sábado, 10 de mayo de 2014

Como Barro de Alfarero - Acto II



ACTO II

Escena 1

         Mila y Enrique están sentados en la terraza del bar, charlando.

Mila: Pues sí Enrique querido, aquella campaña fue todo un éxito, y eso que -entre tú y yo- el producto no es que fuera ninguna maravilla. Pero no importa tanto lo que uno es, sino cómo uno se vende.

Enrique: ¿Pero esa empresa no entró en bancarrota un par de años después?

Mila: Sí, pero para entonces nuestra campaña ya estaba en extra-time, y no supieron mantenerse on the top. Ya sabes, en este mundo cuesta mucho ascender, pero el descenso es vertiginoso. Renovarse o morir.

Enrique: Algo decía Heráclito de un río. (Mila se le queda mirando extrañada) O Kennedy, que decía que el mundo estaba en constante revolución.

Mila: Hum, puede ser, como Coca-cola, que vendiendo el mismo producto, cada navidad consigue revolucionar el mundo de la publicidad.

Enrique: Desde luego, demuestran ser grandes observadores para adaptar lo que la gente les pide, y devolvérselo.

Mila: Lo llamamos trend setting, marcar las tendencias. La reina de esto es Madonna. Hace un rato, Bibi me comentaba que dirigió la temporada pasada una exposición que recogía el trabajo de varios artistas, que habían creado obras inspiradas en la figura de Madonna. Y petaron el salón con performance, serigrafías y hasta abstracciones.

Enrique: Abstracciones… Bibi es una mujer con muchos recursos.

Mila: Desde luego, forma con Adri una pareja de lo más extraña. (Tras una pausa en la que reflexiona) A ver, que no se me malinterprete, está muy bien eso de cuidar a los niños, y de enseñarles a leer y a sumar, porque está bien que todo el mundo sepa un mínimo. Lo que estaría fatal es que la cajera del súper no supiera ni hacerte la cuenta. Pero claro, cada uno en su sitio. No es lo mismo el que toma decisiones que el que tiene que acatarlas. (Prendiéndole del brazo con complicidad). Tú ya me entiendes.

(Entra) Eleuterio: ¿Está todo de su gusto?

Enrique (desprendiéndose sutilmente): Sí Eleuterio, gracias. Podría traerme igualmente una copa de vino tinto. ¿Tú quieres algo, Mila?

Mila: No puedo querido. Tengo que responder unos mails y en esta parte del pueblo no hay cobertura 3G. (Suspirando) Es como volver a la Edad de Piedra. Ciao ciao, ci vediamo doppo. (Sale)

         Cuando Eleuterio sale, Enrique queda serio y pensativo.

(Entra) Blanca: Qué haces, ¿buscando la verdad en el silencio?

Enrique: No, en el vino, pero aún no llega.

Entra Eleuterio con la copa de Enrique.

Blanca: Te voy a acompañar si no te importa. Para mí una copa de vino blanco, por favor.

Eleuterio: Marchando.

Enrique: Acaba de marcharse Mila, estaba ocupada.

Blanca: ¿Y qué te contaba?

Enrique (austero): Charlábamos.

Blanca: ¿De vinos?

Enrique: No, de verdades.

Blanca: Mila siempre ha tenido las cosas muy claras.

Enrique: A mí no me mires, yo soy el que busca la verdad en un líquido opaco.

         Entra Eleuterio con la copa de Blanca.

Blanca: Tenía ganas de hablar contigo más tranquilamente, Enrique. Cuando éramos niños no parabas de hablar, y decías cosas muy hermosas, pero ahora te has vuelto muy callado.

Enrique: Me he vuelto un hombre de acciones, no de palabras.

Blanca (umbría): A veces pienso que yo soy sólo palabras.

Enrique: ¿Y qué palabras eres?

Blanca: Las que se repiten; las que se repiten una y otra vez hasta que se desgastan, hasta que pierden su propio significado.

Enrique: Una palabra sigue viva mientras sigue pronunciándose. Sólo el silencio es el olvido.

Blanca: Por eso busco la verdad en él.

Enrique: Aun en el silencio las palabras se pueden leer. (Pausa) Te confieso que cuando leí su carta, pensé más en ti que en él.

Blanca: Yo ya me cansé de pensarle. 

Enrique: Pero, ¿nos cansaremos alguna vez de sentirle?

Entran Adri y Bibi.

Adri: ¡Pero si la manteca de cerdo les da un sabor buenísimo!

Bibi: Ay qué asco por Dios, llevo meses matándome de hambre con la dieta, para luego venir aquí y que tu madre me cebe a migas como si fuera un pavo de navidad. Encima no he podido pegar ojo en la siesta, qué colchón más incómodo, ¡y el dichoso moscardón! Yo es que no entiendo la moda de las casas rurales, el campo es de lo más fastidioso.

Adri: A mí me encanta, el aire fresco, la paz, el silencio…

Bibi (cortante): Pero qué silencio ni que niño muerto, entre los gritos de la sorda de tu abuela, los ronquidos de tu padre, ¡y el moscardón! Esto parece una representación de una obra de John Cage.

Adri: Es que eres tan culta y tan sofisticada… No sé qué haces con una paleta de pueblo como yo.

Bibi: No digas tonterías, si sabes que estoy loquita por tus huesos. (Se arrullan cariñosamente)

Enrique: De todos los episodios románticos que ha visto esta plaza, éste debe de ser el más extravagante.

Blanca: Qué dulce es verte tan enamorada y tan feliz. Tú nunca perdiste la alegría.

Adri: ¡Ay qué mona eres Blanquita!

Bibi: Por cierto, no te lo he dicho antes, pero me encanta tu estilo. Ahora está súper in eso de no pintarse y llevar un look de “me he puesto lo primero que he encontrado en el armario”. La ironía es una de las claves de nuestro tiempo.

Blanca (contenida): Gracias…

Adri: Y Arturo, ¿le habéis visto? Decía que iba a hacer una visita al alfarero en su casa.

Bibi: Justo por allí viene.

Entra Arturo meditabundo.

Blanca: Qué tal Arturo, ¿vienes de casa del alfarero?

Arturo (saliendo de su ensimismamiento): Sí, de allí vengo.

Enrique: ¿Y cómo has encontrado al viejo?

Arturo: No lo he encontrado, no estaba.

Adri: Entonces, ¿por qué estás tan raro?

Arturo: No sé… Nada, no es nada.

Blanca: ¿Pero dónde puede estar?

Adri: Puede haber ido a llevar las copas para la romería.

Enrique: Aún quedan unas cuantas horas para que anochezca, pero tampoco era tan raro no encontrarlo en casa, cuando no estaba trabajando era un hombre de cielo abierto.

Bibí: ¿Y qué calzado es el más apropiado para el camino? Es que me he traído las zapatillas con las que voy al gimnasio, y no sé si con estas piedras y con estas cuestas y encima de noche y…

Arturo (cortante): ¡No puedo callármelo más!

Adri: ¿Qué?

Arturo: En la casa del alfarero…

Adri: ¡Pero no decías que no estaba!

Arturo: Hice el camino como lo hacía de niño, como siempre lo hice; salí de mi casa y subí por la Cuesta del Perdón hasta llegar a la Plaza de la Iglesia, después seguí por entre las callejuelas con sus casas achatadas y ruinosas hasta los límites del pueblo, y tomé el sendero del bosque, para luego desviarme y ascender por la colina donde se alza la casa del alfarero.

Bibi: Oy míralo, si parece un GPS.

Arturo: Conforme ascendía, sentía en mis pies las huellas de la memoria, recorriéndome. Al llegar, había sido transportado a un lugar que cifrado en el Espacio me hablaba del Tiempo. Desde fuera, todo parecía igual; la chimenea humeante, las tejas rotas y desordenadas, la gruesa y adusta piedra de sus paredes, las diminutas y ahumadas ventanas, la misma robusta puerta de roble de siempre. Blandí la aldaba; no hubo respuesta.

Enrique: ¿Y Zeus?

Adri: ¿Zeus?

Enrique: Su perro.

Arturo: No estaba, claro; el Tiempo pasa para todos, hasta para el mismísimo Zeus. Como no respondía, rodeé la casa y encontré la puerta del taller entreabierta. Sabía que no estaba, pero volvió a brotar en mí la curiosidad aquella que hizo que tantos años atrás, me adentrara en su guarida.

Adri: ¿Pero no era Eduardo el que se había colado primero, y le habíais seguido vosotros dos después?   

Arturo: La luz que caía clara a través del ventanal proyectando las mismas sombras, el mismo aroma a tierra húmeda y a carbón caliente, la misma constelación de bártulos gravitando en caótica dispersión sobre un centro ordenado: el torno. Pero no todo era igual. De la mesilla de la esquina había desaparecido el gramófono y los viejos discos polvorientos, del cuadro en el que Ícaro caía con sus alas encendidas ya no quedaba más que una huella desnuda en la pared, y de su otrora abundante biblioteca no quedaba más que un libro: “El Paraíso Perdido”.

Enrique: Fue con ese libro con el que conocí a Milton.

Arturo: Mientras sostenía el mazo que descansaba sobre la mesa, y que ya no se me hacía tan pesado, reparé en una silueta que se alzaba al fondo del taller, entre la penumbra. Por un instante creí que se trataba de una aparición, y me desazoné intensamente; he de reconocer que ese mistérico lugar todavía causa un fuerte influjo sobre mí; e incluso se me pasó por la cabeza en un destello que el mismo alfarero podía estar allí de píe, imbuido en una quietud espectral, mientras me contemplaba. Pero volviendo en mí, avancé lentamente, con un absurdo temor a romper el silencio, y pensé que no se trataba más que de otro de sus enormes botijos, aunque éste estaba extrañamente cubierto por una sábana blanca.

Blanca: Levantaste la sábana.

Arturo: Descorrí el velo, y hallé una columna enhiesta sobre la que se alzaba un busto de corte clásico. Un torso desnudo, con los músculos bien definidos y hombros sólidos, que sostenían una proporcionada cabeza, cubierta de frondosos rizos, con la barbilla ligeramente elevada, pero sin caer en la arrogancia, serena sonrisa y honda mirada.

Enrique: Siempre creí que tenía alma de artista.

Arturo: Pero no todo era armonía. En su pecho afloraba descubierto, frágil, vulnerable, un corazón que a pesar de ser de barro, parecía latir. Sentí el impulso de acariciar su piel, por creer que la encontraría caliente, creí verme reflejado en sus ojos, y que desde sus labios moldeados su voz me hablaría. Era como estar delante de él.

Blanca: ¿De quién?

Arturo: Eduardo.

         Los amigos se sobresaltan. En Blanca parece causar un efecto mayor que en el resto, se estremece.

Bibi: ¿Ése quién era? Uno de vuestra pandilla, ¿no?, el que no ha venido.

Adri: Sí, el de las palabras, el que te conté ayer, (casi en un susurro y señalándola) el ex de Blanca.

Blanca: (Levantándose) Voy a dar un paseo chicos.

Adri: Vale cari, pero no te olvides que en un rato salimos para la romería.

         Sale Blanca.

Bibi: El doctor en filología, pues vaya un pueblo literario el vuestro.

Adri: Bueno sólo los chicos, y también Blanquita. Desde que se juntaron con el alfarero no hablaban de otra cosa.

Bibi (A Arturo): Entonces Eduardo también es escritor, como tú.

Enrique: Hasta donde yo sé, sólo leía.

Arturo: El poeta no se hace, nace. Eduardo siempre fue buen lector, pero nunca aspiró a más, de hecho míralo, se ha convertido en teórico. No todo el mundo escucha el tenue y celestial canto de las musas, no todo el mundo acaricia el arpa de Apolo para acompañarlas. Eso, se tiene, o no se tiene.

Enrique (mirando directamente a Arturo): Es cierto, las musas no dedican su canto a cualquiera.

Arturo: Tal vez fue eso lo que te pasó a ti. O tal vez diste más importancia a sumar números en tu cuenta corriente que a contar sílabas en tus versos.

Adri: Ay, ya empezamos otra vez como en los viejos tiempos. ¡Ya me veo cómo va a acabar esto!

Enrique: No, no esta vez, voy ensillar los caballos para la romería.

         Sale Enrique.

Arturo (A Bibi): Tú tratas con artistas, y ya sabes la envidia que nos tiene la gente común.


Entra Mila.

Mila: He oído algo de gente común, me encanta esa canción de Pulp, (cantando) “I want to live like common poeple…” Justo la he escuchado hoy en i-phone.

Bibi: ¿Has oído la versión de los Manel, el grupo catalán?

Mila: Uy, de los catalanes yo no quiero ni el pantomacá.

Bibi: Pues deberías buscarlos, tienen unos videos geniales, el de common people está grabado en un mercado.

Adri: Hablando de mercados, me voy a preparar una empanada con mi abuela, para que nos llevemos a la romería. ¿Vienes Bibi?

Bibi: No, casi que me quedo aquí con Mila.

Adri (saliendo): Vale chicos, hasta luego.

Mila (con ironía): ¿Qué pasa, no te apetece ir a hacer empanada? Así le copias la receta a la abuela.

Bibi: La receta… Debajo de mi casa tengo un restaurante argentino donde las hacen buenísimas, y tiradas de precio.

Arturo: Querida Mila, antes venía pensando en aquello tan oportuno que referiste sobre la distinción entre el trabajo manual y el trabajo intelectual.

Mila: No siempre a darle al coco se le puede llamar trabajo.

Arturo: No, no es siempre un trabajo, es más que eso, es un arte.

Bibi (con ironía): No hace falta más que escucharte.

Arturo: Los aristócratas griegos ya hacían una separación entre las disciplinas físicas y las intelectuales en su aprendizaje, y estas últimas eran las que luego conoceríamos como artes liberales.

Bibi: Tú siempre hablando de ruinas.

Arturo (mirando penetrantemente a Mila): Yo creo que las manos, los labios, el cuerpo entero hay que dejarlo para menesteres más placenteros.

Mila: La experiencia me dice que los que hablan tan rebuscadamente, luego no encuentran lo que hay que encontrar en la cama.

Bibi: Éste es capaz de en plena faena soltarte un speech.

Arturo (cada vez más tenso): No, bellas damas. Un buen orador ha de saber cuándo entonar sus palabras, porque las palabras tienen un espacio, fijo como el renglón y a la vez fluyente como el verso. Lo que las mueve, es el Tiempo. (Mila y Bibi se miran de reojo) Tiempo… Tempus fugit, Memento mori, y en el medio (mirando a Mila) Carpe diem. Hay que aprovechar el momento, porque la piel que ahora es tersa, suave, pálida de porcelana, llegará el día en que se amarilleé, se estríe, se arrugue como la nuez que nunca fue abierta. (Mila y Bibi empiezan reírse conteniéndose) Pero no temáis, antes de que eso ocurra, aquí acude la lozana literatura en vuestro auxilio, para dotaros de la dádiva suntuosa de las cálidas caricias, de las viriles embestidas de los toros de Éfeso, del aliento de Céfiro en vuestro tallo desnudo. ¡Caiga sobre vosotras la lluvia dorada de Zeus!

         Bibi y Mila estallan en carcajadas.

Mila: Con el placer que le da escucharse a sí mismo no necesita nada más.

Bibi: Pero ¿tú has entendido algo de lo que ha dicho?

         Arturo se va yendo entre las risas, mohíno y azorado.

Mila: Qué barbaridad, qué verborrea.

         Las risas resuenan en la plaza mientras las luces se apagan.


Escena 2



         En su taller, el alfarero moldea el barro que gira en su torno en silencio, envuelto en la letanía de las penumbras que le rodean.

         Entra Blanca.

Blanca (tímida): Buenas noches. (Aguarda una respuesta del alfarero que no llega, así que continúa) ¿Sabe quién soy?

         Ahora sí, el alfarero dirige su mirada hacia ella sin desprender sus manos del torno y hace un suave gesto de asentimiento con la cabeza. 

Blanca: Verá, todos están en la romería, pero yo he pensado que tal vez sería mejor venir aquí. Espero que no le importe. (Tras una pausa) Creo que quería verle. (Él la mira de nuevo, y ella, nerviosa, continúa) Me han dicho que ha creado usted un busto; no me pregunte cómo lo sé, aunque imagino que usted ya lo sabe… No deseo pecar de atrevida, pero ¿podría verlo?

         El alfarero la mira fijamente sin decir palabra, y hace una señal con la cabeza indicando el fondo del taller. Ella se dirige lentamente fuera de escena. Tras unos instantes, regresa visiblemente conmovida.

Blanca: Recuerdo esto. Recuerdo el valle, recuerdo el pueblo. Recordaba el sonido de las ramas meciéndose, del viento silbando a sus flores, del canto del ruiseñor a la tarde, y los grillos sonámbulos en la noche. Pero, es curioso, no recordaba las imágenes, los colores, la luz. Y no ha sido cuando he vuelto a ver, sino cuando he vuelto a escuchar, cuando han vuelto a mí todos esos recuerdos. Tal vez por eso nunca he encontrado un atisbo del alma en los cuerpos que he abierto; tal vez el alma no se vea, tal vez el alma sea algo que suene.
Ahora, recuerdo. Recuerdo despertar en la mañana con el Sol abriendo los principios de los días, con la brisa ligera de poniente llamando a nuestra puerta. Recuerdo la fresca hierba, invitándonos a hacer de su manto nuestro lecho. Recuerdo la campana, repicando y deshaciendo los silencios que niegan la Realidad. Recuerdo la charca azul en la tarde azul. Recuerdo la voz dulce de mi abuela amparándome en su pecho. Recuerdo la luna rielando en mi ventana, desde dentro. Recuerdo la lluvia. Y lo recuerdo a él, frente a mí, mirándome. Su mano en mi mano, yendo juntos hacia el fin del horizonte. Recuerdo el camino claro y el cielo inmenso.
Y nos fuimos. Nos fuimos de este mundo nuestro a otro mundo, juntos. Otro mundo de altas paredes de cemento, de angostas aceras sucias y castillos de cartón. Y los rostros se multiplicaron, las voces se multiplicaron, los colores… Nos fuimos a ese otro mundo más grande, y nos hicimos más pequeños. Aquí, nos queríamos. Aquí, éramos. Pero mientras seguíamos hacia delante por esos nuevos senderos, su mano se fue desprendiendo de mi mano, su voz ya no nombraba mi voz; y su mirada se disparó hacia otros besos, hacia otras caricias que no eran la mía. No pude… Y yo me abrí de piernas para que entrara en mí todo lo que había estado en la caja de la que nunca salió la esperanza, e infinidad de cuerpos huecos derramaron en mí su vacío.
Pero él y yo no nos separamos aún, no; antes teníamos que destruirnos. Porque aún quedaba entre nosotros la catedral de nuestro pasado, donde prometimos la felicidad. Pero no era más que una ruina que se caía a pedazos. Y él que lo sabía, al fin se fue y me dejó, sola, en el derrumbamiento. Ardió Troya, y yo estaba dentro, pero no me reduje a cenizas; sólo ardí.
Y así deambulé por las horas, por los días, por las Eras, con una máscara de rutina en el rostro, cubriéndome con espejos los siglos de mi tristeza.Creyendo tal vez, que el camino que ahora recorría sola me llevaría a casa de nuevo. Pero mordimos la manzana, porque mordí la manzana. ¡Por qué mordí la manzana! Y ahora aquí, permanezco doliéndome de la caída, intentando inútilmente volver al Origen de las cosas, al Origen de las formas, cuando aún eran hondas, y me abrazaban. Pero ¿cómo? Cómo si ya estamos vacíos, si ya no queda en nosotros más que el sepulcro de lo celeste, más que los huesos de los sueños que no supimos encarnar. ¡Cómo! ¡Cómo regresar al camino claro y al cielo inmenso!

Blanca cae abatida. El alfarero aparta sus manos del torno, y habla.

Alfarero: Tierra y cielo.

Blanca alza la cabeza y se vuelve sorprendida y confusa. El alfarero se levanta y camina hasta ponerse frente a ella.

Alfarero: Yo doy forma a las cosas con la tierra en la que llora el cielo.


Fin del Acto II





 
 

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