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lunes, 23 de abril de 2018

Sobre el cambio


Sobre el cambio

Decía Nietzsche que a él no hacía falta que le refutasen, que ya lo haría él mismo más adelante. Me hace gracia la gente que se sorprende ante el cambio en otros. “Tú antes no eras así” o “Antes pensabas diferente”. Incluso hay gente que se niega a aceptar el cambio “Te conozco y estas ideas no pueden ser tuyas”. Entiendo que vivimos en un mundo cambiante y eso puede llegar a ser sobrecogedor, abrumador incluso, de ahí que la gente se aferre a ciertas percepciones sobre sí mismo, sobre la realidad, sobre otros. Es en esa incertidumbre donde pescan las ideologías y los -ismos, ofreciendo estructuras que permanecen, ideas fijas inalcanzables que te mantienen con la mirada fija en un punto. Es en esa incertidumbre donde nacen las rutinas, donde la gente encuentra el apego a un lugar en concreto y echa raíces que se hunden en el firme evitando que el viento del cambio las arrastre. Sin embargo, en este regalo emboscado que es la vida, el cambio es lo que nos concede la oportunidad de no cenar cada día lo mismo, de no escuchar siempre la misma canción, de no abrir la ventana cada mañana para encontrarse el mismo cielo. La percepción sobre uno mismo es tramposa, la identidad limita, el ego no es más que una proyección social. Dejarlos ir significa conocerse a uno mismo, y a las personas que tenemos alrededor, muchas veces en una misma vida. Significa abrirse a nuevos estímulos que dibujan una realidad nueva cada día. Significa vivir una vida más llena, más viva.

Si no estuviéramos sometidos al cambio yo pesaría lo mismo que pesaba a los 25, y tendría la misma mata de pelo de cuando tenía 15. Nuestra sociedad infantilizada llama estética a la cirugía que en realidad debiera llamarse estática. Celebremos cada cana oxidada por el tiempo, adentrémonos en cada arruga moldeada por la experiencia. Recordemos a Heráclito y su río que nunca es el mismo y dejemos ir la imagen de lo que somos para simplemente ser: expuestos, maleables, siempre cambiantes.


De lo contrario estaremos traicionando a la vida.


A.M.B.
Abril de 2018

lunes, 3 de febrero de 2014

Jean-Jaques Rousseau: el extraño ilustrado





Jean-Jaques Rousseau: el extraño ilustrado

         Cuentan algunos, que las ideas que Rousseau expuso en su Discurso sobre las Ciencias y las Artes -que pronuncio en la Academia Francesa con motivo de un debate, del que salió vencedor, y que giraba en torno a la pregunta: ¿contribuyen las artes y las ciencias a corromper al individuo?- no son originales, sino que le fueron sugeridas por Diderot, a quién consultó el filósofo ginebrino en el castillo de Vincennes. Otros tachan sus ideas de poco sinceras, acusándolas de no ser sino meros sofismas, parte de una estrategia efectista y eficiente para ganar el debate. El propio Rousseau dice que las ideas le vinieron como una inspiración súbita, una especie de iluminación parecida a la que vivió el de Hipona en Milán, tras leer la noticia del concurso en el Mercure de France, cuando iba camino de Vincennes. Por respeto a la literatura creeremos la versión del propio autor, dado que la pronunciación de este discurso no sólo le catapultaría a la fama, además sería la base de gran parte de su filosofía.
         Cuando pronuncia el discurso, en el año 1750, el no tan joven filósofo, contaba con treinta y ocho años de edad, ya lleva un lustro codeándose con las élites ilustradas de la Francia del XVIII. En 1745 vuelve a París y entabla amistad con Voltaire, D'Alambert, Rameau y Diderot; y con todos ellos habría de terminar enemistado. Fue un filósofo de esos que reman a contra corriente, enfrentado a las ideas dominantes de su época, hijo de ellas pero posicionándose como su antónimo. Y es que es muy difícil entender a Rousseau fuera del contexto de la ilustración.
         Vivió enfrentado a la autoridad política por sus ideas sobre la vuelta al “estado de naturaleza” y el pacto social, por sus ideas de la libertad y la igualdad primigenias, y de la soberanía absoluta del pueblo. Recibió críticas de las autoridades eclesiásticas por sus teorías sobre la “religión civil” y su deísmo naturalista. Todo ello debiera haberle puesto del lado de los ilustrados, aquellos hombres que soñaron el mundo del sapere aude,  hasta llegó a participar en la redacción de la enciclopedia, sin embargo, fue en ellos en quien halló sus más encendidas críticas.
         En su discurso, Rousseau rechaza la ciencia y las artes como vehículo de perfeccionamiento del hombre. Es más cree que son la causa de su corrupción y decadencia. De su alejamiento de ese estado natural al que debe volver, el de la feliz ignorancia donde la serena sabiduría lo había colocado. Reclama una vuelta al Jardín del Edén, un viaje a través del tiempo en el que pudiera aparecer, repentinamente, antes del fatal momento en que Eva escucha a la vil serpiente y come de la manzana del árbol de la ciencia. ¡Ay feliz ignorancia en la que hombre y mujer yacen desnudos sin pudor! La ciencia no ha hecho sino corrompernos, por eso aguardaba oculta, por eso no nacimos sabiendo, era por nuestro propio bien. ¿Qué bien podemos hallar en el progreso?
         De esa idea, que brota espontánea, entre lágrimas, y bajo un árbol a la vera del camino, tejerá el tapiz de su pensamiento. Distinguiendo entre “estado civil”, en el que se encuentra el hombre, origen de toda perversión; y el “estado de naturaleza”, el estado originario y más perfecto del hombre. Considera pues que hay un estadio natural de la historia, y que la historia civilizada es una degradación de ésta. De esta forma se está alzando en contra de una idea que se gesta en su época, pero que adquiere su máximo esplendor en el marxismo del XIX, el progreso. Es un acto de rebeldía en contra de la ciencia y las artes, que tal vez a día de hoy, en que vivimos más sometidos a la técnica que nunca, sea aún más relevante que entonces.
         Frente a la deificación de la razón por parte de sus compatriotas ilustrados él ensalza el sentimiento y el corazón. En otra de sus paradojas, lo que en principio parece una actitud reaccionaria, es en realidad una actitud precursora. Es bien sabido que la filosofía del ginebrino fue ampliamente leída por los integrantes del movimiento del Sturm und Drang  alemán, y se considera anticipo de todo el Romanticismo.
         Rousseau esboza un boceto del buen salvaje. Ese hombre anterior a la historia civilizada, que es bueno por naturaleza, que aún no ha sido pervertido por los orgullos esfuerzos para salir de la feliz ignorancia. Por lo tanto, el racionalismo, tan en boga en su época, pierde importancia. Si hay una religión natural, no revelada, es la conciencia la que debe ocuparse de ella, no la razón. Lo mismo acurre en el ámbito de la moral, el bien es un sentimiento moral, un instinto infalible, equivalente en lo espiritual al instinto físico.
         Pero aún va más allá, el filósofo ataca a la propia filosofía. Tal vez lo haga como respuesta a todos aquellos pomposos contemporáneos suyos que se autoproclaman filósofos, poniendo en evidencia la frivolidad del movimiento ilustrado. Cree dañino, en consecuencia con todo lo que antes ha formulado, el intentar educar a la masa del pueblo. Aquí vemos al Rousseau más platónico. Influenciado, sin lugar a duda, por La república del filósofo ateniense, limita la ciencia a unos pocos individuos geniales, a una minúscula minoría que nace con posibilidad de avanzar en ella. Por ello, el intento ilustrado de hacer de ella patrimonio común le parece poco menos que perverso, ya que no hace más que contaminar a las almas vulgares.
         A lo largo de la historia la lectura de Rousseau no ha dejado indiferente a nadie. Ha producido infinitas reacciones en sus lectores, desde aprobación por parte de los románticos centro-europeos a rechazo por sus contemporáneos. Probablemente la reacción más natural sea la de escepticismo, descreimiento. ¿Realmente creía en el buen salvaje? ¿Es su filosofía una respuesta incendiaria a la apoteosis de la razón que se dio en su siglo? Nunca lo sabremos, como nunca sabremos la verdad de cómo le vino la inspiración para su discurso. Algunos lo tacharán de inocente, otros de sofista, otros de genio. Lo que sí que es cierto es que ha dado mucho de qué hablar, y aún sigue dándolo. Es más, algunas de sus teorías, parece que con el tiempo cobran más y más fuerza. ¿Acaso es el hombre actual, letrado y educado por la resaca francesa de la ilustración, más sabio que el de antes? ¿La técnica, nos libera, o nos tiene sometidos?
         Tal vez, a día de hoy, en pleno s. XXI, las ideas de Rousseau, genuinas o intencionadamente sofistas, sean más relevantes que nunca. Tal vez el fuego que Prometeo robó a los dioses se haya descontrolado y esté arrasando con todo. Es posible que el progreso debiera de dejar de ser el norte en la rosa de los vientos que guía a la humanidad. A lo mejor, el más sabio sigue siendo aquel que sólo sabe que no sabe nada.




 A.M.B.
Enero de 2014

jueves, 23 de enero de 2014

Poeta de nacimiento, romántico por maldición







Poeta de nacimiento, romántico por maldición

         La vida del gran poeta italiano romántico, Giacomo Leopardi, bien podría haber estado escrita previamente por su contemporáneo alemán Ludwig von Tieck, y es que sigue minuciosamente la trama argumental de las novelle románticas que se escribieron en Alemania por ese grupo de jóvenes que perseguían a Göethe y Schiller allá donde fueran.
         Leopardi nace en el seno de una familia aristocrática rural, en la pequeña localidad de Recanati, perteneciente a la provincia, bañada por las aguas del adriático, de Macerata. Su familia era culta y conservadora, ofreciéndole una magnífica educación pero no permitiéndole nunca salir de los paradigmas establecidos para la nobleza rural. Así el joven Giacomo creció encerrado en la completísima biblioteca de su padre, con la nariz enterrada en la literatura clásica grecolatina: Cicerón, Virgilio, Ovidio, Horacio, Safo, fueron sus maestros.
         También lo fueron, como no podía ser de otra manera, los clásicos italianos medievales, Dante y Petrarca. La influencia de Petrarca, el gran re-descubridor de la cultura clásica, exhuma de sus primeros versos, y está absolutamente presente en su etapa de juventud. Y es que, como buen romántico, Leopardi es también nacionalista, y busca enraizar su linaje en la fracturada Italia, se siente parte de ese sueño unificador que viene cobrando fuerza desde Maquiavelo y se gesta a lo largo del siglo diecinueve. “Haz, oh cielo, que mi sangre/ sea fuego en los pechos itálicos.” Escribe el poeta en su poema “A Italia”, llorando la pérdida de su grandeza de antaño. Sumergido en el esplendoroso pasado, sueña una Italia unificada y grande de nuevo, en que sus compatriotas se sientan orgullosos y agradecidos de haber nacido en la más bella de las tierras.
         Desde muy joven es condenado a la soledad. Vive entregado a sus estudios, traduciendo a su amado italiano a los mejores maestros que le guían desde la antigüedad. Aislado del mundo y sometido a la voluntad de su familia, que si bien es culta, vive bajo el yugo de los típicos complejos conservadores propios de la aristocracia de provincias. Giacomo pasea solitario por las noches de luna clara, y como no podía ser de otra manera, nuestro romántico por maldición se enamora de ella. A la Luna le dedica no pocos versos, y toda su estética: “Y tú te alzabas sobre el bosque aquel/ como ahora, que toda lo iluminas.”- escribe en su poema “A la luna”.
         En sus paseos nocturnos, por la campiña de Marcas, en la costa de la estrecha península apenina por la que nace el sol, supero sus soledades enamorándose del todo, fundiéndose con el infinito. Navega a la deriva por un mar inmenso que carece de límites, e inmerso en su silencio ve como la eternidad se le escapa entre los dedos, como si de fina arena se tratase. Ahí queda su poema al infinito:

“Siempre querido me fue este yermo cerro
y este cerco que tanta parte
a la mirada excluye del último horizonte.
Mas, sentado y mirando interminables
espacios de allá lejos, sobrehumanos
silencios y su hondísima quietud,
me quedo ensimismado hasta que casi
el corazón no teme. Y como el viento
cuyo tráfago escucho entre las hojas, a este
silencio sin fin esta voz
voy comparando, y pienso en lo eterno
y en las muertas estaciones y en la viva presente,
y sus sonidos. Así a través de esta
inmensidad se anega el pensamiento mío;
y naufragar en este mar me es dulce.

         Su ansia por viajar y conocer, por abandonar la casa paterna y encontrar gente con quien compartir inquietudes, le corroe por dentro. Se siente atrapado en un ámbito rural que a pesar de ser el seno en el que descansan sus sueños panteístas, no logra apaciguar su creciente curiosidad. Así por fin consigue salir y viajar a Roma, y comienza una serie de viajes que serían constantes el resto de su vida. Conoce la Toscana, la Lacio, Umbría, Bolonia y Milán. Por fin termina su vida en Nápoles, protegido por Antonio Ranieri, un caballero local. Entonces entra en contacto con diversos humanistas y filólogos, con poetas y filósofos, con los que a partir de entonces cultivará una copiosa correspondencia.
La salida de la casa paterna conlleva, como no podía ser de otra manera, un alejamiento del preceptismo neoclásico que planeaba sobre su poesía de juventud. El poeta encuentra su propia voz, o más bien ésta, liberada, brota nítida y clara. Renuncia a sus influencias y madura su lírica.
         Nuestro romántico por maldición no pudo salirse nunca del papel que le había sido encomendado. No deja de ser curioso que a pesar de no existir en Italia un fuerte movimiento romántico, como sí lo hubiera en centro Europa, Leopardi se vista de una estética vital y poética que parece cortada por el sastre de moda de la ciudad de Jena.  Tal vez sea debido al momento histórico. Tal vez, la evolución del ser humano se exprese artísticamente trazando paralelismos entre distantes puntos geográficos, aún en un mundo en el que las distancias se medían en leguas cabalgadas. Lo cierto es que Leopardi sufrió lo que debe sufrir todo buen romántico, sublimando el dolor unas veces, sucumbiendo ante él otras, pero siempre en constante batalla. A su mala salud se unió la angustia del amor no correspondido, y conforme avanza su obra, se va impregnando de honda amargura. Su dialéctica de corte schubertiano se expresa nítidamente en su extenso poema “Amor y muerte”:

Cuando de nuevo
 nace en lo profundo del pecho
 un amoroso afecto,
 al mismo tiempo, un lánguido, extenuado
 deseo de morir se experimenta:
 cómo, no sé; mas éste
 es de amor verdadero el primer síntoma.”  

         El poeta, además erudito, va recogiendo en un cuaderno sus pensamientos. Meditaciones en prosa que le son dictadas por la lírica. Finamente hiladas, y frecuentemente terribles, son publicadas póstumamente por Ranieri. Ciento once de ellas, su hermano reclama que había escrito más de seiscientas. Así queda plasmado, parte del pensamiento de un honesto hombre, fiel amante de las letras, sabio al estilo presocrático, más por poesía que por filosofía. El más digno de los herederos de Petrarca.
         Por fin, en 1836, a la joven edad de 38 años, la muerte le libera de sus sufrimientos, acogiéndole en su pecho, amamantándolo de esa eternidad que llevaba toda una vida persiguiendo. Muere un hombre de singular genio, una voz única e irrepetible que expresa todos los conflictos de su época. La luna, su fiel amante, destierra al astro, iluminando al carretero en el camino, quedando la vida abandonada, oscura.

“Il Tramonto della Luna”
Quale in notte solinga,
Sovra campagne inargentate ed acque,
Là ‘ve zefiro aleggia,
E mille vaghi aspetti
E ingannevoli obbietti
Fingon l’ombre lontane
Infra l’onde tranquille
E rami e siepi e collinette e ville;
Giunta al confin del cielo,
Dietro Apennino od Alpe, o del Tirreno
Nell’infinito seno
Scende la luna; e si scolora il mondo;
Spariscon l’ombre, ed una
Oscurità la valle e il monte imbruna;
Orba la notte resta,
E cantando, con mesta melodia,
L’estremo albor della fuggente luce,
Che dianzi gli fu duce,
Saluta il carrettier dalla sua via;
Tal si dilegua, e tale
Lascia l’età mortale
La giovinezza. In fuga
Van l’ombre e le sembianze
Dei dilettosi inganni; e vengon meno
Le lontane speranze,
Ove s’appoggia la mortal natura.
Abbandonata, oscura
Resta la vita. In lei porgendo il guardo,
Cerca il confuso viatore invano
Del cammin lungo che avanzar si sente
Meta o ragione; e vede
Che a sé l’umana sede,
Esso a lei veramente è fatto estrano.
Troppo felice e lieta
Nostra misera sorte
Parve lassù, se il giovanile stato,
Dove ogni ben di mille pene è frutto,
Durasse tutto della vita il corso.
Troppo mite decreto
Quel che sentenzia ogni animale a morte,
S’anco mezza la via
Lor non si desse in pria
Della terribil morte assai più dura.
D’intelletti immortali
Degno trovato, estremo
Di tutti i mali, ritrovàr gli eterni
La vecchiezza, ove fosse
Incolume il desio, la speme estinta,
Secche le fonti del piacer, le pene
Maggiori sempre, e non più dato il bene.
Voi, collinette e piagge,
Caduto lo splendor che all’occidente
Inargentava della notte il velo,
Orfane ancor gran tempo
Non resterete; che dall’altra parte
Tosto vedrete il cielo
Imbiancar novamente, e sorger l’alba:
Alla qual poscia seguitando il sole,
E folgorando intorno
Con sue fiamme possenti,
Di lucidi torrenti
Inonderà con voi gli eterei campi.
Ma la vita mortal, poi che la bella
Giovinezza sparì, non si colora
D’altra luce giammai, né d’altra aurora.
Vedova è insino al fine; ed alla notte
Che l’altre etadi oscura,
Segno poser gli Dei la sepoltura.




A.M.B.
Enero de 2014