Salamanca, Mayo de 2014
A.M.B.
a María Zambrano, salud.
Querida María,
He visto el desierto Arábigo, en la milenaria ciudad de Palmira,
dónde reinó la irreductible Zenobia, cubierto de flores de manzanilla, en
primavera. Recuerdo una vez, que tras años de viaje, alquilé una casa en el
barrio del Raval, en el centro más urbano de Barcelona, donde el gris ha
conquistado al verde de forma casi definitiva, y tras pasar mi primera semana,
una mañana al abrir una gran ventana que daba a un pequeño balcón, encontré en
la piedra de la repisa un amarillo diente de león, la flor viajera por
excelencia. Me gusta imaginar su semilla, flotando ingrávida entre las
callejuelas de la ciudad condal, evitando el mar que sería su fin, y cansada,
echarse a reposar en la repisa de mi balcón, para después, con férrea fuerza
oculta, brotar en la sólida piedra. Y es que hay algo en la vida, que a riesgo
de ser acusado de impreciso, ingenuo, o peor aún, de místico, solo se puede
calificar como milagro. Tú, y me vas a permitir que te tutee, eres un milagro
dentro de la filosofía, un ser de esencia floral que creció entre las duras
piedras de la razón, en el que, de forma sutil y callada, brotó la belleza
entre los gruesos y antiguos muros de la polis filosófica.
Son las seis y media de una fría mañana de la primavera
salmantina, la luz ha desterrado a las estrellas y algunos pajaritos ya cantan
anunciando la llegada del sol. Hace mucho tiempo que no madrugaba, pero he
comprendido, tras muchos esbozos, que este es el momento ideal para escribirte.
Siempre me he considerado hijo del alba, ese callado momento del día tan lleno
de posibilidades. A esta hora del día aún es todo posible, me recuerda a Heidegger
proyectándose hacia el futuro, siempre hacia el futuro. Tal vez sea porque
sueño con un nuevo amanecer para el hombre. Un amanecer en el que la arrogante
ciencia no dicta pseudo verdades, un amanecer en que la acomplejada filosofía
no mire con desdén a la poesía desde las alturas de la razón, un amanecer en
que el hombre de un paso al frente y aprenda a vivir con sus limitaciones, a
batirse con ellas de forma noble y honrada.
Antes de la caída de la teocracia todo debía de ser más fácil.
La Verdad se revelaba en las escrituras, a través del mito, y dentro de esta
estructura, desde luego limitada, el hombre podía disfrutar de una relativa
calma para intentar hacer algo de su existencia. Después llegaron los sistemas,
erigimos a la razón en un altar y cambiamos las metáforas en palabras por
metáforas en números. Los que se autodenominaron ilustrados creyeron poder
maniatar el pensar, domarlo. Tras ellos, los idealistas alemanes se creyeron semidioses
capaces de dar forma al mundo en obtusos libros, y los positivistas creyeron no
poder ver más allá de dónde llega la vista, mas obviaron su acusada miopía.
Todos olvidaron la humildad, y desde su arrogancia creyeron elevar al hombre
por encima del resto de las criaturas.
Llevo tres años leyendo a Platón, en especial el Fedro, y
hay un pasaje, dentro del segundo discurso de Sócrates, el palinódico, que
define la diferencia entre la filosofía clásica y todo lo que vino a partir de
la época moderna. Me refiero al sublime momento en que Socrates le dice al
joven Fedro que para describir el modo de ser del alma se requeriría de una
exposición, que, en todos sus aspectos únicamente un dios podría hacer
totalmente. A continuación relata el mito del carro alado, un mito inagotable
que veinticinco siglos después no ha perdido ni un ápice de relevancia.
He ahí la importancia del mito, que se nutre de metáforas,
que nunca se agota. El mito no busca apresar, sino indicar el camino, es
humilde y consciente siempre de nuestras limitaciones, el mito habla con los
pies enraizados en la tierra y la mirada elevada al cielo. Sabe que la Verdad
esta oculta, y con elegante pudor no busca exponerla con violencia, sino que
nos impulsa en la espiral de la comprensión estrechando o ampliando el círculo
según sea necesario.
Desde que tú te fuiste, hace ya más de veinte años, el mundo
ha cambiado a velocidad vertiginosa. Parece ser que las matemáticas no fueron
lo suficientemente exactas, y el lenguaje que domina el mundo es el binario,
compuesto de ceros y unos, tan sólo ceros y unos. Vivimos en una época digital,
en la que la comodidad se ha convertido en el ideal. Antes nos acercábamos al
mundo de forma necesariamente mediada, soñábamos con su captura, con hacerlo
nuestro. Ahora creemos haberlo conseguido, sin embargo no hacemos más que
traducirlo a lenguaje binario, incapaz de ajustarse a su realidad curva.
Te daré un ejemplo,
la fotografía. Ésta intenta detener el tiempo, robarle un instante. Cuando
nació, alguien soñó con la luz, con impregnar un negativo de ella para después
reproducirla en el papel. No dejaba de ser una copia de una imagen, pero el
hombre se recreaba en su lucha con la luz, metáfora entre metáforas. A día de
hoy la fotografía es digital, ya no se preocupa de la luz, sino de que la
imagen sea traducida al burdo lenguaje binario, ya no es el negativo el que al
chocar con ella se impregna, sino que una serie de ceros y unos reproducen la
imagen. La gente ve en ello un gran avance, creen que en todo supera esto a lo
anterior. No obstante, los ceros y los unos no pueden crear más que una curva
ficticia, compuesta por mínimas líneas rectas. Miles de ellas, millones, pero
nunca dejan de ser líneas rectas. Al imprimirla, si el papel en que se imprime
es lo suficientemente grande, se acabará viendo como lo que es, una serie de
líneas rectas que producen el engaño de una curva. La fotografía analógica no
se imprime, se revela, y en ella la curva es curva, y la recta es recta. La
fotografía digital es más cómoda, podemos almacenar miles de fotos, y verlas al
instante; la fotografía analógica es de mayor calidad; ambas son copias
mediadas de la realidad.
¿En qué momento nos volvimos tan arrogantes, cuándo decidimos
cambiar el creacionismo divino por el humano? ¿Acaso no entendemos que la única
forma de acercarnos al mundo es a través de la metáfora? ¿Acaso no sabemos que
los mitos no pueden ser sustituidos más que por otros mitos? ¿Cuándo renegamos
de nuestra cualidad daimónica, angélica, para creernos directamente dioses? El
gran poeta hebreo, Isaías, ya lo escribió hace milenios, haciendo gala de esa
cualidad profética que poseen los poetas verdaderamente inspirados:
“Tú,
que te decías: Escalaré los cielos,
encima
de los astros divinos
levantaré
mi trono
y
me sentaré
en
el monte de la Asamblea,
en
el vértice de la montaña celeste;
escalaré
el dorso de las nubes,
me
igualaré al Altísimo.”
Llegados a este punto siento la necesidad de explicarme, a
pesar de que sé que tú me entiendes. Nunca pude aceptar el dogma ajeno, siempre
fui dado a cuestionar, y si soy acusado de dogmático, siempre será por el dogma
propio. Una vez escribí que para el no filósofo la religión se convierte en
filosofía, para el filósofo la religión no es más que práctica espiritual. No
puedo, ni quiero aceptar la verdad de la religión, pero acepto y admiró la
Verdad que se esconde tras su mito, y creo en su metodología. Temó un futuro
incierto en que la humanidad adora la deidad de la ciencia como dogma cuando está
no es capaz de trascender el fenómeno. Rechazando la fe en lo sagrado para
enfocarla hacía lo material, y aquellos que apuntaban su dedo índice acusando a
las religiones por la inquisición se convierten ahora en inquisidores. A
aquellos que creen que Prometeo nos regaló la rueda con el fuego les contesto
que el aliento divino que nos eleva, convirtiéndonos en el mayor milagro de la
naturaleza como ya dijo Abdala el Sarraceno, es la palabra. “La palabra, nada: un poco de aire
estremecido que desde la madrugada confusa del Génesis tiene poder de creación”
– así lo expresó tu maestro Ortega. Y es que la palabra es la luz que da forma
al mundo. Siempre la entendí como una saeta, que sometida a la habilidad del
arquero vuela veloz hacia el significado que siempre se encuentra lejano, fuera
de nuestro alcance.
Mi espíritu inconformista e impertinente se rebela con
fuerza en contra del orden establecido, me niego a someterme a aquellos que
creen tener acceso privilegiado a la verdad. Haydn creyó que la verdad de la
música estaba en la armonía, hasta que Beethoven, su alumno, con fina ironía
compuso el Concierto para Piano número tres, y tras un primer movimiento en el
que demostró ser mucho mejor que él navegando por los patrones clásicos con
maestría, llevó el concierto a una incierta neblina musical de la que nace una
sola frase, una cadencia escondida pero presente, tan incontrastable, tan
potente, de una fuerza creadora tal, que en ella, en ese escaso minuto, al
pasar de estar implícita a expresarse explícitamente, destruyó no sólo el altar
en que los ilustrados habían colocado a la razón, sino que el templo en su
totalidad. Cayeron sus marmóreas columnas dóricas, convirtiendo el mundo entero
en un templo, y al hombre en genio. Abriendo de par en par las puertas del
romanticismo, que soñó el infinito.
El romántico reacciona ante la caída del mito escribiendo
uno nuevo, consciente de sus limitaciones, desde la soledad de la existencia.
Apoyado en la razón la supera y alcanza a sentir lo inefable. No se trata de
una subjetividad relativista, sino que de una subjetividad realista. Aporta su
perspectiva, que sumada a otras nos ayuda a estrechar la espiral de la
comprensión.
Los filósofos
hablan del círculo hermeneútico, yo prefiero hablar de la espiral de la
comprensión. En ella no hay principio ni fin, igual que en el círculo, pero no
se repite jamás, el círculo encierra, la espiral se expande y se contrae, en
ella no hay un centro, pues todos y cada uno de los puntos que la forman son el
centro.
El romanticismo pasó, y fue rechazado por subjetivo, mas
dejó una herencia de incalculable valor. Partimos del logos, éste nos impulsa
pero el último tramo del camino, el que de verdad importa, lo recorremos con el
sentimiento; lo podemos sentir mas no expresar. La belleza deriva en lo
sublime.
Algunos me acusarán de ensalzar la arrogancia romántica y
acusar a la positivista. Es cierto. Mas la arrogancia romántica parte de
angustia del infinito, y haciendo uso de todas sus armas la supera fundiéndose
en ella. La arrogancia positivista nace y muere en el barro, dejando al hombre
en la misma posición de dónde partía, sólo que más sucio.
Fue entonces cuando llegasteis vosotros: tu maestro, Ortega,
que a pesar de sus raíces germanófilas, fue inequívocamente español en la
claridad de su prosa, cortesía del filósofo; Unamuno, tu verdadero maestro, que
superó su vértigo existencial a través de la razón poética; y tú, la que
hilaste más fino de todos, la que desde una posición humilde y callada supiste
superar los complejos por los que navegaba tu amada filosofía.
Tras Husserl, el estudio del objeto quedó en entredicho,
ingenuidad objetivista creo que lo llamó. La solución se presentó clara ante
Ortega: estudiemos la vida. La vida que se expresa en todos y cada uno de
nosotros, ofreciéndonos una perspectiva un poco más realista a la retorcida epistemología
husserliana, en línea con las teorías de Dilthey pero sin complejos
metodológicos. ¿Qué sentido tenía ya enfrentarse a la ciencia, intentar
equipararse a ella, buscar métodos? La labor filosófica siempre ha sido la búsqueda
de la Verdad oculta, en el sentido más griego de desvelamiento, aletheia, la búsqueda de la unidad, las
respuestas a la finitud. Bien, en la nueva estructura arbórea de la ciencia, el
escepticismo filosófico se vio redefinido, y en lugar de buscar equipararse a
la ciencia empírica la filosofía tuvo que replantearse las preguntas.
Ahí entra el vitalismo, ahí entra la poesía.
¿Acaso se expresa
la vida de forma más pura en algún otro lugar que no sea la poesía? En tu libro
“Filosofía y Poesía” hablas de la violencia filosófica, de cómo el filósofo, en
este caso Platón, busca sacrificar la poesía a favor de la razón. De cómo la
razón ejerce una fuerza que lo separa de la vida, otorgándole perspectiva, la
perspectiva nueva del prisionero que escapa de la caverna tras violentamente
romper las cadenas y ascender hacia la superficie. El poeta, no obstante, no se
separa de la finitud, no abandona la angustia, sino que crea desde ella.
Sintiendo la melodía de la vida en sus entrañas, unas veces terrible como un
cuarteto de Schubert, otras alegre como un concierto de Mozart, incluso, alguna
vez, sublime y celestial como la Novena Sinfonía de Beethoven; mas siempre
música. Y ante ella reacciona, vibrando y creando nueva música. Música creadora,
música que es luz y que nos permite dar forma al mundo. Tal vez no sea tan
perfecta como la música mundana de los pitagóricos, pero es esencialmente
nuestra, con todas nuestra imperfecciones humanas, y en ella se halla nuestra
libertad.
He ahí la importancia de la poesía, del pensar filosófico
poético, gracias a la palabra, ese poco de aire tibio que escapa nuestras
almas, podemos superar el mito, llegar allende, enfrentarnos al mundo cual
demiurgos, dejar de ser títeres a merced del destino. Lo expresa perfectamente
Juan Ramón en el poema “Poeta y Palabra”:
Cuando
el aire, suprema compañía,
ocupa
el sitio de los que se fueron,
disipa
sus olores, sus jestos, sus sonidos
y
vuelve único a llenar
el
orden natural de su silencio,
él,
a cuyo infinito alrededor se ciñen
la
medianoche, el mediodía
(horizontes
de ausente plata o más allá del oro)
se
queda con el aire en su lugar,
dulcemente
apretado por la atmósfera
de
la azul propiedad eterna.
Puede olvidar, callar, gritar entonces dentro
la
palabra que llega del redondo todo,
redondo
todo solo;
que
el centro escucha en círculo
resuelto
desde siempre y para siempre;
que
permanece leve y firme sobre todo;
la
vibrante palabra muda,
la
inmanente,
única
flor que no se dobla,
única
luz que no se estingue,
única
ola sin fracaso.
De todos los secretos blancos, negros,
concurre
a él en eco, enamorada,
plena
y alta de todos sus tesoros,
la
profunda, callada, verdadera
palabra,
que
sólo él ha oído, oye, oirá en su vijilancia.
La
carne, el alma unas de él, en su aire,
son
entonces palabra:
principio
y fin,
presente
sin más vuelta de cabeza,
destino,
llama, olor, piedra, ala, valederos,
vida
y muerte,
nada
o eternidad: palabra entonces.
Y él es el dios absorto en el principio,
completo
y sin haber hablado nada;
el
embriagado dios del suceder,
inagotable
en su nombrar preciso;
el
dios unánime en el fin,
feliz
de repetirlo cada día todo.
En un solo poema es capaz Juan Ramón de decir más sobre la
filosofía hermeneútica que todo lo escrito por los alemanes en sus larguísimos
e ilegibles libros. Y es que los alemanes, como buenos herederos de la
tradición racionalista, hicieron de la razón una deidad, colocándola sobre un
altar. Pero la razón no es más que una de las muchas herramientas del
comprender. He pensado mucho sobre el Logos, palabra griega de difícil traducción,
que en la antigüedad clásica fue moldeada hasta soportar muy diferentes
filosofías; no es lo mismo el logos de Heráclito que el logos de los sofistas,
o el de estos con el aristotélico, como tampoco lo es logos espermatikos de los estoicos con el del evangelio según San
Juan, o el agustiniano. Lo cierto es que siempre se habla del paso del mito al
logos, pero en el mito se construía sobre la base del logos. Los alemanes
modernos parecen haberlo traducido en razón pura y dura, mas se equivocan.
De nuevo debo volver al Fedro, el más poético de todos los
diálogos platónicos, el momento en que Platón consigue liberarse de Sócrates y
del intelectualismo griego. Hasta entonces, para el griego clásico, la esencia
del alma humana era la razón. En el mito del carro alado, por fin entran
también las pasiones. Éstas tiran del carro que es guiado por la razón y
elevado por las alas de Eros. Dice Antonio Colinas, tu discípulo y nuestro gran
poeta salmantino, que la buena poesía es aquella que aúna pensamiento y
sentimiento. Ese es el verdadero logos, no el puramente racional, sino el que
supera las limitaciones humanas con fuerza y luz creadoras, atravesando la
existencia incisivamente hasta llegar al centro de la oculta Verdad.
Entusiasmado, embriagado, mas domado por la métrica, el ritmo de nuestro latir
existencial, y guiado por la razón del pensar poético, que se hila finamente
cual funambulista que baila en la cuerda floja sobre el abismo.
Algunos creerán que la poesía, tan subjetiva y pasional, no
es capaz de enfrentarse a la angustia existencial. Bien sea, quédense instalados
en su ingenuidad, en su servidumbre a la dictadura de la razón. En España
sabemos que la angustia se expresa encarnada en el duende. Ese duende que nace
del desgarrado llanto en una seguiriya flamenca. Ese duende que se expresa en
el torero que entra a matar poniendo su vida entre los pitones del toro. La
poesía, y en especial la española, no busca solucionar la angustia existencial,
sino que la celebra, aceptándola y convirtiéndonos en más humanos. Un jovencísimo
García Lorca decía en su conferencia del duende, orada en 1929:
“La virtud mágica del poema consiste en estar
siempre enduendado para bautizar con agua obscura a todos los que lo miran,
porque con duende es más fácil amar, comprender, y es seguro ser amado, ser
comprendido, y esta lucha por la expresión y por la comunicación de la
expresión adquiere a veces en poesía caracteres mortales.”
Seamos fieles a nuestra naturaleza española, esencialmente
poética, y dejemos a los alemanes con sus complejos y su violenta razón. Plotino,
el gran pensador que superó la dualidad platónica, acercándose más que nadie a
la unidad tan ansiada por el filósofo, lo hizo basándose en la Odisea de
Homero, y jamás fue tan perfectamente expresada su filosofía como por San Juan
de la Cruz en “La Noche Oscura”. He ahí nuestra grandeza de nación
mediterránea, romanizada, y crepuscular. Nuestra península siempre fue el fin
del mundo, el lugar donde veíamos al sol morir por el horizonte, en el mar. Tal
vez por ello nunca quisimos separarnos de la vida, hacer uso de esa violencia
filosófica, sino que sufriendo la efeméride vital en carne viva, la cantamos a
través de la poesía.
Los románticos creyeron que la unidad se podía expresar en
un solo hombre, en una sola obra, y se acercaron mucho. Mas lo cierto es que la
mejor respuesta a lo inefable es la verdaderamente humana. Humana en el sentido
más romano, es decir, la suma de todos, los que enfrentados a la vida y al
mundo, han luchado por darle forma, han buscado respuestas, objetivándolas a
través de la palabra. ¿Qué sería del hombre sin sus limitaciones? De ellas
surge el néctar de la vida. La acción filosófica, o poética, no se define en
sus respuestas, si no en su continuo movimiento, en su constante esquepsis. En su diálogo con lo
inefable, con aquello que a pesar de haber comido el fruto del árbol de la
ciencia, siempre, absolutamente siempre, permanecerá inevitablemente oculto.
Aquello que, estimulado por la razón, mediado por la palabra, e impulsado por
el aliento de la metáfora, podemos sentir en fugaces instantes que dan sentido
a la existencia.
Gracias María, por tu obra, por tu fino pensar poético, por
tu elegante e inspirada prosa, por tu vida en definitiva. Por ser guía y fuente
de la que bebemos todos los que detrás de ti queremos luchar por existir siendo
fuera de nosotros mismos, pero que permanecemos desnudos ante las inclemencias
de la existencia, para luego compartirlo, y entre todos, poder seguir dando
sentido, disfrutando de esa conversación que no se agota ni se agotará jamás.
Con amor, siempre con Amor,
A.M.B.
Mayo de 2014