“Del
dulce tiempo la edad primera,
que
vio nacer entonces siendo hierba
aquel
para mi mal fiero deseo,
porque
el dolor cantando disminuye,
cantaré
la manera en que era libre,
mientras
Amor en mí no se albergaba.
Diré
después como llegó a enojarse
conmigo
en demasía, y como ejemplo
por
esta causa para muchos soy;
si
bien mi duro estrago
escrito
está, tanto que plumas miles
se
cansaron, y casi en todo el valle
retumba
el son de mis suspiros hondos
que
pruebas dan de mi penosa vida.
Y
si aquí la memoria no me ayuda
como
suele, la excusen los martirios,
y
un pensamiento que tan sólo angustia
le
da, tal que a cualquiera las espaldas
hace
volver, y a mí de mí olvidarme,
pues
tiene mi interior y yo lo externo.
Desde
aquel día del primer asalto,
digo
que muchos años han pasado,
pues
entonces dejaba de ser joven;
y
al corazón helados pensamientos,
le
hicieron durísimo diamante
que
ablandar no podía el cruel afecto.
No
me bañaban lágrimas el pecho
ni
el sueño me quitaban, y milagro
me
parecía en otros mi carencia.
Triste,
¿qué soy?, ¿qué he sido?
La
vida el fin, la noche alaba el día.
Porque
sintiendo el cruel de quien me ocupo
que
hasta entonces el golpe de su flecha
no
traspasaba más que los vestidos,
llamó
en su ayuda a una mujer hermosa,
delante
de la cual de poco sirve
pedir
perdón, tener ingenio o fuerza;
los
dos en lo que soy me transformaron,
volviéndome
de un hombre un laurel verde,
que
no pierde sus hojas con los fríos. (…)”
C
XXIII, Petrarca
A.M.B. a Petrarca, salud.
Han pasado seiscientos treinta y ocho años desde tu muerte,
y estás más vivo de lo que nunca lo estuviste en vida. El tiempo, en su pasó
inexorable, en su eterno movimiento, ha ido dando brillo a tú figura,
solidificándola. Pasaste toda tu vida luchando por trascender, forjando una
imagen propia para la posteridad que nunca parecía acabada, es bien sabido que
escribiste y estudiaste hasta el último día de tu vida, y aún así sólo el
tiempo, al que tanto temías, ha sido capaz de terminar tú obra por ti.
Te admiro Francesco, y no sólo por tú talento indudable, o
por tu obra, o por lo que significas para la historia de la literatura, sino
por como lo hiciste, por tu determinación de formar parte de aquello que
amabas. Nunca te conformaste con ser un poeta más, tu ambición no tuvo límites
y no te contentaste con redescubrir a los clásicos, estudiarlos e imitarlos,
quisiste superarlos, trascenderlos, y hoy, siete siglos después, en
retrospectiva te aseguro que lo hiciste.
Soy consciente de que toda tu obra formaba parte de un plan
perfectamente trazado. Cada uno de tus escritos, en especial en latín, era un
golpe de cincel que golpeaba el mármol tallando un busto imponente, de corte
clásico, mirada altiva y coronado de laurel. Mucho se ha discutido sobre tu epístola
a Dioniso de San Sepulcro -curiosamente el mismo que te regalo las Confesiones
de San Agustín- en la que hablabas de tu ascenso al Mont Ventoux con tu hermano Gerardo. Algunos te han llamado por
ella el primer alpinista, yo sin embargo, creo que fue una ficción literaria,
una hermosa metáfora que retrata las inquietudes espirituales de un hombre que
siempre fue honesto para consigo mismo. Creemos que a pesar de que la dataste
en 1336 fue escrita en 1353, casi veinte años después. No importa, como tú bien
sabías la literatura es aquello que te guía hacia la verdad a través de una
mentira. Cómo describirte mi emoción al leer que al llegar a la cumbre el azar
quiso que abrieras las Confesiones y
te encontraras ese pasaje del libro X: “Y fueron los hombres a admirar las
cumbres de las montañas y el flujo enorme de los mares y los anchos cauces de
los ríos y la inmensidad del océano y la órbita de las estrellas y olvidaron
mirarse a sí mismos”. Es cierto que tu hermano Gerardo, monje cartujo, escogió
un camino más directo a la cima, es cierto que cuando uno escala una montaña
debe siempre escoger el camino más empinado, el más directo a la cima. Sin
embargo, el hecho de que tú no lo hicieras, que escogieras caminos alternativos
que de repente bajaban alargando tu ascenso, sólo te hace más humano. Yo
también me declaro ferviente admirador de San Agustín, y es precisamente eso,
su faceta más humana, la que lo convierte en un personaje absolutamente
irresistible. Las Confesiones, que
describiste como una obra de infinita dulzura, es un libro inimitable por su
desnudez, su brutal honestidad, por el deseo de un hombre brillante por
encontrar la verdad, y en ella la virtud; son el retrato de un ser humano que
aspira a ser la mejor versión de sí mismo posible. Ese mismo aroma desprenden
muchas de tus obras, y de hecho, a día de hoy, es lo que más se admira de ti:
tu humanidad.
Tu obra en latín tuvo mucha trascendencia en los siglos
siguientes a tu muerte. Gracias a tu labor cambió la relación de los hombres
con el pasado clásico, primero en Italia, y después en toda Europa. Surgió un
movimiento llamado el humanismo del que muchos historiadores dicen que eres su
primer exponente. Gracias a ti nos han llegado obras de Cicerón que creíamos
perdidas. A veces es necesario volver la vista atrás para poder avanzar hacia
delante, y en los siglos XV y XVI eso fue lo que se hizo, se volvió la vista
hacia el esplendor del pasado clásico para imitarlo y que la humanidad lograse
salir del oscurantismo medieval. No obstante, exceptuando muy honrosas
excepciones, se limitaron a imitar, sin la ambición necesaria, que tú sí
poseías, de trascender ese pasado glorioso.
Ha llegado el momento de hablar de ironías. Es irónico que
tus “Rerum vulgarium fragmenta”, que infravaloraste tanto, sean a día de hoy,
lo más leído de tu extensa obra. Y es que en ellos fue realmente dónde fuiste
pionero, te adelantaste a tus contemporáneos en varios siglos, sin ni tan
siquiera darte cuenta, ellos son la cima de tu obra. Por un lado porque el
latín murió definitivamente unos siglos después de tu muerte, y las lenguas
vernáculas, o vulgares, como tú las llamarías, se instalaron en toda Europa,
dejando una Europa tal vez más fragmentada pero mucho más rica culturalmente.
De cada una de esas lenguas vulgares ha nacido una literatura rica y eterna. Te
complacerá saber que el italiano moderno, está basado en los escritos que dejasteis
tanto tú, como tu amigo Boecio y tu admirado Dante. Sin embargo, lo más
importante del Cancionero, así es como lo hemos llamado con el tiempo, es su subjetividad,
su humanidad. Son una expresión íntima y honesta de los atormentados
sentimientos de un hombre absolutamente creíble. Su sentimiento amoroso, sus
ambiciones literarias, sus más profundos deseos y anhelos expresados en un
lenguaje sublime. Si las Confesiones son una declaración de amor del de Hipona
a Dios, tú cancionero es una declaración de amor hacia un ideal, el Amor.
Vivimos en una época en la que se considera a la poesía como
una ficción. Muchos son los que creen que tu Laura no es más que una invención,
tratando el amor cortes como un recurso retórico. Para empezar te diré que tus
canciones superan el amor cortes, describen un ideal de mujer etéreo pero a la
vez de carne y hueso, por la que el poeta, y no el caballero, acaba siendo
coronado. Es muy significativo el poema en que tras ser alcanzado por una
flecha del travieso Amor, te conviertes en laurel; tiene algo de profético, como
lo tiene toda la buena y verdadera poesía. Fuiste coronado en Roma, cuando aún
eras joven, pero como intuiste en tu poema, tal vez de forma inconsciente,
Laura te convirtió en laurel. Han sido tantos los poetas que te han imitado y
emulado tras leerte, tu aportación a la lírica europea ha sido mayúscula, aún a
día de hoy el aroma de Petrarca sigue desprendiéndose de miles de encendidos
versos de amor escritos en occidente.
Es cuanto menos curioso que se llamase Laura, y que la
conocieses en viernes santo, y muriese justo veinte años después. Y la guinda
del pastel es que llegasen a ti las Confesiones justo diez años entre medio.
Por todo ello mucha gente ha creído que se trata de una ficción. Yo me opongo a
esa teoría, creo que tus versos son honestos, a menudo he sentido tu turbación
y tu dolor, a menudo he sentido tu lucha interna por crecer espiritualmente.
Sin embargo, a lo largo de toda tu vida, que tan bien documentada nos dejaste,
es difícil distinguir la literatura de la historia, y ese es tu mayor logro,
que conseguiste vivir en la poesía, ideal de todo joven poeta. Tal vez Laura no
se llamase Laura, tal vez la conocieras en otro momento, tal vez fuera morena y
no rubia… ¿Qué más da? Tu forma de vida la hace más real que aquella de la que
tal vez tan solo cazaste un furtivo reflejo, suficiente para cautivarte una
vida entera. No tenemos la certeza de que Homero existió, pero Ulises sigue
vivo entre nosotros, tú fuiste consciente de ello, y por ello trabajaste tan
minuciosamente en tu obra, en ordenarla, en proyectar la imagen que deseabas. Porque
entendiste que si algo podía desafiar el paso del tiempo, si algo podía vencer
a la nada, debía nacer de tu pluma, noble, con sangre azul derramada en feroces
luchas contra el papel en blanco.
¿Qué podemos amar los poetas más allá del ideal? ¿Cómo amar
la carne que sabemos que un día se marchitará? Tu Laura es eterna, la mujer que
tan fuerte impresión causó en ti murió hace siete siglos.
A pesar de vivir constantemente con la mirada vuelta al
pasado, lo más característico de tu vida fue la capacidad para ser pionero en
tantas cosas, para adelantarte a tú tiempo. Tú necesidad continua de viajar te
convierte en un sujeto moderno, que supera el Medievo, que entiende que el
mundo se compone de hombres con rostro y nombre, que escriben su propia
historia. Son tantas las inquietudes que contigo comparto, desde la búsqueda de
la vita beata, tan horaciana y por
otro lado tan actual, hasta la necesidad de movimiento. Ambos símbolos de un
alma inquieta que por un lado huye del vicio humano y terrenal, y por otro
lado, intrínsecamente unido, busca la virtud espiritual, igual que lo hizo San
Agustín, igual que lo haría Montaigne siglos después. En los pocos fragmentos
que he leído del Secretum he
descubierto a un san Agustín que es la viva voz de tu conciencia, y hay en tu
pugna interna algo muy real, intenso y esencial, algo que tiene un valor muy
superior a la ficción en la que tanta gente se fija. Y es que la Verdad, como
diría el de Hipona, es un sentimiento. Él fue el primero en superar a los
griegos en este aspecto, a través de la filosofía, y tú el primero en hacerlo a
través de la poesía.
La eternidad, Franceso, te contempla laureado, tal y como a
ti te hubiera gustado. Conseguiste lo que siempre te habías propuesto, ser ese
enano a hombros de gigantes, que a pesar de su ínfimo tamaño y fragilidad, por
el sólo hecho de subirse a sus hombros, los supera y los trasciende. Por ello
sólo me queda decirte: descansa en paz amigo mío.
Con amor, siempre
con Amor,
A.M.B.
Junio
de 2013