imbuido en una quietud espectral, mientras me
contemplaba. Pero volviendo en mí, avancé lentamente, con un absurdo temor a
romper el silencio, y pensé que no se trataba más que de otro de sus enormes
botijos, aunque éste estaba extrañamente cubierto por una sábana blanca.
Blanca: Levantaste
la sábana.
Arturo: Descorrí el
velo, y hallé una columna enhiesta sobre la que se alzaba un busto de corte clásico.
Un torso desnudo, con los músculos bien definidos y hombros sólidos, que
sostenían una proporcionada cabeza, cubierta de frondosos rizos, con la
barbilla ligeramente elevada, pero sin caer en la arrogancia, serena sonrisa y
honda mirada.
Enrique: Siempre creí
que tenía alma de artista.
Arturo: Pero no todo
era armonía. En su pecho afloraba descubierto, frágil, vulnerable, un corazón
que a pesar de ser de barro, parecía latir. Sentí el impulso de acariciar su
piel, por creer que la encontraría caliente, creí verme reflejado en sus ojos,
y que desde sus labios moldeados su voz me hablaría. Era como estar delante de él.
Blanca: ¿De quién?
Arturo: Eduardo.
Los
amigos se sobresaltan. En Blanca parece causar un efecto mayor que en el resto,
se estremece.
Bibi: ¿Ése quién
era? Uno de vuestra pandilla, ¿no?, el que no ha venido.
Blanca: (Levantándose) Voy a dar un paseo chicos.
Adri: Vale cari,
pero no te olvides que en un rato salimos para la romería.
Sale
Blanca.
Bibi: El doctor en
filología, pues vaya un pueblo literario el vuestro.
Adri: Bueno sólo
los chicos, y también Blanquita. Desde que se juntaron con el alfarero no
hablaban de otra cosa.
Bibi (A Arturo): Entonces Eduardo también es
escritor, como tú.
Enrique: Hasta donde
yo sé, sólo leía.
Arturo: El poeta no
se hace, nace. Eduardo siempre fue buen lector, pero nunca aspiró a más, de
hecho míralo, se ha convertido en teórico. No todo el mundo escucha el tenue y
celestial canto de las musas, no todo el mundo acaricia el arpa de Apolo para
acompañarlas. Eso, se tiene, o no se tiene.
Enrique (mirando directamente a Arturo): Es
cierto, las musas no dedican su canto a cualquiera.
Arturo: Tal vez fue
eso lo que te pasó a ti. O tal vez diste más importancia a sumar números en tu
cuenta corriente que a contar sílabas en tus versos.
Adri: Ay, ya
empezamos otra vez como en los viejos tiempos. ¡Ya me veo cómo va a acabar
esto!
Enrique: No, no esta
vez, voy ensillar los caballos para la romería.
Sale
Enrique.
Entra
Mila.
Mila: He oído algo
de gente común, me encanta esa canción de Pulp, (cantando) “I want to live
like common poeple…” Justo la he escuchado hoy en i-phone.
Bibi: ¿Has oído la
versión de los Manel, el grupo catalán?
Mila: Uy, de los
catalanes yo no quiero ni el pantomacá.
Bibi: Pues
deberías buscarlos, tienen unos videos geniales, el de common people está grabado en un mercado.
Adri: Hablando de
mercados, me voy a preparar una empanada con mi abuela, para que nos llevemos a
la romería. ¿Vienes Bibi?
Bibi: No, casi que
me quedo aquí con Mila.
Adri (saliendo): Vale chicos, hasta luego.
Mila (con ironía): ¿Qué pasa, no te apetece ir
a hacer empanada? Así le copias la receta a la abuela.
Bibi: La receta…
Debajo de mi casa tengo un restaurante argentino donde las hacen buenísimas, y
tiradas de precio.
Arturo: Querida
Mila, antes venía pensando en aquello tan oportuno que referiste sobre la
distinción entre el trabajo manual y el trabajo intelectual.
Mila: No siempre a
darle al coco se le puede llamar trabajo.
Arturo: No, no es
siempre un trabajo, es más que eso, es un arte.
Bibi (con ironía): No hace falta más que
escucharte.
Arturo: Los
aristócratas griegos ya hacían una separación entre las disciplinas físicas y
las intelectuales en su aprendizaje, y estas últimas eran las que luego
conoceríamos como artes liberales.
Bibi: Tú siempre
hablando de ruinas.
Arturo (mirando penetrantemente a Mila): Yo creo
que las manos, los labios, el cuerpo entero hay que dejarlo para menesteres más
placenteros.
Mila: La
experiencia me dice que los que hablan tan rebuscadamente, luego no encuentran
lo que hay que encontrar en la cama.
Bibi: Éste es
capaz de en plena faena soltarte un speech.
Arturo (cada vez más tenso): No, bellas damas. Un
buen orador ha de saber cuándo entonar sus palabras, porque las palabras tienen
un espacio, fijo como el renglón y a la vez fluyente como el verso. Lo que las
mueve, es el Tiempo. (Mila y Bibi se
miran de reojo) Tiempo… Tempus fugit,
Memento mori, y en el medio (mirando
a Mila) Carpe diem. Hay que
aprovechar el momento, porque la piel que ahora es tersa, suave, pálida de
porcelana, llegará el día en que se amarilleé, se estríe, se arrugue como la
nuez que nunca fue abierta. (Mila y Bibi
empiezan reírse conteniéndose) Pero no temáis, antes de que eso ocurra,
aquí acude la lozana literatura en vuestro auxilio, para dotaros de la dádiva
suntuosa de las cálidas caricias, de las viriles embestidas de los toros de
Éfeso, del aliento de Céfiro en vuestro tallo desnudo. ¡Caiga sobre vosotras la
lluvia dorada de Zeus!
Bibi
y Mila estallan en carcajadas.
Mila: Con el
placer que le da escucharse a sí mismo no necesita nada más.
Bibi: Pero ¿tú has
entendido algo de lo que ha dicho?
Arturo
se va yendo entre las risas, mohíno y azorado.
Mila: Qué barbaridad,
qué verborrea.
Las
risas resuenan en la plaza mientras las luces se apagan.
Escena 2
En
su taller, el alfarero moldea el barro que gira en su torno en silencio,
envuelto en la letanía de las penumbras que le rodean.
Entra Blanca.
Blanca (tímida): Buenas noches. (Aguarda una respuesta del alfarero que no
llega, así que continúa) ¿Sabe quién soy?
Blanca: Verá, todos
están en la romería, pero yo he pensado que tal vez sería mejor venir aquí.
Espero que no le importe. (Tras una pausa)
Creo que quería verle. (Él la mira de
nuevo, y ella, nerviosa, continúa) Me han dicho que ha creado usted un
busto; no me pregunte cómo lo sé, aunque imagino que usted ya lo sabe… No deseo
pecar de atrevida, pero ¿podría verlo?
El
alfarero la mira fijamente sin decir palabra, y hace una señal con la cabeza
indicando el fondo del taller. Ella se dirige lentamente fuera de escena. Tras
unos instantes, regresa visiblemente conmovida.
Blanca: Recuerdo
esto. Recuerdo el valle, recuerdo el pueblo. Recordaba el sonido de las ramas meciéndose,
del viento silbando a sus flores, del canto del ruiseñor a la tarde, y los
grillos sonámbulos en la noche. Pero, es curioso, no recordaba las imágenes,
los colores, la luz. Y no ha sido cuando he vuelto a ver, sino cuando he vuelto
a escuchar, cuando han vuelto a mí todos esos recuerdos. Tal vez por eso nunca
he encontrado un atisbo del alma en los cuerpos que he abierto; tal vez el alma
no se vea, tal vez el alma sea algo que suene.
Ahora, recuerdo. Recuerdo
despertar en la mañana con el Sol abriendo los principios de los días, con la
brisa ligera de poniente llamando a nuestra puerta. Recuerdo la fresca hierba,
invitándonos a hacer de su manto nuestro lecho. Recuerdo la campana, repicando
y deshaciendo los silencios que niegan la Realidad. Recuerdo la charca azul en
la tarde azul. Recuerdo
la voz dulce de mi abuela amparándome en su pecho. Recuerdo la luna rielando en
mi ventana, desde dentro. Recuerdo la lluvia. Y lo recuerdo a él, frente a mí,
mirándome. Su mano en mi mano, yendo juntos hacia el fin del horizonte.
Recuerdo el camino claro y el cielo inmenso.
Y
nos fuimos. Nos fuimos de este mundo nuestro a otro mundo, juntos. Otro mundo
de altas paredes de cemento, de angostas aceras sucias y castillos de cartón. Y
los rostros se multiplicaron, las voces se multiplicaron, los colores… Nos
fuimos a ese otro mundo más grande, y nos hicimos más pequeños. Aquí, nos
queríamos. Aquí, éramos. Pero mientras seguíamos hacia delante por esos nuevos
senderos, su mano se fue desprendiendo de mi mano, su voz ya no nombraba mi
voz; y su mirada se disparó hacia otros besos, hacia otras caricias que no eran
la mía. No pude… Y yo me abrí de piernas para que entrara en mí todo lo que
había estado en la caja de la que nunca salió la esperanza, e infinidad de
cuerpos huecos derramaron en mí su vacío.
Pero
él y yo no nos separamos aún, no; antes teníamos que destruirnos. Porque aún
quedaba entre nosotros la catedral de nuestro pasado, donde prometimos la felicidad.
Pero no era más que una ruina que se caía a pedazos. Y él que lo sabía, al fin
se fue y me dejó, sola, en el derrumbamiento. Ardió Troya, y yo estaba dentro,
pero no me reduje a cenizas; sólo ardí.
Y así deambulé por las
horas, por los días, por las Eras, con una máscara de rutina en el rostro,
cubriéndome con espejos los siglos de mi tristeza.Creyendo
tal vez, que el camino que ahora recorría sola me llevaría a casa de nuevo. Pero
mordimos la manzana, porque mordí la manzana. ¡Por qué mordí la manzana! Y
ahora aquí, permanezco doliéndome de la caída, intentando inútilmente volver al
Origen de las cosas, al Origen de las formas, cuando aún eran hondas, y me
abrazaban. Pero ¿cómo? Cómo si ya estamos vacíos, si ya no queda en nosotros
más que el sepulcro de lo celeste, más que los huesos de los sueños que no
supimos encarnar. ¡Cómo! ¡Cómo regresar al camino claro y al cielo inmenso!
Blanca
cae abatida. El alfarero aparta sus manos del torno, y habla.
Alfarero: Tierra y
cielo.
Blanca
alza la cabeza y se vuelve sorprendida y confusa. El alfarero se levanta y
camina hasta ponerse frente a ella.
Alfarero: Yo doy forma
a las cosas con la tierra en la que llora el cielo.
Fin del Acto
II
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