miércoles, 2 de diciembre de 2015

Pepe el Barbero





epe era Barbero. El padre de Pepe fue barbero. También lo había sido su abuelo Pepe, y su bisabuelo Pepe, y su tatarabuelo Pepe, y su tataratatarabuelo Pepe, y su tatarataratatarabuelo Pepe, y su tataratataratataratatarabuelo Pepe, y su tataratataratataratataratatarabuelo Pepe.
Los Fígaro, ese era su nombre de familia, ejercieron todos su profesión en la misma barbería, en una estrecha calle del casco antiguo de la ciudad. Con las mismas rayas azules, rojas y blancas custodiando la puerta. Los clientes de Pepe se sentaban en la misma silla de cuero envejecido en la que se habían sentado los clientes de su tataratataratataratataratatarabuelo Pepe. El pelo recién cortado caía sobre las mismas baldosas de piedra blanca y negra, desgastada por nueve generaciones de barridos. En los cansados espejos, enmarcados en vieja madera, se habían dibujado todo tipo de barbas, bigotes y peinados; reflejo de las modas de cada época. En la pared colgaban las ocho tijeras de los ocho Pepes anteriores. La barbería se llamaba, como no podía ser de otra manera, Barbería Pepe.
Pepe nunca cuestionó su oficio. Igual que nunca había cuestionado sus ojos marrones, su nariz afilada, su boca pequeña custodiada por pequeños dientes, los pelos de su bigote a los que nunca sometía a la navaja, su baja estatura, sus dedos delgados y largos perfectos para coger las tijeras, o su pelo negro y rizado que con el tiempo fue abandonándolo y cubriéndose de ceniza. Por supuesto tampoco cuestionó nunca su nombre. Desde que tuvo uso de razón supo cuál era su lugar en el mundo.
Desde muy niño pasaba todo el tiempo que podía en la barbería, prácticamente se podría decir que se crió en ella. Con tres años se encargaba de barrer, actividad que hacía de forma silenciosa, rápida y eficaz. Daba la extraña sensación de que los pelos nunca tocaban el suelo que se mantenía impoluto.
Con seis años le dejaron usar la brocha de afeitar, y comenzar a lavar el pelo. Al ser tan pequeño tenía que subirse a un taburete, desde el que trabajaba con sus diminutas manos con sorprendente seguridad. Transmitía una paz y una serenidad que dejaba a los clientes en un profundo estado de placentera calma.
En su noveno cumpleaños su padre le regaló unas tijeras y una navaja. Pepe jamás olvidaría la ilusión que sintió al abrir el estuche de terciopelo azul, forrado por dentro de seda roja. La hoja de la navaja, de brillante y afilado acero, se plegaba escondida en un mango traslúcido de cuerno natural. Las tijeras eran iguales a todas las que colgaban en la pared, con las mismas iniciales grabadas: P.F. Las dos largas hojas cruzadas unidas por un tornillo le recordaron a una boca cerrada, que espera abrirse para pronunciar la primera palabra. De ellas nacían dos anillos. Uno un poco más grande, para el pulgar. Otro un poco más pequeño para el dedo anular, con una pequeña cola que servía de apoyo al dedo meñique.
Esa noche, después de cerrar, estando los dos en la barbería, Pepe padre se sentó en la butaca y Pepe hijo entendió que había llegado su momento. Sin mediar palabra sacó de un cajón una sábana blanca y la abrió de un solo movimiento que envolvió al padre anudándose en su cuello. Llenó un pequeño cuenco de agua templada. Colocó el taburete junto a la silla. Puso un poco de crema en la barbilla, humedeció la brocha, y con abocetados movimientos circulares las suaves cerdas de tejón extendieron la crema por su rostro hasta convertirla en abundante espuma. Abrió el estuche y sacó la navaja. Con un sutil golpe de dedo se abrió por primera vez, mostrándose la cuchilla brillante, y apoyándose el mango en su palma. No le tembló la mano al dar su primera pasada, ni en la segunda, ni en la tercera… Recorrió el rostro con trazos precisos y seguros, consiguiendo un afeitado tan apurado que si bien realizó una segunda pasada fue más por ceremonia que por necesidad. Limpió la navaja, la secó, y la guardó en el estuche. Cogió las tijeras por primera vez. Sus dedos se deslizaron naturalmente en los anillos, llevaban toda la vida esperando a hacerlo. Al abrirlas el sonido le pareció música. Comenzó a cortar el cabello. Las tijeras se abrían y cerraban al compás que el pequeño Pepe marcaba con el pie. Pepe padre, que llevaba años entre murmullos de tijeras que se abrían y cerraban, nunca había escuchado nada igual. La tenue música llenaba el silencio de la barbería vacía. Y lo más curioso de todo era, que a pesar de estar seguro de no haberla oído nunca, le era familiar, como si fuera una cadencia escondida desde siempre en su ser, esperando a brotar desde la esencia. Al mirarse en el espejo se vio rejuvenecido y apuesto. Tuvo la sensación de re-encontrase consigo mismo, de verse por primera vez reconociendo lo que siempre había sido.
Pasaron los años. Pepe se hizo adolescente, joven y adulto; siempre con las tijeras en la mano. De cada cliente que se sentaba en su silla manaba una música diferente. Todos tenían su propio compás, marcado por el pie de Pepe golpeando el suelo. Todos tenían su propia melodía entonada por las tijeras. Todos salían de la barbería rejuvenecidos, viéndose apuestos, e impulsados por una fuerza interior que les mostraba el camino para sentirse realizados.
Pepe padre murió, y sus tijeras ocuparon su lugar en la pared, junto a las otras siete marcadas por las letras P.F.
Cliente a cliente la música se fue transformando en forma. En un principio sutilmente, pero cada vez con un presencia más obvia. Al herrero le dejó la cabeza con forma de yunque. El carpintero parecía tener un enjambre de clavos en la cabeza. Los rizos de un filósofo se asemejaban a nubes cúmulos. Y cuando un abogado aburrido de las leyes salió de la barbería con su pelo transformado en almazara, dejó el bufete, se compró un pequeño olivar, y dedicó el resto de sus días a hacer aceite.
Su fama se extendió rápidamente. Por el barrio, la ciudad, la provincia, el país entero, Europa y el mundo. Fue portada de las más prestigiosas revistas. Grandes corporaciones llamaron a su puerta haciéndole ofertas mareantes en las que los ceros se sucedían de tres en tres. Pero Pepe, hijo de Pepe, nieto de Pepe, bisnieto de Pepe, tataranieto de Pepe, tataratataranieto de Pepe, tataratataratataranieto de Pepe, tataratataratataratataranieto de Pepe y tataratataratataratataratataranieto de Pepe, nunca quiso dejar la barbería en la que los Fígaro habían ejercido su profesión desde tantas generaciones atrás.
Se formaban colas tan largas a la puerta de la barbería que llegaban a dar tres vueltas a la manzana. Comenzó a trabajar cada vez más rápido. La música no variaba. La melodía era la misma. El pulso del ritmo se multiplicaba. X2. X4. X16. X256. X65536. X4294967296.

Cuanto más rápido trabajaba más clientes tenía. Ya no daba tiempo a barrer el pelo del suelo. Esperaban al final del día y lo absorbían con una aspiradora industrial.
Los clientes eran guiados entre el pelo ajeno hasta el sillón. Los movimientos de Pepe eran tan veloces que mantenían un espacio en torno suyo en el que se podía respirar.
Las colas crecieron hasta dar nueve vueltas a la manzana.
En los espejos ya no se dibujaba nada. No había luz que reflejar.
No se veían las paredes. Ni las tijeras de los ocho Pepes anteriores.
La aspiradora industrial fue insuficiente. Trajeron un enorme camión cisterna para succionarlo. Casi no cabía en la estrecha calle.
Llegó a haber tanto pelo que cuando se abría la puerta se escapaba.
Pepe tenía que trabajar más y más rápido. Era la única forma de mantener ese espacio en el que se podía respirar.
Cada vez más densidad de pelo.
Cada vez más difícil de sostener.
Cada vez más presión.
Trabaja día y noche.
Se toma un respiro.
Un escaso segundo.
En lugar de aire sus pulmones se llenan de pelo.
Muere.
El escaparate de la barbería revienta. La gran masa de pelo se esparce cubriendo el cielo de la ciudad, tapando el sol durante nueve días.
En una ciudad vecina, un pelo se mete por la rendija de una ventana, posándose grácilmente sobre un plato de sopa. Una elegante mujer, con un vestido de flores, y collar y pendientes de perlas, atrapa el caliente caldo con una cuchara sopera de plata, en un movimiento circular que comienza alejándose de ella, para tras trazar un arco morir en sus labios pintados de carmín. Sorbe la sopa silenciosamente. Repara en algo extraño en su paladar. Hasta tres veces saca la lengua pegándola a los labios. Por fin nota algo en la punta de la lengua. Formando con su dedo pulgar y su dedo índice una pinza atrapa el pelo. Estira de él extrayéndolo de su boca. Lo mira confusa. Es largo, rizado y pelirrojo. En su casa son todos morenos.
 “Someone who believes in infinite growth is either a madman or an economist.” – David Attenborough
A.M.B.
Ilustrado por Mark Morgan Dunstan
Noviembre de 2015



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