viernes, 15 de mayo de 2020

El libro más aburrido de la historia



El libro más aburrido de la historia

Mi amigo Jacinto está escribiendo un libro. En realidad lleva años escribiéndolo. Más de una década. Siempre dice que quiere que sea un libro largo: “las novelas de Dumas parecerán folletos a su lado”, exclama con entusiasmo. Cada vez que lo veo me ofrece con una sonrisa el último recuento de sus palabras: “ochocientas noventa y ocho mil cuatrocientas veinticinco ¡se acerca el millón Antonio! Lo dice con el júbilo del banquero que cuenta los millones de su fondo de inversión en una cena de un restaurante elegante, a pesar de que no le pertenecen. 

La cosa es que el libro trata sobre la vida de un hombre abrumadoramente aburrido. 

Jacinto es un hombre docto y erudito. Antes de empezar a escribir este libro, que ahora ocupa todo su tiempo y su espacio mental, era un lector incansable. Siempre fue ferviente admirador de la poesía pura de Juan Ramón Jiménez: “Ya lo decía Hegel, en la forma está el fondo, no cabe distinción amigo ¡di lo que es tal y cómo es!” Ese entusiasmo que tenía a la hora de hablar de poesía y filosofía lo fue perdiendo conforme se adentraba en la ardua tarea de la escritura de esa novela. Y es que un hombre cabal y coherente como Jacinto nunca traicionaría semejante concepto estético: “sería como apuñalar por la espalda aquello que más amo”. Por lo tanto el libro es, no pudiendo ser de otra manera, rematadamente aburrido. Los párrafos superan en ocasiones las mil palabras. Las frases se subordinan hasta la saciedad sin apenas contenido. Las palabras se suceden unas a otras como los pasos de un hombre agotado y sediento que camina sin rumbo por una estepa. 

Jacinto siempre fue aficionado al cine y en especial a los actores. Dentro de los actores sentía la misma debilidad que por Juan Ramón hacía los actores de método: “sé lo que tienes que ser, no lo pretendas, los grandes actores no actúan, simplemente son”, esa era otra de sus máximas. Su gran idea, la que iba a promover un cambio de paradigma en la historia de la literatura era precisamente esa. Sobreponer a Daniel Day-Lewis a Hegel y la poesía pura de Juan Ramón Jiménez. “No soporto a los escritores que escriben sin conocimiento de causa ¡la fantasía es una patraña, escribe sobre lo que conoces o ahórratelo!”, solía decir con vehemencia.

Antes de empezar a escribir la novela cambio todos sus hábitos de vida. Dejó de leer, de escribir, de escuchar música, dejó de salir, por dejar, dejó hasta a su novia. Quiso aprender sobre cosas que no le habían interesado en la vida, como los productos de limpieza, las finanzas o el fútbol. Pero pronto se volvieron interesantes por lo que tuvo que dejarlos también. Decidió entonces encontrar el tedio a través de frivolidades como la moda o los programas de cotilleo de la tele. Pero pronto empezaron a interesarle. Se sorprendió una mañana de Jueves en la que salía el Hola expectante por saber qué era de los Duques de Sussex en su nueva vida en Canada. En el momento en que sintió empatía por la pobre Meghan y el trato que estaba recibiendo por parte de los inmorales tabloides británicos entendió que debía dejarlo. 

Debía abstenerse de todo interés, lo cual no era fácil para una persona inquieta y curiosa como Jacinto. Mas a base de perseverancia y ahincó consiguió llevar una vida absolutamente aburrida. Una vida vacía que carecía de total interés. Estaba preparado para comenzar a escribir y así lo hizo. Desde entonces, mes a mes, año año Jacinto parecía difuminarse. Lo único capaz de arrancarle una sonrisa era el recuento de palabras. Y si lo hacía no era por sentirse más cercano a la meta, sino por una razón puramente cuantitativa. Lo único que le quedaba a Jacinto era la satisfacción de estar siendo fiel a sus ideas y la, en ocasiones, certeza de que estaba escribiendo el libro más aburrido de la historia. 

A Jacinto le mueve una feroz determinación: su libro debe ser tan aburrido que nadie, absolutamente nadie sea capaz de terminarlo. Si tan solo una persona pudiera leerlo de principio a fin todo sería en vano. Para ello debe asegurarse no solo de que carezca de ningún interés, sino que además debe tener un grosor que intimide a los lectores en la librería. Quiere publicarlo en letra muy pequeña, con abundantes notas a pie de página y en un papel de un gramaje equivalente al papel de biblia. Y aún así debe ser el libro más grueso de la librería.

La última vez que lo vi estaba sentando en un banco echándole de comer a las palomas. Tenía la mirada perdida y los ojos hundidos, la piel casi gris. Al verme esbozo una gran sonrisa exclamando: “¡trece millones seiscientas cuarenta y ocho mil trescientas setenta y nueve palabras!”. Después lo repitió en voz más baja: “trece millones seiscientas cuarenta y ocho mil trescientas setenta y nueve palabras”. Después lo susurro: trece millones seiscientas cuarenta y ocho mil trescientas setenta y nueve palabras…

Me preocupa mi amigo Jacinto. Sus días se suceden igual que las palabras de su libro, sin dirección ni interés. Al principio se quejaba del suplicio que era para él tener que escribir una novela tan sumamente aburrida. Cada página era un parto. Ahora ya solo vive por el recuento de las palabras en la parte inferior de su pantalla. Es su única fuente de satisfacción. Su único propósito. Trece millones seiscientas cuarenta y ocho mil trescientas setenta y nueve palabras.

Me preocupa mi amigo Jacinto.




A.M.B.
Mayo de 2020

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