La Casa de
la encinas, Abril de 2013
A.M.B. a Epicuro, salud.
Ante todo
quiero expresarte mi admiración. Las respuestas que encontraste a los problemas
de tu tiempo superan con creces a las que propusieron las demás escuelas
contemporáneas a ti: el estoicismo o el escepticismo. En vez de aceptar la
existencia como un tren que recorre las vías trazadas por el destino, o los
caprichosos designios de los dioses, decidiste encontrar soluciones aplicables
al hombre, mostrándole el camino de una vida plena y satisfactoria.
La época
que me ha tocado vivir se parece mucho a tu época helenística, así es como la
hemos denominado con el tiempo, con la única diferencia radicando en que
nosotros no venimos de un pasado glorioso, como lo fue la democracia ateniense.
Nos hacen creer que vivimos en democracia, y en libertad, pero somos pocos los
que conseguimos la autarquía. La mayoría de la gente, a pesar de saber leer y
escribir, y haber sido educados, viven sus vidas subordinados a los designios
de los poderosos. Los deseos naturales necesarios están cubiertos casi por
decreto, y la gente dedica sus vidas a satisfacer los deseos naturales no
necesarios y los deseos no naturales. Se identifica la felicidad y el placer
con la opulencia, con el lujo, con el dinero. Los héroes de mi época son gente
que poco o nada ha hecho por merecer la fama adquirida. Cuánto bien le haría a
mi sociedad leerte, cuánto bien le haría entender que el verdadero placer está
en la quietud del alma, en la ausencia de turbación, en las carencias
satisfechas con simplicidad, en el silencio.
Pocos
entienden el concepto de la autosuficiencia, y en lugar de ello aumentan sus necesidades,
de tal forma que explotamos los recursos del planeta hasta el punto de casi
agotarlos. Es una época de desenfreno en la que la filosofía ha sido relegada a
un segundo plano, hasta el punto en que el hombre actúa a ciegas, tomando
decisiones que repercuten a la humanidad entera, sin la necesaria capacidad crítica para
la reflexión. Porque, querido Epicuro, el hombre se ha hecho tan poderoso que
es capaz de tiranizar la naturaleza, con el solo movimiento de un dedo
presionando un botón se podría destruir vastas extensiones del planeta.
Cuando la
gente habla de placer, sólo conciben el placer cinético, es decir, en
movimiento. Y nunca como procesión de suprimir el dolor, o la turbación, sino
como aquél que colorea y diversifica el placer. El tiempo se ha acelerado tanto
que la gente sólo sabe encontrar el placer cuando éste embriaga, ayudándoles
así a abstraerse del ajetreo que los envuelve. Si uno menciona la palabra hedonismo,
se entiende como un desenfreno intoxicado de las pasiones, como un sumergirse
en el lujo hasta olvidarse de uno mismo. El placer catastemático, esa sensación
de reposo tan apacible tras suprimir un deseo necesario, y natural, como el
hambre, parece no ser suficiente para el hombre común. Y subrayo lo de común, ya que
hasta el momento he adoptado un tono en la epístola que podría interpretarse
como fatalista, pero en ningún momento de mi vida lo he sido, y no pienso serlo
ahora.
El otro
día, un gran amigo mío me dijo un proverbio chino que me recuerda, en cierto
modo, a como empiezas tu “Epístola a Meneceo”, y dice así: “El mejor momento para plantar un árbol fue
hace veinte años, el segundo mejor momento es ahora”. Creo que no es tarde
para que volvamos a la filosofía, que tenemos una oportunidad, como nunca se ha
tenido, de aprender a vivir coherentemente, de entender, por lo menos, el
porqué de lo que hacemos y sus consecuencias. En ese sentido me apunto a tú
protéptico, aunque propongo, en importantes matices, una filosofía muy
diferente a la tuya, como ya se irá viendo en el desarrollo de este escrito.
Como tú,
creo que la filosofía debería ser práctica, y estar al servicio de la ética, el
fruto de tu jardín. Para ello es necesaria la física, y la metafísica, que
serán el árbol que en él crezca. Sin embargo dónde discrepo es en la canónica,
que forma los muros que separaban a tu huerto de ese mundo tan hostil; pero
sobre ello ya volveremos más adelante.
Durante
siglos se ha temido a la muerte, y en consecuencia a la vida. Pocos han
entendido esa idea tan simple y acertada que tú propusiste: cuando la
muerte llega, nosotros ya no estamos, y cuando vivimos, la muerte no está. Una
idea que en tus propias palabras: “hace
dichosa a la vida”. Montaigne, un filósofo muy posterior a ti, escribió que
debemos aprender a aceptar gozosamente la finitud de la vida, a vivir en la
gozosa aceptación de nuestro ser mortal. No obstante, parece que hayamos olvidado
que tenemos límites, y que estamos amasados de finitud, y eso ha causado gran
miedo, gran turbación. A consecuencia de ello, se crearon teologías que
monopolizando la eternidad, usaron su poder y su control para beneficio de
unos pocos. Cierto es, que para muchos, esas teologías significaron
esperanza, un clavo ardiendo al que aferrarse para sobrevivir en un mundo
irreconciliable que les sobrepasaba, y en el que poco o nada influía su
determinación. Mas fue a un precio desorbitado: la libertad.
Ha habido
escuelas filosóficas, casi contemporáneas a mí, que han defendido que el hombre
es necesariamente libre, que la existencia precede a la esencia, eliminando así
todo determinismo. Me parece una filosofía muy atractiva, pero en realidad creo
que es más una reacción ante unos paradigmas sociales que una realidad. En ese
sentido, de nuevo me parece muy acertada tu visión sobre el destino, en la que
dices que el futuro no es ni del todo
nuestro, ni del todo no nuestro. Nacemos con una serie de tendencias, con
esencia propia e irrepetible, pero como diría Aristóteles, esas tendencias las
podemos domar, es el hábito el que forja el carácter, y en ello radica nuestra
libertad. El ser humano tiene la capacidad de desarrollarse a lo largo de su
vida, de ser mejor día a día, de acercarse a ese ideal de vida isoteísta. Somos
libres de convertir nuestras vidas en algo divino, de vivir como dioses.
Y ahora
hemos llegado al tema central de mi carta, al momento en que armado de valor,
mirándote directamente a los ojos, y a pesar de que seas un hombre consagrado
que ha sobrevivido al paso del tiempo, te ofreceré mi punto de vista, diferente
al tuyo.
Vana es la palabra del filósofo que no cura algún mal en
el alma. Si me permites cambiaré sutilmente tu sentencia, pero de
forma que necesariamente no sea la misma: vana es la palabra del filósofo que
no cura algún mal en el Alma. Porque hay dos tipos de alma: el alma individual
de cada uno de nosotros, y el Alma. Alma de absolutamente todo, de todos los
seres humanos que existen, han existido, y algún día existirán, de los animales,
de los árboles y las flores, de las estrellas, la luna y el sol; del universo
entero. Los dioses ya no están ocultos, no creo que lo estuvieran en tu tiempo,
pero ahora se hace más obvio que nunca antes. El siglo XX ha sido una etapa de
negación y rechazo, hasta el punto que se ha llegado a negar a la divinidad.
Durante milenios el hombre vivió sometido a una férrea teocracia, aún hoy
existen sociedades que siguen bajo el yugo de ese Dios lejano, mas omnipresente,
que se expresa dogmáticamente a través de supuestos sabios embriagados de poder.
Como reacción a todo ello, muchos hombres decidieron rechazar la divinidad y lo
sagrado, viviendo en un ateísmo que no terminó nunca de ser del todo coherente,
y que a menudo cayó en el nihilismo. A consecuencia de ello, el arte sufrió, y
la sociedad se vio navegando a la deriva esclava del tortuoso oleaje de una mar
enfurecida.
Sin
embargo, siento en mi generación, la primera del siglo XXI, la necesidad de
redefinir a la divinidad, de reunirse con Dios. No buscamos un Dios en lo alto,
ni tampoco un conjunto de dioses antropomórficos que designan nuestro sino
según sus caprichos. No, la divinidad que hemos encontrado está entre nosotros,
en los detalles más íntimos de la vida: en una comida preparada con amor por
una madre, en la sonrisa de una mujer hermosa, en la conversación con un amigo,
en el coqueto volar de una golondrina. La divinidad no está oculta, Epicuro,
está en todo, y para verla no hay más que dirigir la mirada hacia el lugar
adecuado. Y si tan sólo hubieras cazado un reflejo de ella, se hubieran destruido
los muros de tu jardín, conectándote de nuevo con el mundo, que por mal que
estuviera, hubiera sido bañado de clara luz. Una luz que lo habría empapado
todo de una nueva y renovada esperanza.
Los
antiguos sobrevalorasteis la razón, esa razón que construyó los muros de tu
jardín a través de la lógica. La razón es poderosa, es una eficaz herramienta para
enfrentarse a las grandes cuestiones de la vida. Sin embargo, no sirve para
entender a la divinidad, pues la divinidad es música, y por mucho que se
intente explicar la música a través de la razón, nunca la lógica podrá abarcar
los sentimientos que hacen que ésta nazca, ni las emociones que produce en
quien la escucha. No se puede explicar lo inefable, pero sí se puede sentir, y
un solo instante expuesto a ella hace que toda una vida valga la pena, un solo
reflejo de la verdadera belleza se transforma en una vida entera
dedicada al Amor. Y entonces seguimos sin poder explicarla, pero podemos
cantarla.
Yo también
creo en una vida apartada. De hecho, mi máxima ambición es poder vivir en el
campo, tener mi propio huerto, lejos del mundanal ruido, donde pueda oír de nuevo
la palabra eterna brotando del silencio, escuchar la música celestial, y cantar
con ella. Eso sí, sin muros, sin nada que me separe del mundo al que pertenezco.
Y cada uno de mis cantos será un fármaco para el Alma, y tal vez al oírlo, más
almas se sumarán a mi canto, cantando con su propia voz, y las palabras de los
filósofos se convertirán en canciones de los poetas, y curarán el Alma; a
través de nuestra propia creación, nuestra ποίησις (poiesis).
Entonces,
y sólo entonces, podremos poner en práctica tu ética hedonista, y entenderemos
que el verdadero placer está en la simplicidad de la vida, en vivir bailando al
ritmo armónico que nos marca la creación. Entendiendo que suficiente es
suficiente. Y la naturaleza del placer dejará de ser negativa, y será positiva,
ya que no se centrará en la supresión del dolor en el cuerpo, ni de la
turbación en el alma; sino en nuestro poder de creación, y en todas nuestras
creaciones nacidas del verdadero Amor, convirtiéndonos en dioses, viviendo
como dioses.
Y si para
ello debemos sufrir por el camino, sufriremos. Dejaremos de lado la ataraxía, y
lucharemos por crear un mañana digno de nuestro potencial. Un mañana que tal
vez nunca lleguemos a conocer, pero que conocerán los que vengan después a
través de nuestros ojos, ya que ellos son nosotros, como nosotros, somos tú. Ya
no sirve esconderse detrás de muros, por mucho que la puerta esté siempre abierta.
Ha llegado el momento de nuestro desarrollo hacia la plenitud, de que
aprendamos a dirigir la mirada y nos dejemos poseer por la luz, esa luz que
desde el amor nos engendró, y a la que a través de él debemos retornar.
Gracias
por tu obra, tu ejemplo, y tu vida.
Con amor, siempre con Amor,
A.M.B.
Abril de
2013
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