martes, 21 de mayo de 2013

San Agustín y el Ágape





San Agustín y el Ágape



“Credo ut intelligam; intelligo ut credo”

En el atardecer crepuscular del mundo clásico un Hombre avanza con paso firme hacia el astro que se esconde, su figura está bañada por africana luz roja que desde el poniente se derrama. Es ante todo honesto, anda desnudo mas sin ningún pudor, ofreciendo al mundo y al tiempo su yo más íntimo, retratándolo en negra tinta que permanece, ajena al inexorable transcurrir de los días. 
Tras el resplandor de la antigüedad grecolatina, tras el amanecer griego y el mediodía romano, tras la cálida luz de la antigüedad tardía, inevitablemente debía llegar la noche. Fue está una noche oscura y misteriosa, sin luna, tan sólo iluminada por lejanas estrellas. De ella nos ha quedado escaso testimonio, el arte románico y poco más. De San Agustín a San Anselmo pasan siete siglos en los que la filosofía parece estar estancada.
En la vida del hombre el tiempo transcurre imparable, sujeto al movimiento de los astros, así el día dura lo que tarde el sol en recorrer el firmamento y la noche lo que tarda en volver a aparecer. La humanidad también tiene sus días y sus noches, para ella también transcurre el tiempo, pero lo hace a un ritmo más pausado, dado que su vida es más larga. El presente, ese efímero e ínfimo instante entre un pasado que avanza dejando de ser y un futuro que aún no es, es necesariamente el mismo para el hombre y la humanidad. Sin embargo, el tiempo de la humanidad no está sujeto al movimiento de los astros, transcurre lentamente, aunque esté constantemente acelerándose. Por ello al echar la vista atrás, no es descabellado hablar de días y de noches. La antigüedad fue un largo día cercano al solsticio de verano, en él Homero es la aurora, Sócrates el amanecer, Roma el medio día, Plotino la tarde, y San Agustín el crepúsculo. La Alta Edad Media es una noche oscura y nublada, y la Baja Edad esa misma noche despejada, oscura pero estrellada, en la que llega desde los astros una luz distante y tenue. Guillermo de Ockham sería la aurora y el renacimiento el amanecer, y así sucesivamente. Lo curioso es que los días se hacen cada vez más cortos, a un ritmo casi exponencial, tema que merece una larga reflexión.
En la oscura noche de la Alta Edad Media, esa noche dominada por los bárbaros germanos, San Agustín se erige como un farol que guía a las almas en su deambular por la vida, enseñándolas a redirigir la mirada, a creer en esa Luz de las estrellas que tras las nubes se hallaba, en esa Luz clara del amanecer que estaba por llegar. Es cierto que hubo malos hermeneutas de su obra, el “De Civitate Dei” fue utilizado como soporte ideológico de un sistema político que derivo en el feudalismo más feroz, y en una Iglesia corrompida por el exceso de poder. También Hitler utilizó la novena. Sin embargo, para los pocos que tenían acceso a la cultura y que sabían leer y escribir, esos monjes escondidos tras gruesos muros en sus monasterios, San Agustín sólo pudo ser luz, una luz eterna que irradiaba desde la poesía que se forjaba en su ser más interior y verdadero, un ser humano arrollador que escogió lo que a ellos les vino dado por realmente hallar en ello la Verdad, porque en la Verdad, y en la Verdad sólo, está la felicidad.

Lo confieso, he llorado.

Tus lágrimas son mis lágrimas,
tu amor, mi amor,
te imagino caminando,
avanzando con la mirada
fija al frente,
en busca de la luz,
esa luz que siempre intuiste
y no conseguías encontrar.
Te imagino leyendo a San Pablo,
en tu casa de Milán.
Imagino a tú madre
en su lecho,
muriendo en su renacer,
tan entera, tan socrática.
Leo como tras darle sepulcro,
ni tú fe pudo contener tu dolor,
y tu dolor es mi dolor,
y como tras dormir,
al despertar,
en la intimidad de tu cámara,
recostaste tu cabeza en Su hombro,
y echaste a llorar;
y de las páginas del libro
caen saladas lágrimas
que se unen
a las que recorren mi mejilla.
Santo fuiste Agustín,
mas aún más lo fue Mónica,
la que te dio la vida,
y te crió,
con la única leche
que pudo satisfacer
tu alma insaciable:
la Verdad.

Antes de pasar a hacer un recorrido por el desarrollo del pensamiento agustiniano hasta llegar a su abrazo divino, es necesario hacer una mención a su madre, Santa Mónica. En el “Contra académicos” explica que tras leer a San Pablo, entiende que todas las ideas cristianas estaban ya en su alma, pues su madre las había inscrito en ella cuando era niño. Ella nunca perdió la fe, y vivió sólo hasta verlo convertido, al igual que Moises murió al ver la tierra prometida. Agustín siempre fue un chico brillante, desde muy pequeño destacó en la escuela, tenía éxito literario, social, y con las mujeres. Además fue un gran pensador, de eso no cabe duda. Por eso se entiende que tuviera que llegar por sí mismo a la fe cristiana, era un joven demasiado inquieto para simplemente aceptar los dogmas que bebió con la leche materna. En su condición de amante del mundo antiguo, expresó su amor a través de eros, encontrando placer en el cuerpo femenino. Sin embargo, esto no era suficiente para él, y su madre lo sabía, y se mantuvo firme siempre en la esperanza de reconducir la vida espiritual de su hijo.
En el libro VI se cuenta una hermosísima anécdota. Cuando San Agustín llega a Milán escribe a su madre para que venga desde Agaste para estar a su lado. Cuando está cruzando el Mediterráneo el barco se ve sorprendido por una feroz tormenta. Santa Mónica que se encontraba en su camarote sube a la cubierta y asegura a toda la tripulación, sin duda compuesta por hombres, que no deben preocuparse, ella ha tenido un sueño en el que Dios le hablaba. Le decía que el barco sobreviviría a la tormenta. En seguida todos los tripulantes se calmaron, la creyeron, recobraron la serenidad y el control de la nave, y al cabo de un rato amainó la tormenta. San Agustín cuenta esto justo antes de que el relato llegue a su bautizo a manos de Ambrosio. Es demasiado buen escritor para que sea una simple anécdota suelta. El barco representa su alma, navegando a la deriva por un mar de desenfreno hedonista, de placeres mundanos, y su madre, la misma que fue la primera en inculcarle la verdad, es la que le guiará de nuevo hacia la luz de su interior. Igual que Palas Atenea tira de la coleta de Aquiles cuando éste, cargado de Ira, quiere matar a Menelao, y al verla Aquiles se calma. Igual que Moisés baja con las tablas para encontrarse a un pueblo descreído adorando un becerro de oro, y al revelarles la palabra de Dios destruyen al becerro. Porque la verdad está en la rectitud de la mirada, y es sólo cuando Agustín la invierte, cuando aprende a mirar en su interior, cuando la encuentra.

¡Esperanza mía desde la juventud! ¿Dónde estabas para mí o a qué lugar te habías retirado? ¿Acaso no eras tú quien me había creado y diferenciado de los cuadrúpedos y hecho más sabio que las aves del cielo? Mas yo caminaba por tinieblas y resbaladeros y te buscaba fuera de mí, y no te hallaba, ¡oh Dios de mi corazón!, y había venido a dar en lo profundo del mar, y desconfiaba y desesperaba de hallar la verdad.”[1]  

Para el filósofo la religión no es más que la práctica espiritual, para el no filósofo la religión se convierte en filosofía. Es por esta razón que San Agustín debió llegar por sí mismo al cristianismo. Siempre fue un hombre inquieto, que buscó satisfacer su enorme curiosidad. Desde muy joven intuyó que Dios era amor. Por ello dedicó su vida a amar. En un principio, entendió el amor como eros, no en vano, es imprescindible entender que representa el puente entre el mundo antiguo y el mundo medieval, entre la cultura clásica y el cristianismo. En el mundo antiguo se entendía el amor a través de Cupido, un niño caprichoso que hacía enloquecer a los jóvenes con sus flechas. Sin embargo, tras San Pablo, nace un nuevo tipo de amor, ágape, el amor de una madre por su hijo, el amor incondicional de dar sin recibir nada a cambio, el amor de Dios por los hombres, el amor que es combustible de la creación. Porque Dios crea el mundo por voluntad, Él es perfección, y nada necesita, pero desea crear el mundo por amor al hombre, para que éste pueda disfrutarlo, y lo crea de la nada. Crea al hombre a su imagen y semejanza, es decir, con un alma capaz de amar como Él nos ha amado.
San Agustín es un filósofo de la voluntad, fue su voluntad por encontrar esa verdad la que le hizo buscarla incansablemente hasta que la encontró. Por ello su visión de Dios es absolutamente coherente con su vida y su pensamiento. Cuando por vez primera leyó las escrituras, no pudo entender eso de “a su imagen y semejanza”, extrañado se miraba el cuerpo y no conseguía imaginar un Dios antropomórfico. No fue hasta después de leer a los Platónicos, el “Timeo”, y especialmente el “Fedón”, cuando entendió que era el alma lo que estaba hecho a imagen y semejanza Suya.
Hagamos un recorrido por sus lecturas. En primer lugar lee a Cicerón, el “Hortensius”. Le impresiona especialmente su latín en género sublime y su protéptico. Es Cicerón el que le invita a la filosofía. Después lee las Sagradas Escrituras, sin embargo, el género humilde en el que están escritas le impide encontrar la verdad en ellas. Comparado con el elevado lenguaje de Cicerón le parecen pobres. Aún no conoce el platonismo y realiza una lectura demasiado literal. El cristianismo es el movimiento contracultural más poderoso de la historia. Cuaja definitivamente en Roma, y la mayoría de sus doctrinas son absolutamente contrarias al pensamiento romano. En la literatura clásica, la épica se escribía en género sublime, sin embargo, la Biblia está escrita en género humilde, como si de una bucólica se tratase. Tal vez lo sea, no cabe duda de que una de las metáforas más comunes dentro del cristianismo es la del pastor de almas. Además es una filosofía que salva a los pobres, expulsando a los ricos del paraíso. Su Dios se hace hombre y muere en la cruz, condenado por el status quo junto con asesinos y ladrones. No obstante, ya en la época de San Agustín, muchos aristócratas romanos se convierten, hasta el mismo emperador Teodosio lo hace, abrazando una doctrina que desafía abiertamente los fundamentos de la imperial Roma. Por ello es normal que el joven Agustín no entendiese las escrituras, educado en la cultura clásica.
Continúa en su búsqueda y llega hasta los maniqueos, que le ofrecen una solución al problema del mal. El maniqueísmo, una secta originaria de Persia, sostiene que el mal y el bien son sustancias, y que si obramos mal lo hacemos bajo el efecto de la sustancia del mal, eximiendo al hombre de toda responsabilidad. Tarda poco en desencantarse el joven filósofo con tan endeble teoría, más cuando tras dialogar con algunos de sus líderes no consigue respuestas satisfactorias.
En su siguiente etapa, se siente desencantado y perdido, y tontea con los académicos, los descendientes directos de la Academia Platónica, que se habían alejado tanto de la filosofía del ateniense que cayeron en el escepticismo. Entre el puro azar del atomismo epicúreo, y el determinismo estoico, decidieron no creer en nada y dedicarse a buscar la verdad, sin el necesario convencimiento de que podrían hallarla. Pronto se siente desencantado con ellos, pues para él en la verdad habita la felicidad, y la única verdad a la que llegan los escépticos es la ausencia de ésta.
Por fin llega a los platónicos, a Plotino. Lectura por la que Simpliciano, maestro espiritual de Ambrosio, se congratularía, ya que en ellos se encuentra a Dios. Plotino representa el mayor y más importante de los neoplatónicos, sin embargo el rehusaría de ese sobrenombre, considerándose estrictamente platónico. En realidad es un hermeneuta que supera la dualidad platónica a través del concepto del Uno. El Uno es el bien, un supra ser que se encuentra en el centro de un universo circular y en el centro de nuestras almas. Un bien que emana por necesidad como emana la luz del sol, o el calor del fuego, o la salvia que llega a todos los rincones del árbol. De Él emana la diversidad, el todo, en una procesión hipostática que nace en la inteligencia divina, se difunde por necesidad a través de alma  y termina en la materia. Plotino será clave en el entendimiento del misterio de la trinidad agustiniano. La procesión no debe quedarse ahí, pues la materia es ausencia de luz. Debe retornar, el descenso es necesario mas el retorno voluntario. Para retornar al Uno se debe redirigir la mirada, en un principio la luz deslumbra, tal y como explica Platón en el mito de la caverna, pero tras acostumbrarse a la luz uno puede contemplar el bien. Es lo que ha sido bautizado por un maestro de esta santa casa como “la odisea del alma”, el regreso a la casa paterna; epicentro del pensamiento griego desde la época homérica.
Plotino es un filósofo de imágenes, ya que lo inefable sólo se puede explicar a través de metáforas. Una de las más acertadas es la del director de orquesta. El todo debe dirigir su mirada hacia el Uno, y así podrá actuar en acorde a él, igual que la orquesta debe mirar a su director para encontrar la armonía, tocar a un mismo ritmo marcado por la inteligencia divina.
A pesar de las diferencias en el concepto de creación, para Plotino no hay creación, sino una emanación necesaria, éste cambiaría la vida y el pensamiento de San Agustín irreversiblemente. “Trata de unir lo divino que hay en ti con lo divino que hay en el universo”- fueron las últimas palabras del filósofo egipcio. Tras su lectura, unida a la del “Fedón” y el “Timeo”, el joven Agustín comienza a pensar en lo intangible, redirige la mirada a su interior, y en su interior halla lo superior.
Por último, antes de su definitiva conversión, lee a San Pablo, y encuentra en él las enseñanzas de su madre, un regreso a la infancia, todas esas ideas que su madre había escrito en su alma y había olvidado. San Pablo es el primero en platonizar el cristianismo con sus palabras aladas, no en vano era griego. Después el de Hipona acabaría de darle forma, con su gravitas romana. Entrambos pasan al cristianismo por el filtro de la cultura clásica, lo sacan de las catacumbas y lo legitiman. Bautizan a Platón. Lo más significativo de la lectura de San Pablo es la luz que arroja sobre el tema central de la filosofía agustiniana, el amor. El paso del eros al ágape.

         “Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe.
            Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada.
            Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada.
            El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no produce con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad.
            El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
            El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de las lenguas terminará, la ciencia desaparecerá; porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías, limitadas.
            Cuando llegue lo que es perfecto, cesará lo que es imperfecto.
            Mientras yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño, pero cuando me hice hombre, dejé a un lado las cosas de niño. Ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente; después conoceré como Dios me conoce a mí.
            En una palabra, ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande de todas es el amor.”[2]

         Imagino la reacción de San Agustín al leer estos versos, al reconocerlos en su alma, al reconocer a su madre en ellos, al entender por fin lo que es el verdadero Amor. Un Amor que trasciende lo carnal, una fuerza creadora imparable que nos regala la vida, la luz, la tierra, las estrellas. Un Amor que da sentido a la existencia elevando al ser humano hasta convertirlo en eterno, extrayéndolo del incesante movimiento del tiempo, de la caducidad de su cuerpo. Imagino al de Hipona llorando y no puedo menos que derramar lágrimas con él. Lagrimas cálidas de alegría, lágrimas provocadas por la belleza de un pensamiento que es sentimiento, que supera la razón pues es tan obvio como un teorema matemático pero infinitamente más bello. ¿Cómo no iba a abrazar el cristianismo tras hallar en él tan sublime Verdad? ¿Cómo seguir renegando de la fe su madre? Toda filosofía parte de algún dogma, todos necesitamos la fe en algún momento de nuestra existencia. San Agustín, hombre docto y consecuente, escoge creer en un Dios que es Amor, en un universo que es el mayor acto de Amor del que ha sido partícipe el ser humano. Abraza su Verdad y se funde con ella. “Sólo sé que no sé nada” dijo Sócrates, el mejor de los escépticos, San Agustín escoge creer para entender, y entender para creer, da forma a un mundo iluminado por la luz divina, convierte la existencia en un acto de Amor.
         Entendiendo esto se entiende todo el resto de la filosofía agustiniana. El creacionismo, Dios debe crear el mundo de la nada, algo inconcebible para los griegos, pues lo hace por Amor a los hombres. Se entiende la teoría de la iluminación tan cercana a la mayéutica y distante en importantes matices. Cada alma es creada por Dios, por lo tanto no recuerda las ideas que ya ha visto, rechaza la idea pitagórica de la reencarnación. Es la imagen de Dios la que se encuentra en nuestra alma, y de ella irradia una luz que ilumina el verdadero conocimiento, el inmutable y eterno, ya que fuimos creados a imagen y semejanza suya. Sí aprendemos a invertir la mirada, a mirar hacia el interior, o con los ojos del alma, entonces encontraremos la verdad. Es Platón bautizado.
         En algunos aspectos San Agustín supera a la filosofía griega. A pesar de no renegar de la razón, cómo hacerlo, se desmarca del intelectualismo griego para encontrar una filosofía del sentimiento, en la que la fe impulsa a la razón y la razón a la fe. Mas es el sentimiento amoroso, esa verdad que deslumbra y no se puede explicar, esa emoción divina que invade el infinito del alma, lo que verdaderamente importa. Entiende y asume los peligros de la razón, esa razón cuyos sueños producen monstruos, y a pesar de ser un hombre con una enorme capacidad racional, se decanta por creer. El bien supremo deja de ser el saber, el ideal isoteísta deja de ser la ciencia para convertirse en el Amor. Vivir como Dios, realizarse como ser humano, regresar al Uno, es simplemente amar.
         Las Confesiones son un libro maravilloso. Un texto absolutamente íntimo y subjetivo, sumamente moderno. Hay quien cree que la concepción del sujeto nace en Descartes, pero ya está presente en la Confesiones. San Agustín no habla del interior del hombre, habla de su interior. En muchos momentos a lo largo de la lectura, uno tiene la sensación de estar escondido tras un arbusto, escuchando al amante que susurra palabras encendidas de amor al amado. Pocos han tenido la osadía de escribirle un libro a Dios de forma tan abierta, tan honesta y tan desnuda. El título está en plural, ya que no es sólo San Agustín el que se confiesa, sino que Dios mismo se confiesa a él en su alma. Es el relato escrito por una pluma sublime de una iluminación, la de un ser humano superlativo, de personalidad absolutamente arrolladora. Un hombre que vivió en el éxito mundano pero nunca fue eso suficiente para él. Un hombre que tuvo riquezas, gozo del amor carnal, tuvo éxitos literarios, pero eso nunca fue suficiente, pues sólo en la Verdad se encuentra la verdadera felicidad. Un hombre para el que no fue suficiente que esa Verdad le fuera dada, tuvo que llegar a ella por su propio camino, a través de sufridos pasos que avanzaban hacia una luz que no veía aún, pero siempre intuyó. Un filósofo excelente. Un amante.
        
Un poeta.

En estos tiempos en que el cristianismo suena a pretérito, en que se halla envuelto en un denso y extraño halo que causa rechazo, en que hasta el más sublime arte creado en su nombre se ve ensuciado por vacios prejuicios, la lectura de las Confesiones se convierte en una lectura obligada. Vivimos en un mundo acostumbrado a fijarse en lo malo, a resaltar el odio por encima del amor. Así la gente sólo se centra en la opulencia del vaticano a la hora de emitir juicios sobre el cristianismo, omitiendo al verdadero cuerpo de la iglesia: sus fieles. Esas siervas de Dios que dedican su vida a ayudar a los enfermos de sida en África sin pedir nada a cambio. Esa gente pobre que encuentra esperanza en la promesa de una vida eterna en Su regazo. El cristianismo es cosa del pasado, no tiene cabida en el mundo que estamos forjando, lo cual no es necesariamente malo, es necesario encontrar una nueva relación con la divinidad, una relación más cercana y desinstitucionalizada. No obstante, en el origen de las palabras se halla su verdad, y en San Agustín, origen del cristianismo, se halla también su Verdad.
Es imprescindible entender el cristianismo para entender occidente, y cuando uno se adentra en sus orígenes, ya bien el nuevo testamento o la justificación filosófica de él que hace el de Hipona, uno se queda maravillado ante lo sublime del mensaje. Es una filosofía del amor, que tuvo que redefinirlo para encontrar uno que se ajustase a sus grandes expectativas, a la idea de ser humano que soñó Jesucristo, hijo del Padre que murió en la cruz por nuestra salvación. En el concepto de trinidad agustiniano el Padre es el ser, el Hijo el conocer, el Espíritu Santo el amor. El ser humano se desprende de su parte corporal, terrenal, para Ser. Conoce a Dios a través de su Hijo, y Dios nos conoce a nosotros, a través de Él, sufre como sufrimos nosotros, muere como morimos nosotros. Y todo ello se realiza a través del Espíritu Santo, que es amor.
Las alternativas que ofrece el mundo actual, el materialismo científico, y el ateísmo desenfadado e incoherente, dejan mucho que desear al enfrentarlas a una filosofía de vida, que tras San Pablo se reduce en un solo mandamiento: “Ama a tu prójimo como Yo te he amado”. Tal vez sea necesario buscar una nueva práctica espiritual, desafiar a los dogmas, encontrar nuevas liturgias, pero desde luego el ser humano no puede aspirar a un mensaje más claro y contundente, un mensaje que aúna todo lo mejor del pensamiento occidental, que empapa la filosofía griega, de la que todos somos hijos, del más elevado sentimiento humano, el Amor.




A.M.B.
Mayo de 2013
















      


[1] San Agustín, “Confesiones”. Libro VI Capítulo 1.
[2] Carta de San Pablo a los Corintios 13, 1-13

2 comentarios:

  1. Tus palabras y este texto me despiretan admiración, tan ejemplar resumen de toda una visión de vida, tan monumental comentario de una personalidad tan influyente y profunda. Honestamente debo admitir que sirvieron de faro y clave para entender toda la filosofía de San Agustín. Esta es una hoja áurea y te felicito

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    1. Muchas gracias Daimonions por tus palabras. Me empujan ha seguir escribiendo y aprendiendo, a seguir dedicándome a conectar con todasd esas almas que han dejado testimonio de su paso por la vida. Qué bonito pensar que mis palabras han cruzado el océano, hasta llegar a ti, en Argentina.

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