San Agustín y el
Ágape
“Credo ut
intelligam; intelligo ut credo”
En el atardecer crepuscular
del mundo clásico un Hombre avanza con paso firme hacia el astro que se
esconde, su figura está bañada por africana luz roja que desde el poniente se
derrama. Es ante todo honesto, anda desnudo mas sin ningún pudor, ofreciendo al
mundo y al tiempo su yo más íntimo, retratándolo en negra tinta que permanece,
ajena al inexorable transcurrir de los días.
Tras el resplandor
de la antigüedad grecolatina, tras el amanecer griego y el mediodía romano,
tras la cálida luz de la antigüedad tardía, inevitablemente debía llegar la
noche. Fue está una noche oscura y misteriosa, sin luna, tan sólo iluminada por
lejanas estrellas. De ella nos ha quedado escaso testimonio, el arte románico y
poco más. De San Agustín a San Anselmo pasan siete siglos en los que la
filosofía parece estar estancada.
En la vida del
hombre el tiempo transcurre imparable, sujeto al movimiento de los astros, así
el día dura lo que tarde el sol en recorrer el firmamento y la noche lo que
tarda en volver a aparecer. La humanidad también tiene sus días y sus noches,
para ella también transcurre el tiempo, pero lo hace a un ritmo más pausado,
dado que su vida es más larga. El presente, ese efímero e ínfimo instante entre
un pasado que avanza dejando de ser y un futuro que aún no es, es
necesariamente el mismo para el hombre y la humanidad. Sin embargo, el tiempo
de la humanidad no está sujeto al movimiento de los astros, transcurre
lentamente, aunque esté constantemente acelerándose. Por ello al echar la vista
atrás, no es descabellado hablar de días y de noches. La antigüedad fue un
largo día cercano al solsticio de verano, en él Homero es la aurora, Sócrates
el amanecer, Roma el medio día, Plotino la tarde, y San Agustín el crepúsculo.
La Alta Edad Media es una noche oscura y nublada, y la Baja Edad esa misma
noche despejada, oscura pero estrellada, en la que llega desde los astros una
luz distante y tenue. Guillermo de Ockham sería la aurora y el renacimiento el
amanecer, y así sucesivamente. Lo curioso es que los días se hacen cada vez más
cortos, a un ritmo casi exponencial, tema que merece una larga reflexión.
En la oscura noche
de la Alta Edad Media, esa noche dominada por los bárbaros germanos, San
Agustín se erige como un farol que guía a las almas en su deambular por la
vida, enseñándolas a redirigir la mirada, a creer en esa Luz de las estrellas
que tras las nubes se hallaba, en esa Luz clara del amanecer que estaba por
llegar. Es cierto que hubo malos hermeneutas de su obra, el “De Civitate Dei”
fue utilizado como soporte ideológico de un sistema político que derivo en el
feudalismo más feroz, y en una Iglesia corrompida por el exceso de poder.
También Hitler utilizó la novena. Sin embargo, para los pocos que tenían acceso
a la cultura y que sabían leer y escribir, esos monjes escondidos tras gruesos
muros en sus monasterios, San Agustín sólo pudo ser luz, una luz eterna que
irradiaba desde la poesía que se forjaba en su ser más interior y verdadero, un
ser humano arrollador que escogió lo que a ellos les vino dado por realmente
hallar en ello la Verdad, porque en la Verdad, y en la Verdad sólo, está la
felicidad.
Lo confieso, he
llorado.
Tus
lágrimas son mis lágrimas,
tu
amor, mi amor,
te
imagino caminando,
avanzando
con la mirada
fija
al frente,
en
busca de la luz,
esa
luz que siempre intuiste
y
no conseguías encontrar.
Te
imagino leyendo a San Pablo,
en
tu casa de Milán.
Imagino
a tú madre
en
su lecho,
muriendo
en su renacer,
tan
entera, tan socrática.
Leo
como tras darle sepulcro,
ni
tú fe pudo contener tu dolor,
y
tu dolor es mi dolor,
y
como tras dormir,
al
despertar,
en
la intimidad de tu cámara,
recostaste
tu cabeza en Su hombro,
y
echaste a llorar;
y
de las páginas del libro
caen
saladas lágrimas
que
se unen
a
las que recorren mi mejilla.
Santo
fuiste Agustín,
mas
aún más lo fue Mónica,
la
que te dio la vida,
y
te crió,
con
la única leche
que
pudo satisfacer
tu
alma insaciable:
la
Verdad.
Antes de pasar a
hacer un recorrido por el desarrollo del pensamiento agustiniano hasta llegar a
su abrazo divino, es necesario hacer una mención a su madre, Santa Mónica. En
el “Contra académicos” explica que tras leer a San Pablo, entiende que todas
las ideas cristianas estaban ya en su alma, pues su madre las había inscrito en
ella cuando era niño. Ella nunca perdió la fe, y vivió sólo hasta verlo
convertido, al igual que Moises murió al ver la tierra prometida. Agustín
siempre fue un chico brillante, desde muy pequeño destacó en la escuela, tenía
éxito literario, social, y con las mujeres. Además fue un gran pensador, de eso
no cabe duda. Por eso se entiende que tuviera que llegar por sí mismo a la fe
cristiana, era un joven demasiado inquieto para simplemente aceptar los dogmas
que bebió con la leche materna. En su condición de amante del mundo antiguo,
expresó su amor a través de eros, encontrando placer en el cuerpo femenino. Sin
embargo, esto no era suficiente para él, y su madre lo sabía, y se mantuvo
firme siempre en la esperanza de reconducir la vida espiritual de su hijo.
En el libro VI se cuenta
una hermosísima anécdota. Cuando San Agustín llega a Milán escribe a su madre
para que venga desde Agaste para estar a su lado. Cuando está cruzando el Mediterráneo
el barco se ve sorprendido por una feroz tormenta. Santa Mónica que se
encontraba en su camarote sube a la cubierta y asegura a toda la tripulación,
sin duda compuesta por hombres, que no deben preocuparse, ella ha tenido un
sueño en el que Dios le hablaba. Le decía que el barco sobreviviría a la
tormenta. En seguida todos los tripulantes se calmaron, la creyeron, recobraron
la serenidad y el control de la nave, y al cabo de un rato amainó la tormenta.
San Agustín cuenta esto justo antes de que el relato llegue a su bautizo a
manos de Ambrosio. Es demasiado buen escritor para que sea una simple anécdota
suelta. El barco representa su alma, navegando a la deriva por un mar de
desenfreno hedonista, de placeres mundanos, y su madre, la misma que fue la
primera en inculcarle la verdad, es la que le guiará de nuevo hacia la luz de
su interior. Igual que Palas Atenea tira de la coleta de Aquiles cuando éste,
cargado de Ira, quiere matar a Menelao, y al verla Aquiles se calma. Igual que
Moisés baja con las tablas para encontrarse a un pueblo descreído adorando un
becerro de oro, y al revelarles la palabra de Dios destruyen al becerro. Porque
la verdad está en la rectitud de la mirada, y es sólo cuando Agustín la
invierte, cuando aprende a mirar en su interior, cuando la encuentra.
“¡Esperanza mía desde la juventud! ¿Dónde estabas
para mí o a qué lugar te habías retirado? ¿Acaso no eras tú quien me había
creado y diferenciado de los cuadrúpedos y hecho más sabio que las aves del
cielo? Mas yo caminaba por tinieblas y resbaladeros y te buscaba fuera de mí, y
no te hallaba, ¡oh Dios de mi corazón!, y había venido a dar en lo profundo del
mar, y desconfiaba y desesperaba de hallar la verdad.”[1]
Para el filósofo la
religión no es más que la práctica espiritual, para el no filósofo la religión
se convierte en filosofía. Es por esta razón que San Agustín debió llegar por
sí mismo al cristianismo. Siempre fue un hombre inquieto, que buscó satisfacer
su enorme curiosidad. Desde muy joven intuyó que Dios era amor. Por ello dedicó
su vida a amar. En un principio, entendió el amor como eros, no en vano, es imprescindible entender que representa el
puente entre el mundo antiguo y el mundo medieval, entre la cultura clásica y
el cristianismo. En el mundo antiguo se entendía el amor a través de Cupido, un
niño caprichoso que hacía enloquecer a los jóvenes con sus flechas. Sin
embargo, tras San Pablo, nace un nuevo tipo de amor, ágape, el amor de una
madre por su hijo, el amor incondicional de dar sin recibir nada a cambio, el
amor de Dios por los hombres, el amor que es combustible de la creación. Porque
Dios crea el mundo por voluntad, Él es perfección, y nada necesita, pero desea
crear el mundo por amor al hombre, para que éste pueda disfrutarlo, y lo crea
de la nada. Crea al hombre a su imagen y semejanza, es decir, con un alma capaz
de amar como Él nos ha amado.
San Agustín es un
filósofo de la voluntad, fue su voluntad por encontrar esa verdad la que le
hizo buscarla incansablemente hasta que la encontró. Por ello su visión de Dios
es absolutamente coherente con su vida y su pensamiento. Cuando por vez primera
leyó las escrituras, no pudo entender eso de “a su imagen y semejanza”,
extrañado se miraba el cuerpo y no conseguía imaginar un Dios antropomórfico.
No fue hasta después de leer a los Platónicos, el “Timeo”, y especialmente el “Fedón”,
cuando entendió que era el alma lo que estaba hecho a imagen y semejanza Suya.
Hagamos un
recorrido por sus lecturas. En primer lugar lee a Cicerón, el “Hortensius”. Le
impresiona especialmente su latín en género sublime y su protéptico. Es Cicerón
el que le invita a la filosofía. Después lee las Sagradas Escrituras, sin
embargo, el género humilde en el que están escritas le impide encontrar la
verdad en ellas. Comparado con el elevado lenguaje de Cicerón le parecen
pobres. Aún no conoce el platonismo y realiza una lectura demasiado literal. El
cristianismo es el movimiento contracultural más poderoso de la historia. Cuaja
definitivamente en Roma, y la mayoría de sus doctrinas son absolutamente contrarias
al pensamiento romano. En la literatura clásica, la épica se escribía en género
sublime, sin embargo, la Biblia está escrita en género humilde, como si de una
bucólica se tratase. Tal vez lo sea, no cabe duda de que una de las metáforas
más comunes dentro del cristianismo es la del pastor de almas. Además es una
filosofía que salva a los pobres, expulsando a los ricos del paraíso. Su Dios
se hace hombre y muere en la cruz, condenado por el status quo junto con asesinos y ladrones. No obstante, ya en la
época de San Agustín, muchos aristócratas romanos se convierten, hasta el mismo
emperador Teodosio lo hace, abrazando una doctrina que desafía abiertamente los
fundamentos de la imperial Roma. Por ello es normal que el joven Agustín no
entendiese las escrituras, educado en la cultura clásica.
Continúa en su búsqueda
y llega hasta los maniqueos, que le ofrecen una solución al problema del mal. El
maniqueísmo, una secta originaria de Persia, sostiene que el mal y el bien son
sustancias, y que si obramos mal lo hacemos bajo el efecto de la sustancia del
mal, eximiendo al hombre de toda responsabilidad. Tarda poco en desencantarse
el joven filósofo con tan endeble teoría, más cuando tras dialogar con algunos
de sus líderes no consigue respuestas satisfactorias.
En su siguiente
etapa, se siente desencantado y perdido, y tontea con los académicos, los
descendientes directos de la Academia Platónica, que se habían alejado tanto de
la filosofía del ateniense que cayeron en el escepticismo. Entre el puro azar
del atomismo epicúreo, y el determinismo estoico, decidieron no creer en nada y
dedicarse a buscar la verdad, sin el necesario convencimiento de que podrían
hallarla. Pronto se siente desencantado con ellos, pues para él en la verdad
habita la felicidad, y la única verdad a la que llegan los escépticos es la
ausencia de ésta.
Por fin llega a los
platónicos, a Plotino. Lectura por la que Simpliciano, maestro espiritual de Ambrosio,
se congratularía, ya que en ellos se encuentra a Dios. Plotino representa el
mayor y más importante de los neoplatónicos, sin embargo el rehusaría de ese
sobrenombre, considerándose estrictamente platónico. En realidad es un
hermeneuta que supera la dualidad platónica a través del concepto del Uno. El Uno
es el bien, un supra ser que se encuentra en el centro de un universo circular
y en el centro de nuestras almas. Un bien que emana por necesidad como emana la
luz del sol, o el calor del fuego, o la salvia que llega a todos los rincones
del árbol. De Él emana la diversidad, el todo, en una procesión hipostática que
nace en la inteligencia divina, se difunde por necesidad a través de alma y termina en la materia. Plotino será clave en
el entendimiento del misterio de la trinidad agustiniano. La procesión no debe
quedarse ahí, pues la materia es ausencia de luz. Debe retornar, el descenso es
necesario mas el retorno voluntario. Para retornar al Uno se debe redirigir la
mirada, en un principio la luz deslumbra, tal y como explica Platón en el mito
de la caverna, pero tras acostumbrarse a la luz uno puede contemplar el bien.
Es lo que ha sido bautizado por un maestro de esta santa casa como “la odisea
del alma”, el regreso a la casa paterna; epicentro del pensamiento griego desde
la época homérica.
Plotino es un filósofo
de imágenes, ya que lo inefable sólo se puede explicar a través de metáforas. Una
de las más acertadas es la del director de orquesta. El todo debe dirigir su
mirada hacia el Uno, y así podrá actuar en acorde a él, igual que la orquesta
debe mirar a su director para encontrar la armonía, tocar a un mismo ritmo
marcado por la inteligencia divina.
A pesar de las
diferencias en el concepto de creación, para Plotino no hay creación, sino una
emanación necesaria, éste cambiaría la vida y el pensamiento de San Agustín irreversiblemente.
“Trata de unir lo divino que hay en ti
con lo divino que hay en el universo”- fueron las últimas palabras del
filósofo egipcio. Tras su lectura, unida a la del “Fedón” y el “Timeo”, el joven
Agustín comienza a pensar en lo intangible, redirige la mirada a su interior, y
en su interior halla lo superior.
Por último, antes
de su definitiva conversión, lee a San Pablo, y encuentra en él las enseñanzas
de su madre, un regreso a la infancia, todas esas ideas que su madre había
escrito en su alma y había olvidado. San Pablo es el primero en platonizar el
cristianismo con sus palabras aladas, no en vano era griego. Después el de Hipona
acabaría de darle forma, con su gravitas romana. Entrambos pasan al cristianismo
por el filtro de la cultura clásica, lo sacan de las catacumbas y lo legitiman.
Bautizan a Platón. Lo más significativo de la lectura de San Pablo es la luz
que arroja sobre el tema central de la filosofía agustiniana, el amor. El paso
del eros al ágape.
“Aunque yo hablara
todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como
una campana que resuena o un platillo que retiñe.
Aunque tuviera el don de la profecía
y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe,
una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada.
Aunque repartiera todos mis bienes
para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo
amor, no me sirve para nada.
El amor es paciente, es servicial;
el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no produce con bajeza,
no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido,
no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad.
El amor todo lo disculpa, todo lo
cree, todo lo espera, todo lo soporta.
El amor no pasará jamás. Las profecías
acabarán, el don de las lenguas terminará, la ciencia desaparecerá; porque
nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías, limitadas.
Cuando llegue lo que es perfecto,
cesará lo que es imperfecto.
Mientras yo era niño, hablaba como
un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño, pero cuando me hice
hombre, dejé a un lado las cosas de niño. Ahora vemos como en un espejo,
confusamente; después veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente;
después conoceré como Dios me conoce a mí.
En una palabra, ahora existen tres
cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande de todas es el amor.”[2]
Imagino la reacción de San Agustín al leer estos versos, al
reconocerlos en su alma, al reconocer a su madre en ellos, al entender por fin
lo que es el verdadero Amor. Un Amor que trasciende lo carnal, una fuerza
creadora imparable que nos regala la vida, la luz, la tierra, las estrellas. Un
Amor que da sentido a la existencia elevando al ser humano hasta convertirlo en
eterno, extrayéndolo del incesante movimiento del tiempo, de la caducidad de su
cuerpo. Imagino al de Hipona llorando y no puedo menos que derramar lágrimas
con él. Lagrimas cálidas de alegría, lágrimas provocadas por la belleza de un
pensamiento que es sentimiento, que supera la razón pues es tan obvio como un
teorema matemático pero infinitamente más bello. ¿Cómo no iba a abrazar el
cristianismo tras hallar en él tan sublime Verdad? ¿Cómo seguir renegando de la
fe su madre? Toda filosofía parte de algún dogma, todos necesitamos la fe en
algún momento de nuestra existencia. San Agustín, hombre docto y consecuente,
escoge creer en un Dios que es Amor, en un universo que es el mayor acto de
Amor del que ha sido partícipe el ser humano. Abraza su Verdad y se funde con
ella. “Sólo sé que no sé nada” dijo
Sócrates, el mejor de los escépticos, San Agustín escoge creer para entender, y
entender para creer, da forma a un mundo iluminado por la luz divina, convierte
la existencia en un acto de Amor.
Entendiendo esto se entiende todo el resto de la filosofía
agustiniana. El creacionismo, Dios debe crear el mundo de la nada, algo
inconcebible para los griegos, pues lo hace por Amor a los hombres. Se entiende
la teoría de la iluminación tan cercana a la mayéutica y distante en
importantes matices. Cada alma es creada por Dios, por lo tanto no recuerda las
ideas que ya ha visto, rechaza la idea pitagórica de la reencarnación. Es la
imagen de Dios la que se encuentra en nuestra alma, y de ella irradia una luz
que ilumina el verdadero conocimiento, el inmutable y eterno, ya que fuimos
creados a imagen y semejanza suya. Sí aprendemos a invertir la mirada, a mirar
hacia el interior, o con los ojos del alma, entonces encontraremos la verdad.
Es Platón bautizado.
En algunos aspectos San Agustín supera a la filosofía
griega. A pesar de no renegar de la razón, cómo hacerlo, se desmarca del
intelectualismo griego para encontrar una filosofía del sentimiento, en la que
la fe impulsa a la razón y la razón a la fe. Mas es el sentimiento amoroso, esa
verdad que deslumbra y no se puede explicar, esa emoción divina que invade el
infinito del alma, lo que verdaderamente importa. Entiende y asume los peligros
de la razón, esa razón cuyos sueños producen monstruos, y a pesar de ser un
hombre con una enorme capacidad racional, se decanta por creer. El bien supremo
deja de ser el saber, el ideal isoteísta deja de ser la ciencia para
convertirse en el Amor. Vivir como Dios, realizarse como ser humano, regresar
al Uno, es simplemente amar.
Las Confesiones son un libro maravilloso. Un texto
absolutamente íntimo y subjetivo, sumamente moderno. Hay quien cree que la
concepción del sujeto nace en Descartes, pero ya está presente en la
Confesiones. San Agustín no habla del interior del hombre, habla de su
interior. En muchos momentos a lo largo de la lectura, uno tiene la sensación
de estar escondido tras un arbusto, escuchando al amante que susurra palabras
encendidas de amor al amado. Pocos han tenido la osadía de escribirle un libro
a Dios de forma tan abierta, tan honesta y tan desnuda. El título está en
plural, ya que no es sólo San Agustín el que se confiesa, sino que Dios mismo
se confiesa a él en su alma. Es el relato escrito por una pluma sublime de una
iluminación, la de un ser humano superlativo, de personalidad absolutamente
arrolladora. Un hombre que vivió en el éxito mundano pero nunca fue eso suficiente
para él. Un hombre que tuvo riquezas, gozo del amor carnal, tuvo éxitos
literarios, pero eso nunca fue suficiente, pues sólo en la Verdad se encuentra
la verdadera felicidad. Un hombre para el que no fue suficiente que esa Verdad
le fuera dada, tuvo que llegar a ella por su propio camino, a través de
sufridos pasos que avanzaban hacia una luz que no veía aún, pero siempre intuyó.
Un filósofo excelente. Un amante.
Un poeta.
En estos tiempos en
que el cristianismo suena a pretérito, en que se halla envuelto en un denso y
extraño halo que causa rechazo, en que hasta el más sublime arte creado en su
nombre se ve ensuciado por vacios prejuicios, la lectura de las Confesiones se
convierte en una lectura obligada. Vivimos en un mundo acostumbrado a fijarse
en lo malo, a resaltar el odio por encima del amor. Así la gente sólo se centra
en la opulencia del vaticano a la hora de emitir juicios sobre el
cristianismo, omitiendo al verdadero cuerpo de la iglesia: sus fieles. Esas
siervas de Dios que dedican su vida a ayudar a los enfermos de sida en África
sin pedir nada a cambio. Esa gente pobre que encuentra esperanza en la promesa
de una vida eterna en Su regazo. El cristianismo es cosa del pasado, no tiene
cabida en el mundo que estamos forjando, lo cual no es necesariamente malo, es
necesario encontrar una nueva relación con la divinidad, una relación más
cercana y desinstitucionalizada. No obstante, en el origen de las palabras se
halla su verdad, y en San Agustín, origen del cristianismo, se halla también su
Verdad.
Es imprescindible
entender el cristianismo para entender occidente, y cuando uno se adentra en
sus orígenes, ya bien el nuevo testamento o la justificación filosófica de él
que hace el de Hipona, uno se queda maravillado ante lo sublime del mensaje. Es
una filosofía del amor, que tuvo que redefinirlo para encontrar uno que se
ajustase a sus grandes expectativas, a la idea de ser humano que soñó
Jesucristo, hijo del Padre que murió en la cruz por nuestra salvación. En el
concepto de trinidad agustiniano el Padre es el ser, el Hijo el conocer, el Espíritu
Santo el amor. El ser humano se desprende de su parte corporal, terrenal, para
Ser. Conoce a Dios a través de su Hijo, y Dios nos conoce a nosotros, a través
de Él, sufre como sufrimos nosotros, muere como morimos nosotros. Y todo ello
se realiza a través del Espíritu Santo, que es amor.
Las alternativas
que ofrece el mundo actual, el materialismo científico, y el ateísmo desenfadado
e incoherente, dejan mucho que desear al enfrentarlas a una filosofía de vida,
que tras San Pablo se reduce en un solo mandamiento: “Ama a tu prójimo como Yo
te he amado”. Tal vez sea necesario buscar una nueva práctica espiritual,
desafiar a los dogmas, encontrar nuevas liturgias, pero desde luego el ser
humano no puede aspirar a un mensaje más claro y contundente, un mensaje que aúna
todo lo mejor del pensamiento occidental, que empapa la filosofía griega, de la
que todos somos hijos, del más elevado sentimiento humano, el Amor.
A.M.B.
Mayo de 2013
Tus palabras y este texto me despiretan admiración, tan ejemplar resumen de toda una visión de vida, tan monumental comentario de una personalidad tan influyente y profunda. Honestamente debo admitir que sirvieron de faro y clave para entender toda la filosofía de San Agustín. Esta es una hoja áurea y te felicito
ResponderEliminarMuchas gracias Daimonions por tus palabras. Me empujan ha seguir escribiendo y aprendiendo, a seguir dedicándome a conectar con todasd esas almas que han dejado testimonio de su paso por la vida. Qué bonito pensar que mis palabras han cruzado el océano, hasta llegar a ti, en Argentina.
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